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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (56 page)

—Tú dirás lo que quieras —se emperró Perico— pero ninguna revolución de verdad se hace contra las formas. Lo que cuenta es el fondo, chico, el fondo.

—Llevamos decenas de siglos de literatura de fondo dijo Oliveira— y los resultados ya los estás viendo. Por literatura entiendo, te darás cuenta, todo lo hablable y lo pensable.

—Sin contar que el distingo entre fondo y forma es falso —dijo Etienne—.

Hace años que cualquiera lo sabe. Distingamos mas bien entre elemento expresivo, o sea el lenguaje en sí, y la cosa expresada, o sea la realidad haciéndose conciencia.

—Como quieras —dijo Perico—. Lo que me gustaría saber es si esa ruptura que pretende Morelli, es decir la ruptura de eso que llamas elemento expresivo para alcanzar mejor la cosa expresable, tiene verdaderamente algún valor a esta altura,

—Probablemente no servirá para nada —dijo Oliveira — pero nos hace sentirnos un poco menos solos en este callejón sin salida al servicio de la Gran-Infatuación-Idealista-Realista-Espiritualista-Materialista del Occidente, S.R.L..

—¿Creés que algún otro hubiera podido abrirse paso a través del lenguaje hasta tocar las raíces? —preguntó Ronald.

—Tal vez. Morelli no tiene el genio o la paciencia que se necesitan. Muestra un camino, da unos golpes de pico... Deja un libro. No es mucho.

—Vámonos —dijo Babs—. Es tarde, se ha acabado el coñac.

—Y hay otra cosa —dijo Oliveira—. Lo que él persigue es absurdo en la medida en que nadie sabe sino lo que sabe, es decir una circunscripción antropológica. Wittgensteinianamente, los problemas se eslabonan
hacia atrás,
es decir que lo que un hombre sabe es el saber de un hombre, pero del hombre mismo ya no se sabe todo lo que se debería saber para que su noción de la realidad fuera aceptable. Los gnoseólogos se plantearon el problema y hasta creyeron encontrar un terreno firme desde donde reanudar la carrera hacia adelante, rumbo a la metafísica. Pero el higiénico retroceso de un Descartes se nos aparece hoy como parcial y hasta insignificante, porque en este mismo minuto hay un señor Wilcox, de Cleveland, que con electrodos y otros artefactos está probando la equivalencia del pensamiento y de un circuito electromagnético (cosas que a su vez cree conocer muy bien porque conoce muy bien el lenguaje que las define, etc.). Por si fuera poco, un sueco acaba de lanzar una teoría muy vistosa sobre la química cerebral. Pensar es el resultado de la interacción de unos ácidos de cuyo nombre no quiero acordarme.
Acido, ergo sum.
Te echás una gota en las meninges y a lo mejor Oppenheimer o el doctor Petiot, asesino eminente.

Ya ves cómo el
cogito,
la Operación Humana por excelencia, se sitúa hoy en una región bastante vaga, entre electromagnética y química, y probablemente no se diferencia tanto como pensábamos de cosas tales como una aurora boreal o una foto con rayos infrarrojos. Ahí va tu
cogito,
eslabón del vertiginoso flujo de fuerzas cuyos peldaños en 1950 se llaman
inter alia
impulsos eléctricos, moléculas, átomos, neutrones, protones, potirones, microlxitones, isótopos radiactivos, pizcas de cinabrio, rayos cósmicos: Words, words, words.
Hamlet,
acto segundo, creo. Sin contar —agregó Oliveira suspirando— que a lo mejor es al revés, y resulta que la aurora boreal es un fenómeno
espiritual,
y entonces sí que estamos como queremos...

—Con semejante nihilismo, harakiri —dijo Etienne.

