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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (37 page)

—En fin —dijo Oliveira—, ya que insistís en que me dé vuelta los bolsillos y ponga las pelusas sobre la mesa...

—Altro que dar vuelta los bolsillos. Mi impresión es que vos te quedás tan tranquilo viendo cómo a los demás se nos empieza a armar un corso a contramano. Buscás eso que llamás la armonía, pero la buscás justo ahí donde acabás de decir que no está, entre los amigos, en la familia, en la ciudad. ¿Por qué la buscás dentro de los cuadros sociales?

—No sé, che. Ni siquiera la busco. Todo me va sucediendo.

—¿Por qué te tiene que suceder a vos que los demás no podamos dormir por tu culpa?

—Yo también duermo mal.

—¿Por qué, para darte un ejemplo, te juntaste con Gekrepten? ¿Por qué me venís a ver? ¿Acaso no es Gekrepten, no somos nosotros los que te estamos estropeando la armonía?

—¡Quiere beber mandrágora! —gritó don Crespo estupefacto.

—¿Lo qué? —dijo la señora de Gutusso.

—¡Mandrágora! Le manda a la esclava que le sirva mandrágora. Dice que quiere dormir. ¡Está completamente loca!

Tendría de tomar Bromural —dijo la señora de Gutusso—. Claro que en esos tiempos...

—Tenés mucha razón, viejito —dijo Oliveira, llenando los vasos de caña—, con la única salvedad de que le estás dando a Gekrepten más importancia de la que tiene.

—¿Y nosotros?

—Ustedes, che, a lo mejor son ese coagulante de que hablábamos hace un rato. Me da por pensar que nuestra relación es casi química, un hecho fuera de nosotros mismos. Una especie de dibujo que se va haciendo. Vos me fuiste a esperar, no te olvides.

—¿Y por qué no? Nunca pensé que volverías con esa mufa, que te habrían cambiado tanto por allá, que me darías tantas ganas de ser diferente... No es eso, no es eso. Bah, vos ni vivís ni dejás vivir.

La guitarra, entre los dos, se paseaba por un cielito.

—No tenés más que chasquear los dedos así —dijo Oliveira en voz muy baja— y no me ven más. Sería injusto que por culpa mía, vos y Talita...

—A Talita dejala afuera.

—No —dijo Oliveira—. Ni pienso dejarla afuera. Nosotros somos Talita, vos y yo, un triángulo sumamente trismegístico. Te lo vuelvo a decir: me hacés una seña y me corto solo. No te creas que no me doy cuenta de que andás preocupado.

—No es con irte ahora que vas a arreglar mucho.

—Hombre, por qué no. Ustedes no me necesitan.

Traveler preludió
Malevaje,
se interrumpió. Ya era noche cerrada, y don Crespo encendía la luz del patio para poder leer.

—Mirá —dijo Traveler en voz baja—. De todas maneras alguna vez te mandarás mudar y no hay necesidad de que yo te ande haciendo señas. Yo no dormiré de noche, como te lo habrá dicho Talita, pero en el fondo no lamento que hayas venido. A lo mejor me hacía falta.

—Como quieras, viejo. Las cosas se dan así, lo mejor es quedarse tranquilo. A mí tampoco me va tan mal.

—Parece un diálogo de idiotas —dijo Traveler.

—De mongoloides puros —dijo Oliveira.

—Uno cree que va a explicar algo, y cada vez es peor.

—La explicación es un error bien vestido —dijo Oliveira—. Anotá eso.

—Sí, entonces más vale hablar de otras cosas, de lo que pasa en el Partido Radical. Solamente que vos... Pero es como las calesitas, siempre de vuelta a lo mismo, el caballito blanco, después el rojo, otra vez el blanco. Somos poetas, hermano.

—Unos vates bárbaros —dijo Oliveira llenando los vasos—. Gentes que duermen mal y salen a tomar aire fresco a la ventana, cosas así.

—Así que me viste, anoche.

—Dejame que piense. Primero Gekrepten se puso pesada y hubo que contemporizar. Livianito, nomás, pero en fin... Después me dormí a pata suelta, cosa de olvidarme. ¿Por qué me preguntás?

