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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

Rebeca (18 page)

Un tordo cruzó en un vuelo el prado, para quedar posado en el magnolio que crecía junto a la ventana del comedor. Sentada sobre el césped, me llegaba la suave fragancia de las magnolias. Todo descansaba apacible. Oíamos a lo lejos el murmullo del mar en la caleta. La marea estaría baja. Volvió a zumbar por encima de nuestras cabezas la abeja, que se detuvo un instante para gozar de las flores del castaño.

«Esto es lo que yo me había imaginado», pensé. «Esto es lo que yo me figuraba que sería vivir en Manderley».

Hubiera querido continuar allí sentada, sin hablar, sin escuchar a los demás, atesorando para siempre aquellos instantes, porque todos nos encontrábamos en paz, todos contentos en nuestra somnolencia, como la abeja que zumbaba persistente. Dentro de muy poco todo cambiaría, y vendría un mañana y un pasado mañana, y otro día, y un año nuevo. Cambiaríamos también nosotros y quizá nunca nos volveríamos a sentar así. Nos marcharíamos, o sufriríamos, o moriríamos. Se extendía ante nosotros lo que estaba por venir, desconocido, invisible, acaso lo que no deseábamos, tal vez lo que no hubiéramos planeado. Sin embargo, aquel momento lo teníamos bien seguro y nadie nos lo podría robar. Allí estábamos sentados. Maxim y yo, mi mano en la suya y el futuro no podía hacer que aquel momento fuera distinto. Bien seguro teníamos aquel extraño pedazo de tiempo, que él nunca recordaría, en el que jamás volvería a pensar. Para él no sería sagrado. Había comenzado a hablar a Beatrice acerca de talar no sé qué maleza del camino y Beatrice, asintiendo a lo que decía, le propuso algo por su parte, al mismo tiempo que tiraba unas hierbas a Giles. Para ellos, aquel momento no era sino la hora después de comer, las tres y cuarto de una tarde cualquiera; una hora como todas de un día como todos. Ellos no querían retenerla ni aprisionarla. Ellos no tenían miedo.

—Creo que nos debemos marchar —dijo Beatrice, sacudiendo las hierbas de la falda—. No quiero llegar tarde, porque vienen los Cartrights a cenar.

—¿Qué tal está Vera? —dijo Maxim.

—Poco más o menos como de costumbre; siempre hablando de sus enfermedades. El que está poniéndose muy viejo es él. Querrán que les cuente toda clase de cosas de vosotros dos.

—Dales recuerdos muy cariñosos —dijo Maxim.

Nos levantamos. Giles sacudió su sombrero para quitarle el polvo y Maxim disimuló un bostezo. Se nubló el sol. Miré al cielo y ya había cambiado. Estaba aborregado, cubierto de nubecillas, que corrían veloces, avanzando en cerrada formación.

—El viento vuelve a levantarse —dijo Maxim.

—¡Ojalá no nos coja la lluvia! —comentó Giles.

—Ya ha pasado lo mejor del día —dijo Beatrice.

Fuimos andando lentamente hacia el camino donde estaba el coche; pero Maxim, dirigiéndose a su hermana, dijo:

—No has visto las reformas que hemos hecho en las habitaciones del este.

—Ven un momento —dije yo—. No tardaremos nada.

Entramos en el vestíbulo y subimos por la escalera principal, seguidas por los hombres.

Parecía raro que Beatrice hubiera vivido allí tantos años. De niña, había bajado saltando por esta misma escalera, seguida de su niñera. Aquí había nacido, aquí fue criada. Todo le era familiar y todo era más suyo que nunca podría ser mío.

Encerrados en su corazón tenía que conservar muchos recuerdos. ¿Pensaría, algunas veces, en los tiempos pasados, en aquella niña que ella fue, larguirucha, con trenzas, tan distinta de lo que era ahora, a los cuarenta y cinco años, vigorosa, reposada, otra persona?

Llegamos a las habitaciones y Giles, parado ante la puerta más baja, dijo:

—Está muy bien; es una gran mejora, ¿verdad, Be?

Y ésta dijo:

—¡Vaya, chico, cómo nos cuidamos! Cortinas nuevas, camas nuevas, todo nuevo. ¿Te acuerdas, Giles? Éste fue el cuarto en que estuvimos cuando te rompiste la pierna. Entonces estaba bastante descuidado. Claro que mamá no se preocupaba mucho de las comodidades. Tú nunca metiste aquí a nadie, ¿verdad, Maxim? A no ser que tuvieras la casa completamente llena. Entonces, los solteros que sobraban venían a parar a estas habitaciones. Bueno, pues hay que confesar que ha quedado muy simpático. Da sobre la rosaleda, lo cual es otra ventaja. ¿Me puedo empolvar la nariz?

Los hombres bajaron, y Beatrice se puso a mirarse en el espejo.

—Todo esto lo hizo la señora Danvers, ¿no?

—Sí; y en mi opinión, muy bien.

