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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el aprendiz de mago (14 page)

BOOK: Raistlin, el aprendiz de mago
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Tinta y plantas. Recitar palabras sin sentido un día tras otro. ¿Dónde estaba la magia? ¿Cuándo vendría a él? ¿Vendría a él? Se estremeció con un repentino escalofrío. Rosamun le rodeó la cintura con el brazo y apoyó la mejilla en la suya.

—¿Ves? Te arde la piel. Creo que debes de tener fiebre. ¡No vuelvas a esa horrenda escuela! Sólo consigues ponerte enfermo. Quédate conmigo y te enseñaré todo cuanto necesitas saber.

»Leeremos libros juntos y haremos cuentas como solíamos hacer cuando eras pequeño. Me harás compañía.

Raistlin reflexionó sobre ello y descubrió que la idea le resultaba sorprendentemente tentadora.

No más necedades de maese Theobald; no más noches solitarias y silenciosas en el dormitorio colectivo, una soledad que se acentuaba porque era compartida; no más de este tormento interior, esta incertidumbre, este constante cuestionarse, este dudar.

¿Qué le había ocurrido a la magia? ¿Dónde se había escondido? ¿Por qué su sangre ardía más al ver a una estúpida chica que cuando copiaba esas «oes» y «eis»?

Había perdido la magia. O era eso o era que nunca había alentado dentro de él y se había estado engañando a sí mismo. Había llegado el momento de admitir su derrota, de admitir que había fracasado. Volver a casa. Encerrarse en este acogedor y cómodo cuarto, caliente, a salvo, rodeado por el amor de su madre. Se ocuparía de ella, la cuidaría, diría a la viuda Judith que se marchara con viento fresco.

Raistlin agachó la cabeza para que Rosamun no viera su amargura y su infelicidad. Sin embargo, su madre no advirtió su estado de ánimo; le acarició la mejilla y, alegremente, le hizo girar el rostro hacia el espejo que se había traído de Palanthas y que era su más preciada posesión, uno de los pocos vestigios que le quedaban de su adolescencia.

—Lo pasaremos estupendamente tú y yo. ¡Mira! —dijo, engatusadora, contemplando con sonrisa complaciente los dos rostros reflejados—. ¡Mira cómo nos parecemos!

Raistlin no era supersticioso, pero las palabras dichas inocentemente por su madre eran tan agoreras que se estremeció sin poder evitarlo.

—Estás temblando —dijo, preocupada, Rosamun—. ¡Ahí está, te dije que tenías fiebre! ¡Ven y acuéstate!

—No, madre, estoy bien. Madre, por favor...

Procuró apartarse de ella poco a poco. Su contacto, que antes le había parecido tan reconfortante, le resultaba ahora detestable. Lo avergonzaba y espantaba sentir eso por su madre, pero no podía remediarlo.

Rosamun lo estrechó más contra sí y apoyó la mejilla en su brazo; el muchacho era por lo menos un palmo más alto que ella.

—Estás tan delgado... —dijo—. Demasiado. La comida no se pega a tus huesos. La consumes.

»Y es por esa escuela, que te está enfermando, estoy segura. La enfermedad es un castigo para aquellos que no recorren el camino de la rectitud; es lo que dice la viuda Judith.

Raistlin no oía a su madre, no la estaba escuchando. Se estaba asfixiando, como si alguien apretara una almohada sobre su nariz y su boca. Ansiaba soltarse de su madre y salir al exterior, donde podría inhalar profunda y repetidamente el aire fresco. Deseaba echar a correr y no parar, perderse en la noche perfumada, emprender viaje por una calzada que lo llevara a cualquier parte, pero lejos de allí.

En ese momento, Raistlin descubrió una afinidad con su hermanastra, Kitiara; comprendía por qué se había marchado, sabía cómo debió de sentirse. La envidió por su vida en libertad, maldijo su frágil cuerpo que lo mantenía encadenado al hogar de la casa, atado a su clase de la escuela.