—Por nada —dijo Traveler, y aplastó la mano sobre las cuerdas. Haciendo sonar sus ganancias, la señora de Gutusso arrimó una silla y le pidió a Traveler que cantara.

—Aquí un tal Enobarbo dice que la humedad de la noche es venenosa —

informó don Crespo—. En esta obra están todos piantados, a la mitad de una batalla se ponen a hablar de cosas que no tienen nada que ver.

—Y bueno —dijo Traveler—, vamos a complacer a la señora, si don Crespo no se opone.
Malevaje,
tangacho de Juan de Dios Filiberto. Ah, pibe, haceme acordar que te lea la confesión de Ivonne Guitry, es algo grande. Talita, andá a buscar la antología de Gardel. Está en la mesita de luz, que es donde debe estar una cosa así.

—Y de paso me la devuelve —dijo la señora de Gutusso—. No es por nada pero a mí los libros me gusta tenerlos cerca. Mi esposo es igual, le juro.

(-47)

47

Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramente soy yo, defenderé ser yo hasta que no pueda más. Atalía, soy yo, Ego. Yo. Diplomada, argentina, una uña encarnada, bonita de a ratos, grandes ojos oscuros, yo. Atalía Donosi, yo. Yo. Yo-yo, carretel y piolincito. Cómico.

Manú, qué loco, irse a Casa América y solamente por divertirse alquilar este artefacto.
Rewind.
Qué voz, ésta no es mi voz. Falsa y forzada: «Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramente soy yo, defenderé...» STOP. Un aparato extraordinario, pero no sirve para pensar en voz alta, o a lo mejor hay que acostumbrarse, Manú habla de grabar su famosa pieza de radioteatro sobre las señoras, no va a hacer nada. El ojo mágico es realmente mágico, las estrías verdes que oscilan, se contraen, gato tuerto mirándome. Mejor taparlo con un cartoncito. REWIND. La cinta corre tan lisa, tan parejita. VOLUME. Poner en 5 o 5 ½: «El ojo mágico es realmente mágico, las estrías verdes que os...» Pero lo verdaderamente mágico sería que mi voz dijese: «El ojo mágico juega a la escondida, las estrías rojas...» Demasiado eco, hay que poner el micrófono más cerca y bajar el volumen. Soy yo, soy él. Lo que realmente soy es una mala parodia de Faulkner.

Efectos fáciles. ¿Dicta con un magnetófono o el whisky le sirve de cinta grabadora? ¿Se dice grabador o magnetófono? Horacio dice magnetófono, se quedó asombrado al ver el artefacto, dijo: «Qué magnetófono, pibe.» El manual dice grabador, los de Casa América deben saber. Misterio: Por qué Manú compra todo, hasta los zapatos, en Casa América. Una fijación, una idiotez. REWIND. Esto va a ser divertido: «...Faulkner. Efectos fáciles.» STOP. No es muy divertido volver a escucharme. Todo esto debe llevar tiempo, tiempo, tiempo. Todo esto debe llevar tiempo. REWIND. A ver si el tono es más natural: «...po, tiempo, tiempo. Todo esto debe...» Lo mismo, una voz de enana resfriada. Eso sí, ya lo manejo bien. Manú se va a quedar asombrado, me tiene tanta des confianza para los aparatos. A mí, una farmacéutica, Horacio ni siquiera se fijaría, lo mira a uno como un puré que pasa por el colador, una pasta zás que sale por el otro lado, a sentarse y a comer. ¿Rewind? No, sigamos, apaguemos la luz. Hablemos en tercera persona, a lo mejor... Entonces Talita Donosi apaga la luz y no queda más que el ojito mágico con sus estrías rojas (a lo mejor sale verde, a lo mejor sale violeta) y la brasa del cigarrillo. Calor, y Manú que no vuelve de San Isidro, las once y media. Ahí está Gekrepten en la ventana, no la veo pero es lo mismo, está en la ventana, en camisón, y Horacio delante de su mesita, con una vela, leyendo y fumando. La pieza de Horacio y Gekrepten no sé por qué es menos hotel que ésta. Estúpida, es tan hotel que hasta las cucarachas deben tener el número escrito en el lomo, y al lado se lo aguantan a don Bunche con sus tuberculosos a veinte pesos la consulta, los renguitos y los epilépticos. Y abajo el clandestino, y los tangos desafinados de la chica de los mandados. REWIND. Un buen rato, para remontar hasta por lo menos medio minuto antes. Se va contra el tiempo, a Manú le gustaría hablar de eso. Volumen 5: «...el número escrito en el lomo...»

