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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (19 page)

—Oh, yo lo sé todo, pero quédese quieto. Ossip —dijo de golpe la Maga, comprendiendo—, el tipo no golpeaba por el disco. Podemos poner otro si queremos.

—Madre mía, no.

—¿Pero no oye que sigue golpeando?

—Voy a subir y le romperé la cara dijo Gregorovius.

—Ahora mismo —apoyó la Maga, levantándose de un salto y dándole paso—.

Dígale que no hay derecho a despertar a la gente a la una de la mañana. Vamos, suba, es la puerta de la izquierda, hay un zapato clavado.

—¿Un zapato clavado en la puerta?

—Sí, el viejo está completamente loco. Hay un zapato y un pedazo de acordeón verde. ¿Por qué no sube?

—No creo que valga la pena dijo cansadamente Gregorovius—. Todo es tan distinto, tan inútil. Lucía, usted no comprendió que... En fin, de todas maneras ese sujeto se podría dejar de golpear.

La Maga fue hasta un rincón, descolgó algo que en la sombra parecía un plumero, y Gregorovius oyó un tremendo golpe en el cielo raso. Arriba se hizo el silencio.

—Ahora podremos escuchar lo que nos dé la gana —dijo la Maga.

«Me pregunto», pensó Gregorovius, cada vez más cansado.

—Por ejemplo —dijo la Maga— una sonata de Brahms. Qué maravilla, se ha cansado de golpear. Espere que encuentre el disco, debe andar por aquí. No se ve nada.

«Horacio está ahí afuera», pensó Gregorovius. «Sentado en el rellano, con la espalda apoyada en la puerta, oyendo todo. Como una figura de tarot, algo que tiene que resolverse, un poliedro donde cada arista y cada cara tiene su sentido inmediato, el falso, hasta integrar el sentido mediato, la revelación. Y así Brahms, yo, los golpes en el techo, Horacio: algo que se va encaminando lentamente hacia la explicación. Todo inútil, por lo demás.» Se preguntó qué pasaría si tratara de abrazar otra vez a la Maga en la oscuridad. «Pero él está ahí, escuchando. Sería capaz de gozar oyéndonos, a veces es repugnante.» Aparte de que le tenía miedo, eso le costaba reconocerlo.

—Debe ser éste —dijo la Maga—. Sí, es la etiqueta con una parte plateada y dos pajaritos. ¿Quién está hablando ahí afuera?

«Un poliedro, algo cristalino que cuaja poco a poco en la oscuridad» pensó Gregorovius. «Ahora ella va a decir esto y afuera va a ocurrir lo otro y yo... Pero no sé lo que es esto y lo otro.»

—Es Horacio —dijo la Maga. —Horacio y una mujer.

—No, seguro que es el viejo de arriba. —¿El del zapato en la puerta?

—Sí, tiene voz de vieja, es como una urraca. Anda siempre con un gorro de astrakán.

—Mejor no ponga el disco —aconsejó Gregorovius—. Esperemos a ver qué pasa.

—Al final no podremos escuchar la sonata de Brahms —dijo la Maga furiosa.

«Ridícula subversión de valores», pensó Gregorovius. «Están a punto de agarrarse a patadas en el rellano, en plena oscuridad o algo así, y ella sólo piensa en que no va a poder escuchar su sonata.» Pero la Maga tenía razón, era como siempre la única que tenía razón. «Tengo más prejuicios de lo que pensaba», se dijo Gregorovius. «Uno cree que porque hace la vida del
affranchi
, acepta los parasitismos materiales y espirituales de Lutecia, está ya del lado preadamita. Pobre idiota, vamos.»

—The rest is silence —dijo Gregorovius suspirando.

—Silence my foot —dijo la Maga, que sabía bastante inglés—. Ya va a ver que la empiezan de nuevo. El primero que va a hablar va a ser el viejo. Ahí está. Mais qu’est-ce que vous foutez? —remedó la Maga con una voz de nariz—. A ver qué le contesta Horacio. Me parece que se está riendo bajito, cuando empieza a reírse no encuentra las palabras, es increíble. Yo voy a ver lo que pasa.