Siempre había dado por hecho que la magia lo liberaría del mismo modo que la espada de Kitiara la había liberado a ella.

Pero ¿y si la magia no le daba la libertad? ¿Y si no volvía a él? ¿Y si era verdad que había perdido el don?

Miró el espejo, vio el rostro de su madre, estragado por los sueños, y cerró los ojos para dejar fuera el miedo.

3

Estaba nevando. Las clases terminaron temprano y se mandó a los chicos a jugar fuera hasta la hora de la cena; era saludable hacer ejercicio en el frío, dilatar los pulmones. Los alumnos sabían la verdadera razón de que los mandaran salir: el maestro quería librarse de ellos.

Maese Theobald había estado extrañamente preocupado durante todo el día, con la mente —lo que quedara de ella— en otra parte. Dio la clase distraídamente, sin que al parecer le importara si aprendían algo o no. No había recurrido a la vara de sauce ni una sola vez, aunque uno de los chicos se había quedado dormido poco después de comer, y continuó dormido, profunda y sonoramente, durante el resto de la tarde.

La mayoría de los alumnos tomaron tal distracción del maestro como un agradable cambio; no obstante, para tres de ellos resultó desagradable en extremo por el hecho de que maese Theobald se sumía de tanto en tanto en largos y absortos silencios durante los cuales su mirada vagaba sobre estos tres jóvenes, los mayores de la clase. Raistlin era uno de ellos.

Fuera, los otros chicos aprovecharon la copiosa nevada para construir un fuerte, formar ejércitos y arrojarse unos a otros bolas de nieve. Raistlin se arrebujó en la cálida y gruesa capa —un regalo de despedida, extraño sobremanera, de la viuda Judith—, dejó a los otros con sus estúpidos juegos y se fue a dar un paseo por la pinada que había en la parte norte de la escuela.

No soplaba el viento, y la nieve otorgaba una profunda quietud a la tierra apagando todos los sonidos, incluso el agudo griterío de los chicos. El silencio envolvía al muchacho. Los árboles estaban muy quietos y los animales se hallaban escondidos en sus nidos o madrigueras o cubiles, sumidos en el sueño invernal. Todos los colores se habían borrado, dejando en su ausencia el blanco de los copos de nieve, el negro de los troncos húmedos de los árboles, el gris pizarroso del encapotado cielo.

Raistlin se paró al borde del bosque. Tenía intención de caminar entre los árboles, de seguir una vereda obstruida por la nieve que conducía a un recoleto claro. En él había un tronco caído que le servía de asiento. Este era el refugio de Raistlin, su rincón secreto. Nadie lo conocía. Los pinos ocultaban el claro, haciéndolo invisible desde la escuela y el patio de recreo. Acudía allí a reflexionar, a madurar una idea con cuidado, a repasar sus notas, a recitar para sus adentros las letras del alfabeto del lenguaje arcano.

Cuando por primera vez marcó como suyo aquel rincón estaba seguro de que los otros chicos acabarían encontrándolo y estropeándolo, llevándose el tronco a rastras, quizá; tirando los restos de comida en el suelo; vaciando los orinales en él. No ocurrió nada de eso porque sus condiscípulos dejaron el claro en paz. Sabían que iba a alguna parte solo, pero no hicieron intención de seguirlo y Raistlin se alegró al principio. Por fin lo respetaban.

Pero su complacencia desapareció muy pronto, porque no tardó en darse cuenta de que los demás lo dejaban en paz porque, tras el incidente de las ortigas, lo detestaban. Nunca les había gustado, pero ahora le tenían tal recelo que no encontraban placer en importunarlo. Lo dejaron solo, haciéndole un vacío.

«Debería celebrar este cambio», se dijo para sus adentros.

