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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (37 page)

No fui a cerrar la ventana. Permanecí allí unos momentos, tiritando bajo mi tenue vestido, escuchando el mar que suspiraba al alejarse de la playa. Luego, rápidamente, cerré la puerta del ala de poniente y volví a la escalera pasando por debajo del arco.

El ruido de las voces era más fuerte que antes. La puerta del comedor estaba abierta. Estaban saliendo de cenar. Vi a Robert junto a la puerta y oí el ruido de sillas que se movían, el confuso barullo de las conversaciones. Y unas risas.

Comencé a bajar lentamente la escalera, saliéndoles al encuentro.

Cuando quiero hacer memoria de mi primera fiesta en Manderley, la primera y la última, sólo recuerdo cosas aisladas y sin importancia, que resaltan del confuso y vasto cuadro de aquella noche. Un cuadro de fondo vago, un mar de caras borrosas, desdibujadas, ninguna de las cuales me era conocida, el lento zumbido de la orquesta, que tocaba un vals que jamás parecía terminar. Las mismas parejas pasaban continuamente, en rotación, con las mismas sonrisas fijas. A mí, junto a Maxim, al pie de la escalera, para dar la bienvenida a los rezagados, las parejas de bailarines me parecían marionetas que girasen y se retorciesen pendientes de hilos sostenidos por una mano invisible.

Recuerdo a una señora, cuyo nombre nunca supe y a quien jamás volví a ver. Llevaba un vestido de color salmón, con aros que formaban una especie de miriñaque, vago recuerdo de algún siglo pasado, que no pude saber si era el
XVII
, el
XVIII
o el
XIX
. Cada vez que pasaba coincidía con un meloso acorde de la música, que la hacía encogerse inesperadamente para luego ponerse de puntillas, y cada vez que lo hacía me dedicaba una sonrisa. Esto ocurrió una y otra vez, hasta resultar monótono. Igual que en esos paseos que se dan a bordo de un barco, cuando nos encontramos siempre con la misma gente que hace ejercicio como nosotros y, al verlos, sentimos la seguridad más absoluta de que luego nos volveremos a cruzar con ellos al llegar al puente.

Parece que la estoy viendo, con los dientes prominentes, un alegre rosetón de rouge sobre los pómulos muy pronunciados, y sonriendo vacua y felizmente, aprovechando hasta el máximo la diversión de la noche. Más tarde la vi junto a la mesa del bufé, buscando comida con ojos sagaces, colmando un plato de salmón, langosta y mahonesa, para retirarse luego a un rincón. También me acuerdo de lady Crowan. Estaba imponente vestida de púrpura, disfrazada de Dios sabe qué personaje romántico de la historia, puede que María Antonieta, y puede que Nell Gwyne
[*]
, cualquiera lo sabe, o acaso una combinación exótica de las dos, sin dejar de exclamar con chillidos más agudos que de costumbre, debido al champaña que había bebido: «Esto, esto me lo tienen ustedes que agradecer a mí, no a los de Winter».

Recuerdo que a Robert se le cayó una bandeja de helados, y la expresión de la cara de Frith al darse cuenta de que el culpable había sido Robert y no uno de los criados contratado para aquella noche. Me hubiera gustado llegarme a Robert, colocarme detrás de él y decirle: «Ya sé, ya sé lo que sientes, ¡pobre!; yo he hecho esta noche algo peor». Aún noto tirantez en la piel al recordar mi sonrisa forzada, invariable, que tan mal papel debía de hacer al lado de la tristeza de mis ojos. Veo a Beatrice, a la buena de Beatrice, desconocedora del significado de la palabra tacto, observándome al pasar en brazos de su pareja, dándome ánimos con ligeros movimientos de cabeza, acompañada del tintineo de sus pulseras, mientras el velo se le escurría continua e inevitablemente de la frente sudorosa. Y me imagino a mí misma arrastrada alrededor del vestíbulo, una y otra vez, en un baile terrible con Giles, quien, con bondad perruna y buen corazón, no aceptaba mis negativas, sino que se mostraba empeñado en conducirme por entre la ruidosa muchedumbre, igual que acostumbraba a guiar sus caballos en los puntos de reunión de jinetes durante una cacería de zorros. Le oigo decirme: «Es bonito ese traje que llevas. Todos los demás, a tu lado, están absolutamente grotescos», y yo le agradecía aquel simpático gesto de cariño, tan sincero, pues el pobre Giles se creía que yo lamentaba no haberme puesto mi precioso vestido blanco, que yo estaba preocupada por mi aspecto, que me importaba todo aquello.

