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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (13 page)

Pergaminos de Qumrán,

La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas.

Capítulo 1

Iniciamos un largo periplo por miles de kilómetros y miles de años.

De hecho, recorríamos el sendero que lleva a la guerra, pero no pensábamos en ello. Pues no teníamos miedo, al comienzo. Desconocíamos todavía el sabor de las atrocidades y los horrores que el hombre puede cometer cuando su fe ha flaqueado. Pues el hombre comete el mal más por debilidad que por fuerza y maldad. Hace el mal para asegurarse la existencia cuando la siente vacilar en las arenas movedizas de la contingencia. Alejándose, entonces, del infinito del Bien, busca otro infinito en el que pueda descansar su frágil existencia: y así llega el Mal. El hombre se apoya en él y aspira a él como se desea el Bien. Y no hablo del mal que se comete comúnmente, sin pensar en ello, que no tiene consecuencia ni fin, sino que hablo del Mal absoluto. El Mal razonado y ampliamente madurado, el Mal premeditado y concienzudo, aquel que encuentra sus víctimas favoritas en las almas sencillas y buenas, las de los justos y las de los sabios. Nadie sabe de qué está vengándose en su refinamiento de vicio y perversidad, nadie sabe por qué se expansiona, solo, saqueando la inocencia, ni por qué reincide de nuevo y siempre, pero su mal, el mal del Mal, debe de ser terrible para ser tan malvado. Pues al Mal le duele el alma, de lo contrario no devolvería el Mal.

Hablo del Mal absoluto que sólo se deleita asolando con todo su ser las débiles fuerzas del Bien y nunca se sacia, pues el Bien es tan infinito como el Mal malvado en su infinitud. Hablo del Mal absoluto que es, por esencia, un mal insatisfecho.

Tras la creación del mundo, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, para que sometiera los peces del mar, los pájaros del cielo, los animales, toda la tierra y todas las bestezuelas que se mueven en la tierra y, contemplando lo que había hecho, estuvo contento y consideró que estaba bien. Pero tal vez ignoraba qué abominable conjura se tramaba tras aquella invención. Pues no era un espejo de sí mismo lo que había formado a través del hombre: había creado el Mal. Nuestra Biblia dice que el Mesías llega al final de una terrible guerra entre el Bien y el Mal. Los rollos llaman a esta guerra: «La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas».

Partimos. Era la primera vez que yo viajaba en avión y me pareció que iba a alejarme de mi tierra natal por una eternidad. Con la velocidad, la distancia parecía devorar el tiempo. Cuando llegué a Nueva York, sentí una especie de envejecimiento.

Nuestro hotel se hallaba en Williamsburg, el barrio hasídico de Brooklyn, y ciertamente aquello no me hacía sentir ajeno. El lugar se parecía extrañamente a Mea Shearim. Aquellos con quienes me cruzaba eran como yo, con barba, tirabuzones y shtreimel. Las ropas eran, sin embargo, más diversas y sus sutiles matices dibujaban una verdadera gramática vestimentaria. Algunos llevaban, en vez de levita, el
holot
, especie de bata oscura de solapas redondas y cortas, con un cinturón fijado a la chaqueta con nudos y botones. Los más ricos habían colgado de sus shtreimel colas de cebellina. Otros, menos acomodados, llevaban el
qapilush
, gran sombrero de fieltro y ala ancha, provisto de una cinta de seda mate. De acuerdo con su atavío, podía reconocerse a qué tendencia pertenecía cada cual, quién era húngaro, quién de Galitzia, quién formaba parte del Satmar, movimiento antisionista esencialmente americano, quién del Habab, misionero y mesiánico, extendido por todo el mundo, quién pertenecía al Gur, consagrado al estudio, y quién al Vishnitz o al Belz. Sin embargo, todos caminaban con el paso apresurado característico del hasid. Por todas partes había grupos de alumnos de las yeshivoth, compañeros de estudios que discutían animadamente un pasaje difícil. Se veían también familias enteras, muy numerosas; los hermanos mayores arrastraban a los más jóvenes que, por su parte, llevaban en brazos a los bebés. «Creced y multiplicaos.»

La noche de nuestra llegada era un Sabbath. Centenares de hasidim se apretujaban en las calles dirigiéndose a la sinagoga. Decidí ir a orar y, por lo que creí un milagro, conseguí convencer a mi padre de que me acompañase. Este, a pesar de no llevar el shtreimel ni la chaqueta negra, no parecía hallarse incómodo entre aquella multitud vestida de fiesta. Los demás me preguntaron qué estaba haciendo yo con él, si era mi padre o un amigo, o tal vez un reclutado reciente, un
baal teshuva
, como había muchos.

Los hasidim nos invitaron a la velada, de acuerdo con la costumbre, pues es una obligación tener invitados el día de Sabbath. Aquella noche había un banquete. Los fieles bebieron y bailaron como alucinados.

El rabí, jefe de la comunidad, presidía la gran mesa suntuosamente puesta en honor del Sabbath. A mi padre le sorprendió ver que varios jóvenes observaban ávidamente al rabí sin decir palabra.