Pero no lo hacía, y comprendió que, en el fondo, disfrutaba con la atención de los demás a pesar de que esa atención lo hubiera molestado, herido o encolerizado. Por lo menos al mofarse de él lo reconocían como uno de ellos. Ahora era un proscrito.

Había pensado caminar hasta el claro, pero, plantado en la linde del bosque, viendo el liso manto de nieve de heladas ondas agolpándose alrededor de los troncos de los árboles, no entró.

La nieve era perfecta, tanto que no se sintió capaz de pisarla y dejar un rastro de huellas que estropeara esa perfección. La campana de la escuela repicó; Raistlin agachó la cabeza para resguardarse de los gélidos copos que la ligera brisa que se estaba levantando le lanzaba a los ojos. Se dio media vuelta y desanduvo el camino trabajosamente a través del silencio, del blanco, del negro y del gris, de vuelta al calor y al letargo y a la soledad de la clase.

Los chicos se cambiaron las ropas mojadas y engulleron la cena, que se tomaron bajo la mirada vigilante, y en cierto modo absorta, de Marm. Maese Theobald sólo entraba en el comedor si se hacía necesario impedir que el suelo acabara lleno de sopa.

Marm informaba de cualquier fechoría al maestro, de modo que los lanzamientos de bolitas de pan y los buches de sopa escupida tenían que reducirse al mínimo. Los chicos estaban cansados y hambrientos después de las encarnizadas batallas, por lo que hubo menos payasadas de lo habitual. En el enorme comedor reinaba un relativo silencio salvo por alguna que otra risita contenida, así que los muchachos se quedaron muy sorprendidos cuando entró maese Theobald.

Se pusieron de pie precipitadamente, haciendo mucho ruido, mientras se limpiaban la grasa de la barbilla con el envés de la mano. Consideraban indignante esta intromisión; la hora de la cena era suya, personal, y el maestro no tenía derecho ni razón para entrometerse.

Theobald no vio los inquietos pies moviéndose, los ceños fruncidos, las miradas hoscas, o decidió hacer caso omiso de ello. Sus ojos localizaron a los tres mayores: Jon Farnish; Gordon, el frustrado carnicero; y Raistlin Majere.

Raistlin supo de inmediato a qué había ido el maestro, lo que iba a decir, lo que iba a pasar.

Ignoraba cómo lo sabía: premonición, alguna ramificación hereditaria del talento de su madre o simplemente deducción lógica. Ni lo sabía ni le importaba. No podía pensar con claridad. Se quedó frío, más que la nieve, sintiendo en su interior la pugna que libraba el miedo y un júbilo exultante. El pan que sostenía cayó de sus dedos enervados; el suelo pareció inclinarse bajo sus pies, y tuvo que apoyarse en la mesa para permanecer en pie.

Maese Theobald pronunció los nombres de los tres, nombres que Raistlin apenas oyó a través del retumbo de sus oídos, un ruido semejante al de las llamas subiendo impetuosas por una chimenea.

—Acercaos —dijo el maestro.

Raistlin no podía moverse; lo aterraba la idea de desplomarse en el suelo. Se sentía muy débil, como si estuviera poniéndose enfermo. La imagen de Jon Farnish, avanzando torpemente por el comedor con aire culpable, convencido de que estaba en apuros, hizo aparecer una sonrisa despectiva en los labios de Raistlin. Su cabeza se despejó, el fuego de la chimenea se consumió de repente, y el joven echó a andar, consciente de su porte digno.

Se paró delante de Theobald, oyó las palabras del maestro en sus huesos, sin tener conciencia de haberlas escuchado en los oídos.

—He decidido, tras considerarlo larga y cuidadosamente, que los tres, en virtud de vuestra edad y vuestras previas actuaciones, os sometáis a una prueba esta noche a fin de determinar vuestra habilidad para poner en uso los conocimientos adquiridos. Vaya, no os asustéis.

Los ojos de Gordon, muy abiertos por la consternación, parecían a punto de salirse de las órbitas.