Frank me trajo un plato de pollo con jamón, que no pude comer, y luego una copa de champaña, que no pude beber.

—Ande, beba un poco —dijo en voz baja, tranquilamente—; le sentará bien.

Y yo, por darle gusto, tomé tres sorbitos. Aquel parche que le tapaba un ojo le daba un aspecto inusitado, le hacía más pálido, más viejo, distinto. Diría que en su cara habían aparecido unas líneas que antes no había notado nunca.

Se movía entre los invitados como un segundo anfitrión, vigilando que todos estuvieran a gusto, que tuvieran de beber, de comer, y cigarrillos. Bailó. Bailó de manera solemne, concienzuda, haciendo andar a sus parejas alrededor del vestíbulo, con una cara preocupada. Llevaba su traje de pirata sin soltura, y aquellas patillas que le salían del pañuelo rojo anudado a la cabeza tenían algo de trágico. Me lo imaginaba rizándoselas con la mano ante el espejo de su desnuda alcoba de soltero. ¡Pobre Frank! ¡Qué bueno era! Nunca le pregunté, nunca supe lo mucho que había sufrido durante el último baile de disfraces que se celebró en Manderley.

Continuaba tocando la orquesta, y pasando las parejas como marionetas, inclinándose primero hacia un lado luego hacia el otro, a través del amplio vestíbulo, para volver luego. No era yo quien las miraba, no era ni siquiera una persona con sentidos, de carne y hueso, sino un espantapájaros que me había suplantado, un monigote de guardarropía con una sonrisa atornillada en la cara. Y la figura que estaba a mi lado era también de madera. Su cara era una máscara, y aquella sonrisa no era la suya. Ni los ojos eran los del hombre a quien yo adoraba, del hombre que yo conocía. Me atravesaban sus miradas, que iban a parar más lejos, frías, sin expresión, deteniéndose en un lugar penoso y torturador, en donde no podía penetrar, muriendo en un infierno suyo, particular, que yo no podía compartir.

No me habló ni una vez. Ni me tocó. Estábamos de pie, el uno al lado del otro, el señor y la señora de la casa, pero no estábamos juntos. Observé sus amabilidades con los invitados. A éste le dirigía una palabra, al otro una broma, una sonrisa a un tercero, un gesto por encima del hombro a un cuarto, y nadie sino yo podía saber que todo lo que decía, que todos sus movimientos, eran automáticos y hechos por una máquina. Éramos como dos actores que están en el mismo escenario, pero separados, representando sus papeles independientemente. Teníamos que soportarlo todo aislados, teníamos que acabar con aquella comedia, aquella comedia falsa, miserable, para divertir a toda aquella gente que ni yo conocía ni quería volver a ver.

—Me han dicho que el traje de tu mujer no ha llegado a tiempo —le dijo alguien de cara picada de viruelas y con una ridícula coleta de marinero
[*]
, y rió, dando un golpecito juguetón en las costillas de Maxim—. ¡No hay derecho! Yo les pediría daños y perjuicios. Lo mismo le ocurrió a una prima de mi mujer una vez.

—Sí; ha sido una mala suerte —dijo Maxim.