—Estábamos tan bien —murmuró Gregorovius como si viera avanzar al ángel de la expulsión. Gérard David, Van der Weiden, el Maestro de Flemalle, a esa hora todos los ángeles no sabía por qué eran malditamente flamencos, con caras gordas y estúpidas pero recamados y resplandecientes y burguesamente condenatorios (Daddy-ordered-it, so-you-better-beat-it-you-lousy-sinners). Toda la habitación llena de ángeles, I looked up to heaven and what did I see/A band of angels comin’ after me, el final de siempre, ángeles policías, ángeles cobradores, ángeles ángeles. Pudrición de las pudriciones, como el chorro de aire helado que le subía por dentro de los pantalones, las voces iracundas en el rellano, la silueta de la Maga en el vano de la puerta.

—C’est pas des façons, ça —decía el viejo—. Empêcher les gens de dormir à cette heure c’est trop con. J’me plaindrai à la Police, moi, et puis qu’est-ce que vous foutez là, vous planqué par terre contre la porte? J’aurais pu me casser la gueule, merde alors.

—Andá a dormir, viejito —decía Horacio, tirado cómodamente en el suelo.

—Dormir, moi, avec le bordel que fait votre bonne femme? Ça alors comme culot, mais je vous préviens, ça ne passera pas comme ça, vous aurez de mes nouvelles.


Mais de mon frère le Poéte on a eu des nouvelles
—dijo Horacio, bostezando—.

¿Vos te das cuenta este tipo?

—Un idiota —dijo la Maga—. Uno pone un disco bajito, y golpea. Uno saca el disco, y golpea lo mismo. ¿Qué es lo que quiere, entonces?

—Bueno, es el cuento del tipo que sólo dejó caer un zapato, che.

—No lo conozco dijo la Maga.

—Era previsible —dijo Oliveira—. En fin, los ancianos me inspiran un respeto mezclado con otros sentimientos, pero a éste yo le compraría un frasco de formol para que se metiera adentro y nos dejara de joder.


Et en plus ça m’insulte dans son charabia de sales metèques —dijo el viejo—. On est en France, ici. Des salauds, quoi. On devrait vous mettre à la porte, c’est une honte. Q’est-ce que fait le Gouvernement, je me demande. Des Arabes, tous des fripouilles, bande de tueurs
.

—Acabala con los sales metèques, si supieras la manga de franchutes que juntan guita en la Argentina —dijo Oliveira—. ¿Qué estuvieron escuchando, che? Yo recién llego, estoy empapado.

—Un cuarteto de Schoenberg. Ahora yo quería escuchar muy bajito una sonata de Brahms.

—Lo mejor va a ser dejarla para mañana —contemporizó Oliveira, enderezándose sobre un codo para encender un Gauloise—. Rentrez chez vous, monsieur, on vous emmerdera plus pour ce soir.


Des fainéants —dijo el viejo—. Des tueurs, tous
.

A la luz del fósforo se veía el gorro de astrakán, una bata grasienta, unos ojillos rabiosos. El gorro proyectaba sombras gigantescas en la caja de la escalera, la Maga estaba fascinada. Oliveira se levantó, apagó el fósforo de un soplido y entró en la pieza cerrando suavemente la puerta.

—Salud —dijo Oliveira—. No se ve ni medio, che.

—Salud —dijo Gregorovius—. Menos mal que te lo sacaste de encima.

—Per modo di dire. En realidad el viejo tiene razón, y además es viejo.

—Ser viejo no es un motivo —dijo la Maga.

—Quizá no sea un motivo pero sí un salvoconducto.

—Vos dijiste un día que el drama de la Argentina es que está manejada por viejos.

—Ya cayó el telón sobre ese drama —dijo Oliveira—. Desde Perón es al revés, los que tallan son los jóvenes y es casi peor, qué le vas a hacer. Las razones de edad, de generación, de títulos y de clase son un macaneo inconmensurable. Supongo que si todos estamos susurrando de manera tan incómoda se debe a que Rocamadour duerme el sueño de los justos.