—Esta prueba no es en absoluto peligrosa —continuó el maestro en tono tranquilizador—. Si fracasáis, no os ocurrirá nada malo. La prueba me revelará si vuestra elección de estudiar magia es acertada o no. En caso de que no lo sea, informaré a vuestros padres y a cualquier otro interesado en vuestro bienestar —aquí miró duramente a Raistlin— que, en mi opinión, vuestra permanencia aquí es una pérdida de tiempo y dinero.

— ¡Nunca quise venir! —exclamó Gordon, sudoroso—. ¡Jamás! ¡Yo quiero ser carnicero!

Alguien se echó a reír. Encolerizado, el maestro buscó al culpable, que de inmediato calló y se escondió detrás de uno de sus compañeros. Los demás guardaban silencio. Seguro de que el orden se había restablecido, Theobald miró a sus alumnos mayores.

—Confío en que vosotros dos no seáis de su misma opinión.

—Espero con impaciencia esa prueba, maestro —dijo Jon Farnish, sonriendo.

Raistlin lo odió; podría haberlo matado allí mismo, en ese instante. ¡Eso quería haberlo dicho él!

Hablar con esa despreocupación y esa confianza... Pero, en cambio, sólo fue capaz de farfullar, balbuciente: —Es... estoy... preparado.

Maese Theobald resopló como si dudara mucho de la realidad de esa manifestación.

Veremos. Venid conmigo. Los condujo fuera del comedor. El desdichado Gordon iba lloriqueando y protestando; Jon Farnish, anhelante y sonriente, como si esto fuera la hora del recreo, y Raistlin, con las rodillas tan temblorosas que apenas podía caminar.

Vio su vida puesta en una balanza en este instante, como el cuchillo que Caramon sostenía en equilibrio por la punta sobre la mesa de la cocina. Se imaginó siendo expulsado de la escuela mañana por la mañana, enviado a casa con un pequeño hatillo de ropa, deshonrado. Imaginó a los chicos alineados en el pasillo, riéndose y abucheándolo, celebrando su caída. Y de vuelta en casa, con los torpes intentos de Caramon de consolarlo, y el alivio de su madre, y la compasión de su padre.

¿Y cuál sería su futuro sin la magia?

De nuevo Raistlin se quedó helado, de los pies a la cabeza, frío y tieso como el hielo con el terrible conocimiento de sí mismo.

Sin la magia, no había futuro para él. Maese Theobald los llevó a través de la biblioteca y por un pasillo hasta una puerta cerrada mágicamente que conducía a sus aposentos privados. Todos los chicos sabían adonde daba esa puerta, y entre ellos hablaban de que podía accederse a través de ella al laboratorio del maestro, del que tan a menudo hablaba. Una noche, un grupo de muchachos, dirigidos por Jon Farnish, habían hecho un intento fallido de anular la magia de la cerradura. Jon tuvo que explicar al día siguiente cómo se había quemado los dedos.

Con los tres muchachos pegados a los talones, el maestro se detuvo delante de la puerta. Musitó quedamente varias palabras mágicas que Raistlin, a pesar del tumulto que sacudía su espíritu, se esforzó por escuchar.

No tuvo éxito. Las palabras carecían de sentido para él, no podía pensar ni concentrarse, y salieron de su cerebro casi en el mismo instante de entrar en él. Tenía la mente en blanco, completamente. Era incapaz de recordar cómo deletrear su propio nombre, cuanto menos el complicado lenguaje de la magia.

La puerta se abrió. Maese Theobald agarró a Gordon, quien, aprovechando la realización del conjuro, intentaba hacer una discreta desaparición. El maestro clavó sus regordetes dedos en el hombro de Gordon y lo introdujo de un empujón en una sala de estar, sin hacer caso de sus lloriqueos y protestas. Jon Farnish y Raistlin entraron tras ellos, y la puerta se cerró a su espalda.

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