—Pues no faltaría otra cosa, con la práctica que tiene —dijo Beatrice—. Pero esto ha debido de costar un montón de dinero. ¿Has preguntado cuánto?

—No, no lo sé.

—Supongo que eso no le preocupa a la señora Danvers. ¿Me dejas usar tu peine? Estos cepillos son muy bonitos. ¿Regalo de boda?

—Me los ha regalado Maxim.

—Me gustan. También nosotros tenemos que regalarte algo. ¿Qué quieres?

—No sé…, pero no te molestes —dije.

—Pero, mujer, no seas ridícula. No voy a escatimarte un regalo. ¡Aunque no nos convidasteis a la boda!

—¿No estarás molesta por eso? Maxim quiso celebrarla en el extranjero.

—¡Claro que no! Hicisteis muy bien. Después de todo, no es como si… —se paró en la mitad de la frase y dejó caer el bolso—. ¡Vaya! ¿Habré roto el cierre? No, no ha pasado nada. ¿Qué estaba diciendo? ¡Ah, sí! Regalos de boda. A ver si se nos ocurre algo. Probablemente no te interesen las joyas.

No respondí y ella continuó:

—Es distinto cuando se trata de un par de muchachos corrientes. La hija de unos amigos míos se casó el otro día, y, claro, tuvieron toda clase de regalos: ropas, juegos de café, sillas de comedor y todas esas cosas. Yo le regalé una lámpara de pie, muy bonita. Me costó cinco libras en Harrods. Si vas a Londres a hacerte ropa, ve a mi modista.
Madame
Carroux. Tiene un gusto formidable. Y no te estafa.

Se levantó del tocador y se arregló la falda dándose unos tirones.

—¿Vais a recibir mucho? —preguntó.

—No sé; Maxim no me ha dicho nada.

—¡Qué bicho más raro! Nunca se sabe lo que va a hacer. Hubo un tiempo en que no había manera de encontrar nunca una cama en Manderley. Tenía la casa siempre hasta los topes. No te veo a ti en… —se interrumpió y siguió, dándome unos golpecitos en el brazo—. ¡Bueno! Ya veremos. Es una lástima que ni montes a caballo ni caces. No sabes lo que te pierdes. Oye, ¿no te dará por los balandros?

—No.

—Menos mal —dijo.

Se fue hacia la puerta y yo la seguí. Fuimos juntas por el pasillo.

—Ven a vernos cuando tengas ganas —dijo—. Yo siempre espero que la gente se invite ella misma. La vida es muy corta para mandar invitaciones.

—Muchas gracias —respondí.

Llegamos al rellano superior de la escalera y miramos al vestíbulo. Giles y Maxim nos estaban esperando en la escalinata de la entrada.

—Date prisa, Be —gritó Giles—. Acaba de caerme una gota y hemos subido la capota. Maxim dice que está bajando el barómetro.

Beatrice me cogió la mano, e inclinándose me rozó la mejilla con un beso.

—Adiós —me dijo—, perdóname si te he hecho un montón de preguntas indiscretas, y si te he dicho algo que no debiera. El tacto nunca ha sido uno de mis puntos fuertes, como Maxim te puede decir. Y ya te dije antes que no te pareces en nada a lo que me había figurado —me miró con franqueza, cara a cara, con los labios contraídos como para silbar, sacó un cigarrillo del bolso y encendió su mechero—. Es que —añadió, cerrando el mechero con un ruido metálico—, ¡eres tan distinta de Rebeca!

Y comenzó a bajar las escaleras.

Cuando salimos a la escalinata vimos que el sol se había escondido tras una cortina de nubes. Lloviznaba. Robert corría por el césped para meter las sillas en la casa.

Capítulo 10

N
OS quedamos mirando al coche hasta que desapareció en el recodo del camino, y entonces Maxim me cogió del brazo y dijo:

—¡Gracias a Dios! ¡Se acabó! Ponte un abrigo, deprisa, y sal. ¡Al demonio la lluvia! Tengo ganas de dar un paseo. Me saca de quicio estar sentado sin hacer nada.

Estaba pálido y tenso; me pregunté porque la compañía de Beatrice y Giles, su hermana y su cuñado, le había dejado tan agotado.

—Espera, subo en un salto por el abrigo —dije.

—En el cuarto de las flores encontrarás un montón de impermeables. Coge uno —dijo impaciente—. Cuando las mujeres os metéis en vuestros cuartos siempre tardáis media hora. ¡Robert! Haz el favor de traer del cuarto de las flores un impermeable para la señora. Tiene que haber allí colgados media docena de los que se olvida la gente.

Estaba en medio del camino llamando a Jasper.

—¡Ven aquí tú, grandísimo holgazán! Vamos a ver si echas fuera algo de la grasa que te sobra.

Jasper retozaba alrededor de Maxim, ladrando como loco con la idea del paseo.

—¡Calla ya, tonto! —dijo Maxim—. ¿Qué diablos está haciendo Robert?