—Pues claro, manito —dijo Oliveira—. Pero para volver al viejo, si lo que él persigue es absurdo, puesto que es como pegarle con una banana a Sugar Ray Robinson, puesto que es una insignificante ofensiva en medio de la crisis y la quiebra total de la idea clásica del homo sapiens, no hay que olvidarse de que vos sos vos y yo soy yo, o que por lo menos nos parece, y que aunque no tengamos la menor certidumbre sobre todo lo que nuestros gigantes padres aceptaban como irrefutable, nos queda la amable posibilidad de vivir y de obrar
como si
, eligiendo hipótesis de trabajo, atacando como Morelli lo que nos parece más falso en nombre de alguna oscura sensación de certidumbre, que probablemente será tan incierta como el resto, pero que nos hace levantar la cabeza y contar las Cabritas, o buscar una vez más las Pléyades, esos bichos de infancia, esas luciérnagas insondables. Coñac.

—Se acabó —dijo Babs—. Vamos, me estoy durmiendo.

—Al final, como siempre, un acto de fe —dijo Etienne, riendo—. Sigue siendo la mejor definición del hombre. Ahora, volviendo al asunto del huevo frito...

(-35)

100

Puso la ficha en la ranura, marcó lentamente el número. A esa hora Etienne debía estar pintando y le reventaba que le telefonearan en mitad del trabajo, pero lo mismo tenía que llamarlo. El teléfono empezó a sonar del otro lado, en un taller cerca de la Place d’Italie, a cuatro kilómetros de la oficina de correos de la rue Danton. Una vieja con aire de rata se había apostado delante de la casilla de vidrio, miraba disimuladamente a Oliveira sentado en el banco con la cara pegada al aparato telefónico, y Oliveira sentía que la vieja lo estaba mirando, que implacablemente empezaba a contar los minutos. Los vidrios de la casilla estaban limpios, cosa rara: la gente iba y venía en el correo, se oía el golpe sordo (y fúnebre, no se sabía por qué) de los sellos inutilizando las estampillas. Etienne dijo algo del otro lado, y Oliveira apretó el botón niquelado que abría la comunicación y se tragaba definitivamente la ficha de veinte francos.

—Te podías dejar de joder —rezongó Etienne que parecía haberlo reconocido en seguida—. Sabés que a esta hora trabajo como un loco.

—Yo también —dijo Oliveira—. Te llamé porque justamente mientras trabajaba tuve un sueño.

—¿Cómo mientras trabajabas?

—Sí, a eso de las tres de la mañana. Soñé que iba a la cocina, buscaba pan y me cortaba una tajada. Era un pan diferente de los de aquí, un pan francés como los de Buenos Aires, entendés, que no tienen nada de franceses pero se llaman panes franceses. Date cuenta de que es un pan más bien grueso, de color claro, con mucha miga. Un pan para untar con manteca y dulce, comprendés.

—Ya sé —dijo Etienne—. En Italia los he comido.

—Estás loco. No tienen nada que ver. Un día te voy a hacer un dibujo para que te des cuenta. Mirá, tiene la forma de un pescado ancho y corto, apenas quince centímetros pero bien gordo en el medio. Es el pan francés de Buenos Aires.

—El pan francés de Buenos Aires —repitió Etienne.

—Sí, pero esto sucedía en la cocina de la rue de la Tombe Issoire, antes de que yo me mudara con la Maga. Tenía hambre y agarré el pan para cortarme una tajada. Entonces oí que el pan lloraba. Sí, claro que era un sueño, pero el pan lloraba cuando yo le metía el cuchillo. Un pan francés cualquiera y lloraba. Me desperté sin saber qué iba a pasar, yo creo que todavía tenía el cuchillo clavado en el pan cuando me desperté.


Tiens
—dijo Etienne.

—Ahora vos te das cuenta, uno se despierta de un sueño así, sale al pasillo a meter la cabeza debajo del agua, se vuelve a acostar, fuma toda la noche... Qué sé yo, era mejor que hablara con vos, aparte de que nos podríamos citar para ir a ver al viejito ese del accidente que te conté.