—Mirar al rabí mientras bebe y come es una enorme merced para un hasid —le dije—. Se debe escrutar atentamente sus menores gestos pues podrían contener un signo esencial, una nueva orientación para la vida. Cuando el rabí levanta un dedo, el mundo entero tiembla.

—¿Y si el rabí es sólo un vejestorio, incapaz de comer con pulcritud? Mira: víctima de la bebida, está adormeciéndose.

—Para ellos, este anciano representa el vínculo entre el cielo y la tierra, es el que carga con el sufrimiento del mundo. Tal vez sea el último de los justos, aquel cuyas virtudes salvarán a toda la comunidad. El vino que ha bendecido, el arenque que ha dejado en su plato, pero que ha tocado con sus dedos, son objetos santos que nos enseñan que comer es un acto religioso, no destinado a la satisfacción de las necesidades vitales sino a la depuración del cuerpo humano, gracias a la vitalidad divina que los elementos contienen. Es un acto místico de comunión con lo divino, como la devequt.

El rabí se levantó de la mesa. Inmediatamente, uno de los hasidim que estaba a su lado se apresuró a devorar los restos de su comida. Mi padre me lanzó una mirada interrogadora.

—Ingerir algunos restos abandonados en el plato del rabí, llevarse a los labios las últimas gotas de vino que han quedado en su pocillo es asegurarse la bendición eterna —expliqué.

—Pero tú no crees realmente en eso, ¿verdad? —preguntó con aire casi suplicante—. Dime que no lo crees.

—Creo en el poder de los rabinos. Creo que éste es un hombre al que debemos un respeto infinito. Creo —añadí débilmente—, que debiéramos hablarle de los manuscritos. Estoy seguro de que podrá ayudarnos.

—¿Ayudarnos? ¡Pero si no sabe nada de ello! ¡No le creerás omnisciente!

—Nunca se sabe.

Al día siguiente, al anochecer, teníamos cita con Matti, el hijo del profesor Ferenkz que estuvo en el origen del descubrimiento de los manuscritos. Matti estaba en Nueva York con motivo de un coloquio, y debíamos verle para obtener ciertas informaciones sobre el modo en que había sido sustraído el pergamino, y también sobré su contenido, pues tal vez hubiera tenido tiempo de examinarlo durante el escaso tiempo que lo había tenido en las manos.

Aquel valeroso investigador, aquel guerrero era uno de los héroes míticos de Israel; pertenecía al grupo de aquellos que habían combatido desde el primer momento por la liberación del país y de quienes habían hecho posible la creación del Estado. Jefe del estado mayor del ejército durante la guerra de independencia, había seguido luego las huellas de su padre. Había efectuado numerosas excavaciones que le habían dado en el país tanta fama como sus hazañas bélicas. Formaba parte de los sionistas militantes que, al igual que mi padre, aunque apasionados por la arqueología y las excavaciones bíblicas, eran sin embargo ateos convencidos.

Nos recibió en el bar-restaurante de su hotel. Era un hombre de cabello corto e hirsuto, de ojos negros y buena prestancia. Era un poco como Moisés, según lo imaginaba yo cuando era niño: en vez de los lamentables signos de la vejez, temblores y convulsiones, las marcas visibles de su edad eran la fuerza y la sabiduría. Pero lo que llamaba la atención sobre todo era la textura particular de su piel: no era fina y arrugada como la de las personas de edad, o granulosa y apagada como un fruto en exceso maduro, sino firme y gruesa. Era dura y oscura, como una arcilla tostada que envolviera su cabeza, realzada por las salientes rocas de los pómulos, drenada por la pronunciada abertura de su carnosa boca, sorprendentemente pulposa, iluminada por el negro luminoso de sus ojos de antracita. Oscura, curtida por el sol, arañada, pulida por la arena, aquella piel era el espejo de los erosionados paisajes de Judea, como si los hubiera frecuentado tanto que hubiesen terminado por aglomerarse en él, como la arena en el fósil, el fósil en la piedra y la piedra en la roca.

—Sí, ya lo sé, David —afirmó interrumpiendo cualquier explicación superflua de mi padre—. Yo mismo busqué el rollo, hace ya algunos años, pero cuando lo encontré se me escapó de las manos…

—¿Qué ocurrió? —preguntó mi padre.

—Lo robaron del Museo de Antigüedades de Jerusalén.

—¿Tuviste tiempo de descifrarlo?

—Lamentablemente, no.

—¿Sabes quién lo robó?