—¿Sabes lo que te digo? —dijo el marinero, volviéndose hacia mí—. Debías decir que has venido disfrazada de nomeolvides. ¿Verdad, De Winter? Dile a tu mujer que diga que es un nomeolvides —y se marchó bailando, riendo a carcajadas, con su pareja entre los brazos—. Una idea estupenda, ¿eh…? ¡Un nomeolvides!

Surgió de nuevo Frank a mi espalda con otro vaso en la mano. Esta vez era limonada.

—No, gracias, Frank. No tengo sed.

—¿Por qué no baila? O venga a sentarse un momento. Allí, en aquel rincón de la terraza.

—No, me encuentro mejor de pie. No tengo ganas de sentarme.

—¿No quiere que le traiga algo? ¿Un emparedado? ¿Un melocotón?

—No, no quiero nada.

Allí estaba otra vez la señora asalmonada. Pero se olvidó de sonreír. Estaba muy colorada, después de la cena fría. Tenía los ojos clavados en la cara de su pareja. Él era muy alto, muy flaco, y tenía la barbilla como un violín.

El vals del
Destino
, el
Danubio Azul
,
La viuda alegre
: uno, dos, tres; uno, dos tres…, vuelta; uno, dos, tres; uno, dos, tres…, vuelta. La señora de salmón…, una señora de verde…, Beatrice otra vez, con el velo levantado y echado por encima de la cabeza… Giles, chorreándole sudor…, el marinero, esta vez con otra pareja. Iba vestida de alguien del tiempo de los Tudor, de cualquiera del tiempo de los Tudor; llevaba gorguera y un traje de terciopelo negro.

—¿Cuándo va usted a venir a vernos? —me preguntó, como si nos conociésemos hacía mucho tiempo, y yo contesté:

—Pues… muy pronto, desde luego. El otro día estábamos hablando de ello.

Me extrañó que me resultara tan fácil decir aquella mentira improvisada, que no me costara ningún esfuerzo.

—La fiesta es deliciosa. La felicito.

—Muchas gracias —respondí—. Está animada, ¿verdad?

—Me han dicho que le mandaron un traje equivocado.

—Sí, ¡una lata!, ¿verdad?

—Esas tiendas son todas iguales. No se puede una fiar de ellas. Pero con ese traje azul pálido muestra usted una frescura más natural. Mucho más cómoda que con este terciopelo que da mucho calor… No se le olvide. Tienen ustedes que venir un día a cenar a palacio.

—Iremos encantados.

¿Qué quería decir? ¿Adónde? ¿A palacio? Pero ¿es que habíamos convidado a alguien de la familia real? Se alejó, arrastrada por el
Danubio Azul
, abrazada al marinero, con su traje de terciopelo barriendo el suelo tan enérgicamente como cualquier aparato de limpieza. Pasó mucho tiempo y una noche, a medianoche, desvelada, caí en la cuenta de que aquella dama del tiempo de los Tudor era la mujer del obispo, la aficionada a pasear por los Peninos.

¿Qué hora era? No lo sabía. La velada se alargaba, hora tras hora; las mismas caras, las mismas piezas. De vez en cuando, los jugadores de bridge salían de la biblioteca, como ermitaños, para mirar a los que bailaban y se volvían a marcharse. Beatrice, en una estela de ropas amplias, me dijo al oído:

—¿Por qué no te sientas? Tienes cara de muerta.

—Me encuentro bien.

Giles, con la pintura de la cara corrida, y medio sofocado por el jaique, vino a buscarme.

Me dijo:

—Ven, vamos a la terraza a ver los fuegos artificiales.

Me acuerdo de haber estado de pie en la terraza, mirando al cielo, mientras los necios cohetes subían y caían. Vi a Clarice en un rincón, con algún muchacho de la finca. Sonreía feliz, chillando encantada cuando algún buscapiés estallaba junto a ella. Había olvidado sus lágrimas.

—¡Ahí va! —gritó Giles, con su carota vuelta al cielo, la boca entreabierta— ¡Verás qué ruido hace éste! ¡Ahora! ¡Bravo! Son unos fuegos magníficos.