Más atrás. REWIND. Ahora: «...Horacio delante de su mesita, con una vela verde...» STOP. Mesita, mesita. Ninguna necesidad de decir mesita cuando una es farmacéutica. Merengue puro. ¡Mesita! La ternura mal aplicada. Y bueno, Talita. Basta de pavadas. REWIND. Todo, hasta que la cinta esté a punto de salirse, el defecto de esta máquina es que hay que calcular tan bien, si la cinta se escapa se pierde medio minuto enganchándola de nuevo. STOP. Justo, por dos centímetros. ¿Qué habré dicho al principio? Ya no me acuerdo pero me salía una voz de ratita asustada, el conocido temor al micrófono. A ver, volumen 5 ½ para que se oiga bien. «Soy yo, soy él. Somos, pero soy yo, primeramen...» ¿Y por qué, por qué decir eso? Soy yo, soy él, y después hablar de la mesita, y después enojarme. «Soy yo, soy él. Soy yo, soy él.»

Talita cortó el grabador, le puso la tapa, lo miró con profundo asco y se sirvió un vaso de limonada. No quería pensar en la historia de la clínica (el Director decía «la clínica mental», lo que era insensato) pero si renunciaba a pensar en la clínica (aparte de que eso de renunciar a pensar era más una esperanza que una realidad) inmediatamente ingresaba en otro orden igualmente molesto. Pensaba en Manú y Horacio al mismo tiempo, en el símil de la balanza que tan vistosamente habían manejado Horacio y ella en la casilla del circo. La sensación de estar habitada se hacía entonces más fuerte, por lo menos la clínica era una idea de miedo, de desconocido, una visión espeluznante de locos furiosos en camisón, persiguiéndose con navajas y enarbolando taburetes y patas de cama, vomitando sobre las hojas de temperatura y masturbándose ritualmente. Iba a ser muy divertido ver a Manú y a Horacio con guardapolvos blancos, cuidando a los locos. «Voy a tener cierta importancia», pensó modestamente Talita. «Seguramente el Director me confiará la farmacia de la clínica, si es que tienen una farmacia. A lo mejor es un botiquín de primeros auxilios. Manú me va a tomar el pelo como siempre.» Tendría que repasar algunas cosas, tanto que se olvida, el tiempo con su esmeril suavecito, la batalla indescriptible de cada día de ese verano, el puerto y el calor, Horacio bajando la planchada con cara de pocos amigos, la grosería de despacharla con el gato, vos tomate el tranvía de vuelta que nosotros tenemos que hablar. Y entonces empezaba un tiempo que era como un terreno baldío lleno de latas retorcidas, ganchos que podían lastimar los pies, charcos sucios, pedazos de trapo enganchados en los cardos, el circo de noche con Horacio y Manú mirándola o mirándose, el gato cada vez más estúpido o francamente genial, resolviendo cuentas entre los alaridos del público enloquecido, las vueltas a pie con paradas en los boliches para que Manú y Horacio bebieran cerveza, hablando, hablando de nada, oyéndose hablar entre ese calor y ese humo y el cansancio. Soy YO, Soy él, lo había dicho sin pensarlo, es decir que estaba más que pensado, venía de un territorio donde las palabras eran como los locos en la clínica, entes amenazadores o absurdos viviendo una vida propia y aislada, saltando de golpe sin que nada pudiera atajarlos: Soy yo, soy él, y él no era Manú, él era Horacio, el habitador, el atacante solapado, la sombra dentro de la sombra de su pieza por la noche, la brasa del cigarrillo dibujando lentamente las formas del insomnio.