—Sí, se durmió antes de que empezáramos a escuchar música. Estás hecho una sopa, Horacio.

—Fui a un concierto de piano —explicó Oliveira.

—Ah —dijo la Maga—. Bueno, sacate la canadiense, y yo te cebo un mate bien caliente.

—Con un vaso de caña, todavía debe quedar media botella por ahí.

—¿Qué es la caña? —preguntó Gregorovius—. ¿Es eso que llaman grapa?

—No, más bien como el barack. Muy bueno para después de los conciertos, sobre todo cuando ha habido primeras audiciones y secuelas indescriptibles. Si encendiéramos una lucecita nimia y tímida que no llegara a los ojos de Rocamadour.

La Maga prendió una lámpara y la puso en el suelo, fabricando una especie de Rembrandt que Oliveira encontró apropiado. Vuelta del hijo pródigo, imagen de retorno aunque fuera momentáneo y fugitivo, aunque no supiera bien por qué había vuelto subiendo poco a poco las escaleras y tirándose delante de la puerta para oír desde lejos el final del cuarteto y los murmullos de Ossip y la Maga. «Ya deben haber hecho el amor como gatos», pensó, mirándolos. Pero no, imposible que hubieran sospechado su regreso esa noche, que estuvieran tan vestidos y con Rocamadour instalado en la cama. Si Rocamadour instalado entre dos sillas, si Gregorovius sin zapatos y en mangas de camisa... Además, qué carajo importaba si el que estaba ahí de sobra era él, chorreando canadiense, hecho una porquería.

—La acústica —dijo Gregorovius—. Qué cosa extraordinaria el sonido que se mete en la materia y trepa por los pisos, pasa de una pared a la cabecera de una cama, es para no creerlo. ¿Ustedes nunca tomaron baños de inmersión?

—A mí me ha ocurrido —dijo Oliveira, tirando la canadiense a un rincón y sentándose en un taburete.

—Se puede oír todo lo que dicen los vecinos de abajo, basta meter la cabeza en el agua y escuchar. Los sonidos se transmiten por los caños, supongo. Una vez, en Glasgow, me enteré de que los vecinos eran trotzkistas.

—Glasgow suena a mal tiempo, a puerto lleno de gente triste —dijo la Maga.

—Demasiado cine —dijo Oliveira—. Pero este mate es como un indulto, che, algo increíblemente conciliatorio.

Madre mía, cuánta agua en los zapatos. Mirá, un mate es como un punto y aparte. Uno lo toma y después se puede empezar un nuevo párrafo.

—Ignoraré siempre esas delicias pampeanas —dijo Gregorovius—. Pero también se habló de una bebida, creo.

—Traé la caña —mandó Oliveira—. Yo creo que quedaba más de media botella.

—¿La compran aquí? —preguntó Gregorovius.

«¿Por qué diablos habla en plural?», pensó Oliveira. «Seguro que se han revolcado toda la noche, es un signo inequívoco. En fin.»

—No, me la manda mi hermano, che. Tengo un hermano rosarino que es una maravilla. Caña y reproches, todo viene en abundancia.

Le pasó el mate vacío a la Maga, que se había acurrucado a sus pies con la pava entre las rodillas. Empezaba a sentirse bien. Sintió los dedos de la Maga en un tobillo, en los cordones del zapato. Se lo dejó quitar, suspirando. La Maga sacó la media empapada y le envolvió el pie en una hoja doble del
Figaro Littéraire.
El mate estaba muy caliente y muy amargo.