Sonó el pausado silbido de un cohete, que se apresuraba hacia el cielo, luego el estampido de la explosión, y cayó una cascada de estrellitas como esmeraldas. Un murmullo de aprobación, gritos de júbilo, aplausos.

La señora asalmonada, que se había colocado en primera fila, con la cara tensa de emoción expectante, dedicaba un comentario a cada una de las estrellitas que caían: «¡Qué bonita! ¡Mira, mira ésa ahora…! ¡Ay, qué preciosa…! ¡Anda! ¡Ése no ha estallado…! ¡Cuidado, que ése viene a caer aquí…! ¿Qué hacen aquellos hombres?». Hasta los «ermitaños» salieron a la terraza para confundirse con los bailarines. La pradera estaba negra de gente. Tras las explosiones, las estrellas iluminaban las caras que miraban hacia arriba.

Una y otra vez partieron veloces los cohetes como flechas que quisieran clavarse en el aire, y los cielos se teñían de púrpura y de oro. Manderley se destacaba como una casa encantada, todas sus ventanas llameantes y los muros grises coloreados por las estrellas en descenso. Una casa embrujada, esculpida en los bosques oscuros. Cuando estalló el último cohete, la noche, que hasta entonces había sido luminosa, pareció, por contraste, oscura y sombría, y el manto del cielo se cambió en paño funerario. Los grupos se disolvieron en la pradera. Los invitados, apiñados en las ventanas, volvían al salón. Llegó el brusco desenlace de la farsa. Permanecimos allí, de pie, con caras inexpresivas. Alguien me dio una copa de champaña. Oí el ruido de los motores de los coches que se acercaban a la puerta.

«¡Ya se van! —pensé—, ¡Gracias a Dios! ¡Ya, al fin, se marchan!»

La señora asalmonada tomaba un último piscolabis. ¡Buen trabajo iba a ser limpiar el vestíbulo! Vi que Frank hacía una seña a los músicos. Yo estaba junto a la puerta del salón y el vestíbulo, al lado de un desconocido.

—Ha sido una fiesta magnífica.

—Sí —respondí.

—Lo he pasado estupendamente todo el tiempo.

—Me alegro mucho.

—Molly se puso hecha una fiera porque no podía venir.

—¿Sí?

Comenzó la orquesta a tocar
Auld Lang Syne
[*]
.

El desconocido que se encontraba a mi lado me cogió una mano y comenzó a moverme el brazo para atrás y para delante.

—¡Vengan! ¡Vengan ustedes! —gritó.

Otra persona me cogió de la mano libre y se nos agregó más gente. Formábamos un enorme corro, y todos cantábamos a pulmón lleno. El desconocido que tan bien lo había pasado y que me había contado lo furiosa que se puso Molly por no poder asistir, iba vestido de mandarín chino, y al mover los brazos se le engancharon las uñas postizas en la manga. Reía a gusto. Todos reíamos. Y cantábamos: «¿Han de olvidarse los amigos de antaño?».

La hilarante alegría cesó bruscamente con los últimos compases, al resonar el inevitable redoble de tambor que preludia la
God save the King
. Abandonaron las sonrisas nuestras caras, como si hubieran sido borradas con una esponja. El mandarín se cuadró con los brazos pegados al cuerpo. Se me ocurrió que quizá fuera militar. ¡Qué raro estaba con aquella cara tan seria y los luengos y caídos bigotes de mandarín! En aquel momento vi a la señora asalmonada.
God save the King
la había cogido desprevenida, y aún tenía en la mano un plato colmado de gelatina de pollo que había extendido ante sí rígidamente, como si pidiera limosna. Todo indicio de alegría había desaparecido de su cara. Cuando sonó la última nota de la
God save the King
, volvió a atacar el pollo con un extraño frenesí, la cara ya normal, mientras por encima del hombro hablaba con su pareja. Alguien me estrechó la mano.

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