Cuando Talita tenía miedo se levantaba y se hacía un té de tilo y menta fifty fifty. Se lo hizo, esperando deseosa que la llave de Manú escarbara en la puerta. Manú había dicho con aladas palabras: «A Horacio vos no le importás un pito.» Era ofensivo pero tranquilizador. Manú había dicho que aunque Horacio se tirara un lance (y no lo había hecho, jamás había insinuado siquiera que) 

una de tilo 

una de menta 

el agüita bien caliente, primer hervor, stop 

ni siquiera en ese caso le importaría nada de ella. Pero entonces. Pero si no le importaba, por qué estar siempre ahí en el fondo de la pieza, fumando o leyendo,
estar
(soy yo, soy él) como necesitándola de alguna manera, sí, era exacto, necesitándola, colgándose de ella desde lejos como en una succión desesperada para alcanzar algo, ver mejor algo, ser mejor algo. Entonces no era: soy yo, soy él. Entonces era al revés: Soy él
porque soy yo.
Talita suspiró, levemente satisfecha de su buen raciocinio y de lo sabroso que estaba el té.

Pero no era solamente eso, porque entonces hubiera resultado demasiado sencillo. No podía ser (para algo está la lógica) que Horacio se interesara y a la vez no se interesara. De la combinación de las dos cosas debía salir una tercera, algo que no tenía nada que ver con el amor, por ejemplo (era tan estúpido pensar en el amor cuando el amor era solamente Manú, solamente Manú hasta la consumación de los tiempos), algo que estaba del lado de la caza, de la búsqueda, o más bien como una expectación terrible, como el gato mirando al canario inalcanzable, una especie de congelación del tiempo y del día, un agazapamiento. Terrón y medio, olorcito a campo. Un agazapamiento sin explicaciones de-este-lado-de-las-cosas, o hasta que un día Horacio se dignara hablar, irse, pegarse un tiro, cualquier explicación o materia sobre la cual imaginar una explicación. No ese estar ahí tomando mate y mirándolos, haciendo que Manú tomara mate y lo mirara, que los tres estuvieran bailando una lenta figura interminable. «Yo», pensó Talita, «debiera escribir novelas, se me ocurren ideas gloriosas». Estaba tan deprimida que volvió a enchufar el grabador y cantó canciones hasta que llegó Traveler. Los dos convinieron en que la voz de Talita no salía bien, y Traveler le demostró cómo había que cantar una baguala. Acercaron el grabador a la ventana para que Gekrepten pudiera juzgar imparcialmente, y hasta Horacio si estaba en su pieza, pero no estaba. Gekrepten encontró todo perfecto, y decidieron cenar juntos en lo de Traveler fusionando un asado frío que tenía Talita con una ensalada mixta que Gekrepten produciría antes de trasladarse enfrente. A Talita todo eso le pareció perfecto y a la vez tenía algo de cubrecama o cubretetera, de cubre cualquier cosa, lo mismo que el grabador o el aire satisfecho de Traveler, cosas hechas o decididas para poner encima, pero encima de qué, ése era el problema y la razón de que todo en el fondo siguiera como antes del té de tilo y menta fifty fifty.

(-110)

48

Al lado del Cerro —aunque ese Cerro no tenía lado, se llegaba de golpe y nunca se sabía bien si ya se estaba o no, entonces más bien cerca del Cerro—, en un barrio de casas bajas y chicos discutidores, las preguntas no habían servido de nada, todo se iba estrellando en sonrisas amables, en mujeres que hubieran querido ayudar pero no estaban al tanto, la gente se muda, señor, aquí todo ha cambiando mucho, a lo mejor si va a la policía quién le dice. Y no podía quedarse demasiado porque el barco salía al rato nomás, y aunque no hubiera salido en el fondo todo estaba perdido de antemano, las averiguaciones las hacía por las dudas, como una jugada de quiniela o una obediencia astrológica. Otro bondi de vuelta al puerto, y a tirarse en la cucheta hasta la hora de comer.

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