—Es difícil asegurarlo… Mejor será que te cuente todo lo que sé. Cierto día, mientras estaba de paso aquí, en Nueva York, recibí una carta anónima de un personaje que quería venderme un manuscrito. La carta citaba una declaración realizada a la prensa por Thomas Almond, el investigador inglés del equipo internacional al que apodan el «ángel de las tinieblas», según la cual había desaparecido un pergamino. Mi corresponsal afirmaba poder procurarse el manuscrito e incluía, como prueba, la fotografía de un fragmento. Todo me impulsaba a creer que se trataba del famoso rollo que mi padre tuvo entre las manos sin haber podido adquirirlo. El hombre exigía la bagatela de cien mil dólares. Era una suma enorme, pero ¿qué precio tiene algo que no tiene precio? Contando con una garantía del gobierno de Israel, mandé mi aceptación por carta, a la dirección que me habían indicado, un apartado de correos. Recibí pocas semanas más tarde una respuesta que, en resumen, decía: «Debo comunicarle que el primer ministro del reino de Jordania había ofrecido pagar la suma de trescientos mil dólares antes de ser asesinado. Por lo tanto, las negociaciones siguen abiertas». La carta iba firmada por Oseas, el arzobispo sirio de la Iglesia ortodoxa.

»Le había conocido ya en un viaje a Estados Unidos, y habíamos iniciado entonces unas conversaciones que él no había querido proseguir. Ahora, se ponía de nuevo en contacto conmigo y hacía aumentar la puja. Contuve mi cólera, pues quería a toda costa obtener el pergamino. Mantuvimos una correspondencia continuada. Oseas, que viajaba con frecuencia a los países árabes de Oriente Próximo, donde cualquier contacto con Israel estaba prohibido, me telegrafiaba o me escribía a través de uno de sus amigos en Estados Unidos, un tal Kair Benyair. Yo intentaba adivinar, por sus cartas, lo que realmente ocurría entre él y sus contactos en Jordania. Parecía estar tratando con los oficiales del gobierno y del palacio real, que le habían dado a entender que varios manuscritos, incluidos los del Museo de Antigüedades de Jordania, estaban en venta. Aquello explicaba por qué el número de pergaminos que me ofrecía variaba constantemente. Pero a mí me interesaba, sobre todo, aquel cuya muestra había visto en la fotografía.

»En una de mis cartas, le informé de que estaba dispuesto a discutir sus exigencias con mis amigos y que, si éstas eran razonables, sin duda podríamos entendernos. Unos días más tarde, me dirigí para unas vacaciones sabáticas a Londres, donde la comunicación sería más fácil. Oseas me envió entonces un pequeño fragmento de manuscrito para que lo fechara. No tenía incrustaciones y era legible sin infrarrojos: reconocí enseguida que aquellos caracteres hebraicos se debían a la mano de un escriba perteneciente a la misma escuela que otros copistas de algunos rollos del mar Muerto. Podía también decir con certeza que las expresiones no eran idénticas a las del texto bíblico. Concluido mi breve examen, hice una fotografía del fragmento de pergamino y se lo devolví a Oseas, como había prometido, con las respuestas a sus preguntas, es decir que el fragmento parecía formar parte de los pergaminos del mar Muerto; que estaba escrito en hebreo por un buen escriba, pero que la muestra era demasiado pequeña para poder concluir si era un apócrifo o un documento compuesto por la secta del mar Muerto.

»Escribí luego a Paul Johnson, el director del equipo internacional, que estaba por aquel entonces en Estados Unidos. Yo había trabajado ya con él y sabía que en el pasado había hecho varios negocios con Oseas. Le pedí que me sirviera de intermediario e intentara convencer a Oseas de que me vendiese el famoso rollo. Procurando ser muy prudente, no le oculté mi entusiasmo y mencioné el pequeño fragmento que Oseas me había enviado. Añadí también que podía tratarse de uno de los manuscritos más importantes descubiertos hasta entonces, y que era un deber del mundo universitario comprárselo a Oseas y un deber del pueblo judío devolverlo a su lugar histórico, en Israel. Acabé la carta pidiéndole a Johnson que hiciera cuanto estuviese en su mano para preservar la seguridad del manuscrito antes de que se perdiera para todos. Ocho días más tarde, éste me informaba que Oseas, alegando importantes gastos y, también, haber recibido otras ofertas, había fijado el precio en setecientos cincuenta mil dólares; ciento cincuenta mil debían pagarse de inmediato y el resto al recibir el rollo. Me sentí furioso y le comuniqué mi desacuerdo a vuelta de correo.

»Más tarde, vine otra vez a Nueva York para dar algunas conferencias. Recibí una carta de Oseas cuyo tono era sensiblemente distinto al de la precedente. Me pedía que hiciese una última oferta por los rollos. Acepté pagar la suma de cien mil dólares. Nos pusimos de acuerdo. Para protegerme de un eventual robo, efectué las negociaciones oficiales por medio de abogados. Un detallado contrato, dirigido también a Johnson, fue firmado por Oseas y por el que iba a representarle durante el intercambio, Kair Benyair. Numerosas cláusulas certificaban la autenticidad del pergamino que debía entregárseme seis días después de la firma del contrato. El fragmento suelto debía serme entregado en propia mano por Kair Benyair. Una vez unido al pergamino, evitaría cualquier discusión sobre este último.

»Transcurrieron diez días. Kair Benyair, de regreso de Jordania, me comunicó, con gran sorpresa por mi parte, que el manuscrito estaba todavía en manos de Oseas, que éste dudaba de la validez de nuestros tratos y que quería más dinero, aunque sólo fuera porque los beduinos seguían exigiéndoselo.

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