Salió éste corriendo del vestíbulo con un impermeable y yo me lo puse enseguida, haciéndome un lío con el cuello. Me estaba ancho y largo, pero no había tiempo para cambiarlo, y echamos a andar por el césped hacia el bosque, con Jasper corriendo delante.

—La familia hay que tomarla en pequeñas dosis —me dijo—. Beatrice es una de las personas más buenas del mundo, pero mete la pata invariablemente.

No estaba yo segura de cuál había sido la equivocación de Beatrice, pero me pareció preferible no preguntar. Puede que aún estuviera molesto por los comentarios acerca de su salud, antes de comer.

—¿Qué te ha parecido? —continuó.

—Me ha gustado muchísimo —respondí—. Ha estado muy simpática conmigo.

—¿De qué te ha hablado después de comer?

—No sé… Creo que la que ha hablado más he sido yo. Le he estado contando cosas de la señora Van Hopper, y cómo nos conocimos tú y yo, y todo eso. Me dijo, eso sí, que no me parecía nada a lo que ella se había imaginado.

—Y ¿qué demonios se había imaginado?

—Pues supongo que alguien más moderno, alguien con más mundo. «Una niña elegante», fueron sus palabras.

Maxim no contestó enseguida. Se inclinó y tiró un palo, jugando con Jasper.

—Algunas veces, Beatrice dice unas tonterías increíbles.

Subimos al repecho de hierba, más allá de los macizos, y entramos en el bosque. Crecían espesos árboles y estaba oscuro. Fuimos pisando ramitas caídas, las hojas del año anterior, y aquí y allá verdes brotes de helechos tiernos, y los tallos de las campánulas que pronto florecerían. Jasper callaba ahora y yo cogí a Maxim del brazo.

—¿Te gusta mi pelo? —le pregunté.

Bajó los ojos para mirarme muy sorprendido.

—¿Tu pelo? ¿Por qué demonios me lo preguntas? Claro que me gusta. ¿Qué le ocurre a tu pelo?

—Nada…, se me había ocurrido.

—¡Qué rara eres!

Llegamos a un claro en el bosque, de donde salían dos senderos que iban en direcciones opuestas. Jasper tomó por el de la derecha, sin dudarlo.

—¡No! ¡Por ahí, no! —le llamó Maxim—. ¡Ven por aquí!

Se paró el perro, mirándonos y moviendo el rabo, pero no volvió hacia nosotros.

—¿Por qué quiere ir por allí? —pregunté.

—Supongo que estará acostumbrado —dijo Maxim algo secamente—. Por ahí se va a una caleta, donde solíamos tener un balandro. ¡Ven, Jasper!

Torcimos por el sendero de la izquierda, sin decir nada, y al poco rato volví la cabeza y vi que Jasper nos seguía.

—Por aquí vamos al valle del que te he hablado —me dijo Maxim—, y vas a oler las azaleas. No hagas caso de la lluvia; así olerán más las flores.

Parecía estar más contento y animado. Era el Maxim que yo conocía y a quien amaba. Comenzó a hablarme de Frank Crawley, de lo buen muchacho que era, tan minucioso y digno de confianza y completamente enamorado de Manderley.

«Esto es mejor —pensé—, esto es como cuando estábamos en Italia», y le sonreí, apretándome contra su brazo, aliviada al ver que había desaparecido aquella expresión de raro cansancio. Y yo decía, de vez en cuando, mientras le escuchaba: «sí» o «¿de veras?» o «imagínate», pero pensando algunas veces en Beatrice, sin comprender por qué su presencia le había molestado tanto, lo que ella podía haber hecho. Y pensé también en lo que me había dicho acerca de sus enfados, que ocurrían, según ella, una o dos veces al año.

Ella le conocería; para eso era su hermana. Pero no se me hubiera ocurrido aquello de Maxim; no coincidía con la idea que de él me había formado. Me lo imaginaba con accesos de mal humor, difícil, acaso irritable, pero no airado, como ella me había dado a entender, no fuera de sí. Puede que hubiese exagerado; ocurre con frecuencia que la gente se equivoca acerca de los de su familia.

—¡Allí! —dijo Maxim, de pronto—. ¡Mira!

Nos encontrábamos en el recuesto de un altozano y la senda descendía tortuosa al valle, acompañada de un arroyo saltarín. Habían desaparecido los árboles oscuros y la enmarañada maleza. A ambos lados del angosto sendero crecían azaleas y rododendros, no los gigantes sanguinolentos de la avenida que conducía a la casa, sino otros salmón, blancos y dorados, bellos y graciosos, que dejaban pender sus deliciosas y delicadas corolas en la suave llovizna veraniega.

Estaba el ambiente saturado de embriagadora y amable fragancia, y hubo de parecerme que el perfume se había mezclado con las juguetonas aguas del regato, con la lluvia que caía, con el zumoso y exuberante musgo que pisábamos. Nada se oía sino el murmullo del riachuelo y la discreta lluvia. También la voz de Maxim, cuando al fin habló, era dulce y apagada, como si no quisiera quebrar el silencio.

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