—Hiciste bien —dijo Etienne—. Parece un sueño de chico. Los chicos todavía pueden soñar cosas así, o imaginárselas. Mi sobrino me dijo una vez que había estado en la luna. Le pregunté qué había visto. Me contestó: «Había un pan y un corazón.» Te das cuenta que después de estas experiencias de panadería uno va no puede mirar a un chico sin tener miedo.

—Un pan y un corazón —repitió Oliveira—. Sí, pero yo solamente veo un pan. En fin. Ahí afuera hay una vieja que me empieza a mirar de mala manera. ¿Cuántos minutos se puede hablar en estas casillas?

—Seis. Después te va a golpear el vidrio. ¿Hay solamente una vieja?

—Una vieja, una mujer bizca con un chico, y una especie de viajante de comercio. Debe ser un viajante de comercio porque aparte de una libreta que está hojeando como un loco, le salen tres puntas de lápiz por el bolsillo de arriba.

—También podría ser un cobrador.

—Ahora llegan otros dos, un chico de unos catorce años que se hurga la nariz, y una vieja con un sombrero extraordinario, como para un cuadro de Cranach.

—Te vas sintiendo mejor —dijo Etienne.

—Sí, esta casilla no está mal. Lástima que haya tanta gente esperando. ¿Te parece que ya hemos hablado seis minutos?

—De ninguna manera —dijo Etienne—. Apenas tres, y ni siquiera eso.

Entonces la vieja no tiene ningún derecho de golpearme el vidrio, ¿no creés?

—Que se vaya al diablo. Por supuesto que no tiene derecho. Vos disponés de seis minutos para contarme todos los sueños que te dé la gana.

—Era solamente eso —dijo Oliveira— pero lo malo no es el sueño. Lo malo es que eso que llaman despertarse... ¿A vos no te parece que en realidad es ahora que yo estoy soñando?

—¿Quién te dice? Pero es un tema trillado, viejo, el filósofo y la mariposa, son cosas que se saben.

—Sí, pero disculpame si insisto un poco. Yo quisiera que te imaginaras un mundo donde podés cortar un pan en pedazos sin que se queje.

—Es difícil de creer, realmente —dijo Etienne.

—No, en serio, che. ¿A vos no te pasa que te despertás a veces con la exacta conciencia de que en ese momento empieza una increíble equivocación?

—En medio de esa equivocación —dijo Etienne— yo pinto magníficos cuadros y poco me importa si soy una mariposa o Fu-Manchú.

—No tiene nada que ver. Parece que gracias a diversas equivocaciones Colón llegó a Guanahani o como se llamara la isla. ¿Por qué ese criterio griego de verdad y de error?

—Pero si no soy yo —dijo Etienne, resentido. Fuiste vos el que habló de una increíble equivocación.

—También era una figura —dijo Oliveira—. Lo mismo que llamarle sueño.

Eso no se puede calificar, precisamente la equivocación es que no se puede decir siquiera que es una equivocación.

—La vieja va a romper el vidrio —dijo Etienne—. Se oye desde aquí.

—Que se vaya al demonio —dijo Oliveira—. No puede ser que hayan pasado seis minutos.

—Más o menos. Y además está la cortesía sudamericana, tan alabada siempre.

—No son seis minutos. Me alegro de haberte contado el sueño, y cuando nos veamos...

—Vení cuando quieras —dijo Etienne—. Ya no voy a pintar más esta mañana, me has reventado.

—¿Vos te das cuenta cómo me golpea el vidrio? —dijo Oliveira—. No solamente la vieja con cara de rata, sino el chico y la bizca. De un momento a otro va a venir un empleado.

—Te vas a agarrar a trompadas, claro.

—No, para qué. El gran sistema es hacerme el que no entiendo ni una palabra en francés.

—En realidad vos no entendés mucho —dijo Etienne.

—No. Lo triste es que para vos eso es una broma, y en realidad no es una broma. La verdad es que no quiero entender nada, si por entender hay que aceptar eso que llamábamos la equivocación. Che, han abierto la puerta, hay un tipo que me golpea en el hombro. Chau, gracias por escucharme.