A Gregorovius le gustó la caña, no era como el barack pero se le parecía. Hubo un catálogo minucioso de bebidas húngaras y checas, algunas nostalgias. Se oía llover bajito, todos estaban tan bien, sobre todo Rocamadour que llevaba más de una hora sin chistar. Gregorovius hablaba de Transilvania, de unas aventuras que había tenido en Salónica. Oliveira se acordó de que en la mesa de luz había un paquete de Gauloises y una zapatillas de abrigo. Tanteando se acercó a la cama. «Desde París cualquier mención de algo que esté más allá de Viena suena a literatura», decía Gregorovius, con la voz del que pide disculpas. Horacio encontró los cigarrillos, abrió la puerta de la mesa de luz para sacar las zapatillas. En la penumbra veía vagamente el perfil de Rocamadour boca arriba. Sin saber demasiado por qué le rozó la frente con un dedo. «Mi madre no se animaba a mencionar la Transilvania, tenía miedo de que la asociaran con historias de vampiros, como si eso... Y el tokay, usted sabe...» De rodillas al lado de la cama, Horacio miró mejor. «Imagínese desde Montevideo», decía la Maga. «Uno cree que la humanidad es una sola cosa, pero cuando se vive del lado del Cerro... ¿El tokay es un pájaro?» «Bueno, en cierto modo.» La reacción natural, en esos casos. A ver: primero... («¿Qué quiere decir en cierto modo? ¿Es un pájaro o no es un pájaro?») Pero no había más que pasar un dedo por los labios, la falta de respuesta. «Me he permitido una figura poco original, Lucía. En todo buen vino duerme un pájaro.» La respiración artificial, una idiotez. Otra idiotez, que le temblaran en esa forma las manos, estaba descalzo y con la ropa mojada (habría que friccionarlo con alcohol, a lo mejor obrando enérgicamente).
«Un soir, l’âme du vin chantait dans les bouteilles»
, escandía Ossip. «Ya Anacreonte, creo...» Y se podía casi palpar el silencio resentido de la Maga, su nota mental: Anacreonte, autor griego jamás leído. Todos lo conocen menos yo. ¿Y de quién sería ese verso,
un soir, l’âme du vin?
La mano de Horacio se deslizó entre las sábanas, le costaba un esfuerzo terrible tocar el diminuto vientre de Rocamadour, los muslos fríos, más arriba parecía haber como un resto de calor pero no, estaba tan frío. «Calzar en el molde», pensó Horacio. «Gritar, encender la luz, armar la de mil demonios normal y obligatoria. ¿Por qué?» Pero a lo mejor, todavía... «Entonces quiere decir que este instinto no me sirve de nada, esto que estoy sabiendo desde abajo. Si pego el grito es de nuevo Berthe Trépat, de nuevo la estúpida tentativa, la lástima. Calzar en el guante, hacer lo que debe hacerse en esos casos. Ah, no, basta. ¿Para qué encender la luz y gritar si sé que no sirve para nada? Comediante, perfecto cabrón comediante. Lo más que se puede hacer es...» Se oía el tintinear del vaso de Gregorovius contra la botella de caña. «Sí, se parece muchísimo al barack.» Con un Gauloise en la boca, frotó un fósforo mirando fijamente. «Lo vas a despertar», dijo la Maga, que estaba cambiando la yerba. Horacio sopló brutalmente el fósforo. Es un hecho conocido que si las pupilas, sometidas a un rayo luminoso, etc. Quod erat demostrandum. «Como el barack, pero un poco menos perfumado», decía Ossip.

—El viejo está golpeando otra vez —dijo la Maga.

—Debe ser un postigo— dijo Gregorovius.

—En esta casa no hay postigos. Se ha vuelto loco, seguro.

Oliveira se calzó las zapatillas y volvió al sillón. El mate estaba estupendo, caliente y muy amargo. Arriba golpearon dos veces, sin mucha fuerza.

—Está matando las cucarachas —propuso Gregorovius.

—No, se ha quedado con sangre en el ojo y no quiere dejarnos dormir. Subí a decirle algo, Horacio.

—Subí vos —dijo Oliveira—. No sé por qué, pero a vos te tiene más miedo que a mí. Por lo menos no saca a relucir la xenofobia, el apartheid y otras segregaciones.

—Si subo le voy a decir tantas cosas que va a llamar a la policía.

—Llueve demasiado. Trabajátelo por el lado moral, elogiale las decoraciones de la puerta. Aludí a tus sentimientos de madre, esas cosas. Andá, haceme caso.

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