—Chau —dijo Etienne.

Arreglándose el saco, Oliveira salió de la casilla. El empleado le gritaba en la oreja el repertorio reglamentario. «Si ahora tuviera el cuchillo en la mano», pensó Oliveira, sacando los cigarrillos, … «a lo mejor este tipo se pondría a cacarear o se convertiría en un ramo de flores». Pero las cosas se petrificaban, duraban terriblemente, había que encender el cigarrillo, cuidando de no quemarse porque le temblaba bastante la mano, y seguir oyendo los gritos del tipo que se alejaba, dándose vuelta cada dos pasos para mirarlo y hacerle gestos, y la bizca y el viajante de comercio lo miraban con un ojo y con el otro ya se habían puesto a vigilar a la vieja para que no se pasara de los seis minutos, la vieja dentro de la casilla era exactamente una momia quechua del Museo del Hombre, de esas que se iluminan si uno aprieta un botoncito. Pero era al revés como en tantos sueños, la vieja desde adentro apretaba el botoncito y empezaba a hablar con alguna otra vieja metida en cualquiera de las bohardillas del inmenso sueño.

(-76)

101

Alzando apenas la cabeza Pola veía el almanaque del PTT, una vaca rosa en un campo verde con un fondo de montañas violetas bajo un cielo azul, jueves 1, viernes 2, sábado 3, domingo 4, lunes 5, martes 6, Saint Mamert, Sainte Solange, Saint Achille, Saint Servais, Sait Boniface, lever 4 h.12, coucher 19 h.23, lever 4 h.10, coucher 19 h.24, lever coucher, lever coucher, levercoucher, coucher, coucher, coucher.

Pegando la cara al hombro de Oliveira besó una piel transpirada, tabaco y sueño. Con una mano lejanísima y libre le acariciaba el vientre, iba y venía por los muslos, jugaba con el vello, enredaba los dedos y tiraba un poco, suavemente, para que Horacio se enojara y la mordiera jugando. En la escalera se arrastraban unas zapatillas, Saint Ferdinand, Sainte Pétronille, Saint Fortuné, Sainte Blandine, un, deux, un, deux, derecha, izquierda, derecha, izquierda, bien, mal, bien, mal, adelante, atrás, adelante, atrás. Una mano andaba por su espalda, bajaba lentamente, jugando a la araña, un dedo, otro, otro, Saint Fortuné, Sainte Blandine, un dedo aquí, otro más allá, otro encima, otro debajo. La caricia la penetraba despacio, desde otro plano. La hora del lujo, del surplus, morderse despacio, buscar el contacto con delicadeza de exploración, con titubeos fingidos, apoyar la punta de la lengua contra una piel, clavar lentamente una uña, murmurar, coucher 19 h.24, Saint Ferdinand. Pola levantó un poco la cabeza y miró a Horacio que tenía los ojos cerrados. Se preguntó si también haría eso con su amiga, la madre del chico. A él no le gustaba hablar de la otra, exigía como un respeto al no referirse más que obligadamente a ella. Cuando se lo preguntó, abriéndole un ojo con dos dedos y besándolo rabiosa en la boca que se negaba a contestar, lo único consolador a esa hora era el silencio, quedarse así uno contra otro, oyéndose respirar, viajando de cuando en cuando con un pie o una mano hasta el otro cuerpo, emprendiendo blandos itinerarios sin consecuencias, restos de caricias perdidas en la cama, en el aire, espectros de besos, menudas larvas de perfumes o de costumbre. No, no le gustaba hacer eso con su amiga, solamente Pola podía comprender, plegarse tan bien a sus caprichos. Tan a la medida que era extraordinario. Hasta cuando gemía, porque en un momento había gemido, había querido librarse pero ya era demasiado tarde, el lazo estaba cerrado y su rebelión no había servido más que para ahondar el goce y el dolor, el doble malentendido que tenían que superar porque era falso, no podía ser que en un abrazo, a menos que sí, a menos que tuviera que ser así.

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