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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

Portadora de tormentas (22 page)

— Será mejor que salgas de aquí antes de que desenvaine.

Moonglum comprendió de inmediato y se marchó, no estaba dispuesto a confiar su vida a los caprichos de aquella espada infernal... ni a los de su amigo.

Cuando se hubo marchado, Elric desenvainó la gran espada y una vez más notó un cosquilleo cuando su vitalidad sobrenatural comenzó a fluir por sus venas. Pero no le bastó; sabía que si el arma no se alimentaba pronto con la vida de otros, intentaría beberse las almas de los dos únicos amigos que le quedaban. Volvió a envainarla, pensativo, se la ató al cinturón y a grandes zancadas se reunió con Moonglum en el corredor de altos techos.

En silencio, bajaron por la sinuosa escalera de mármol de la torre, hasta llegar al nivel central donde se hallaba la sala principal. Allí encontraron a Dyvim Slorm; estaba sentado, con una botella de añejo vino melnibonés sobre la mesa que tenía delante, y un gran cuenco de plata en las manos. Enlutada, su espada, estaba sobre la mesa, junto a la botella. Habían encontrado el vino almacenado en las bodegas secretas de aquel lugar, que los ladrones del mar habían pasado por alto cuando Elric los había conducido sobre Imrryr, en la ocasión en que él y su primo habían luchado en bandos contrarios. El cuenco estaba lleno de una mezcla de hierbas, miel y cebada que sus antepasados habían utilizado para alimentarse en tiempos de escasez. Dyvim Slorm etaba sumido en una profunda meditación, pero levantó la vista cuando entraron sus amigos y se sentaron delante de él. Lanzó una sonrisa desesperada.

—Elric, me temo que he hecho cuanto he podido por despertar a nuestros amigos dormidos. Ya no me queda nada... y ellos siguen durmiendo.

Elric recordó los detalles de su visión y temeroso de que se tratara de un producto de su imaginación que le proporcionaba la fantasía de la esperanza, cuando en realidad no había ninguna esperanza, dijo:

—Olvídate de los dragones, al menos por el momento. Anoche abandoné mi cuerpo para viajar a lugares que están más allá de la tierra. Llegué al plano de los Señores Blancos donde me explicaron cómo despertar a los dragones haciendo que sonara un cuerno. Voy a seguir sus indicaciones para encontrar ese cuerno.

Dyvim Slorm dejó el cuenco sobre la mesa.

—Iremos contigo, no lo eludes.

—No es preciso, además es imposible. He de ir solo. Esperadme hasta que vuelva y si no lo hago... pues entonces, haced lo que decidáis, podréis pasaros los años que os quedan prisioneros en esta isla, o bien luchar contra el Caos.

—Tengo la impresión de que en realidad el tiempo se ha detenido y que si nos quedamos aquí viviremos eternamente y nos veremos obligados a enfrentarnos al aburrimiento que ello implica —comentó Moonglum—. Si no vuelves, por mi parte pienso cabalgar hasta los reinos conquistados y llevarme a unos cuantos enemigos conmigo al limbo.

—Haz lo que te plazca —dijo Elric—. Pero espérame hasta que se haya agotado tu paciencia, porque no sé cuánto voy a tardar.

Se puso en pie y sus amigos parecieron sobresaltarse, como si hasta ese mismo instante no hubieran comprendido la importancia de sus palabras.

—Que tengas suerte, amigo mío —dijo Moonglum.

— Si tengo suerte o no dependerá de qué me encuentre allí a donde voy —replicó Elric con una sonrisa—. Pero te agradezco de todos modos, Moonglum. Te deseo suerte, primo, y no padezcas. ¡Quizá logremos despertar a los dragones!

—Así será —dijo Dyvim Slorm recuperando súbitamente la vitalidad—, no me cabe duda. ¡Y su ígneo veneno se esparcirá sobre la inmundicia que nos trae el Caos para quemarla y dejarlo todo limpio! ¡Ese día ha de llegar, o no soy profeta!

Contagiado por aquel inesperado entusiasmo, Elric sintió aumentar su confianza, saludó a sus amigos, sonrió y salió con paso firme de la sala para subir la escalera de mármol a recoger el Escudo del Caos y dirigirse luego hacia la salida de la torre. Desde allí recorrería las calles destruidas hacia las ruinas mágicas que habían sido escenario de su horrenda venganza: la Torre de B'all'nezbett. 

3

Cuando Elric se detuvo ante la entrada destrozada de la torre, su mente era un hervidero de pensamientos que le proponían nuevas convicciones y amenazaban con enviarlo de regreso con sus amigos. Pero luchó contra ellos, intentó derribarlos, olvidarlos, se aferró al recuerdo de la promesa que los Señores Blancos le hicieran y entró en las ruinas que conservaban el olor a madera y tela quemada.

Aquella torre, que había formado una pira funeraria en la que había ardido el cuerpo de Cymoril, su primer amor, y Yyr-koon, hermano de ella y primo suyo, aparecía despojada de su parte interior. Sólo conservaba la escalera de piedra y cuando observó con más atención en medio de la oscuridad surcada de rayos de sol, notó que se había desprendido antes de llegar al techo.

No se atrevió a pensar, porque hacerlo le hubiera impedido entrar en acción. Colocó un pie en el primer escalón y comenzó a subir. Al hacerlo, un ligero sonido llegó a sus oídos, aunque bien podía provenir de su propia mente. Pero tuvo conciencia de él y sonaba como una orquesta lejana que estuviera afinando. A medida que fue ascendiendo, el sonido aumentó, rítmico aunque discordante, hasta que, en el momento de llegar al último escalón que quedaba intacto, se convirtió en un espantoso tronar que le repercutió por todo el cuerpo produciéndole una sensación dolorosa.

Se detuvo un instante, miró hacia abajo, al suelo de la torre. Lo asaltaron innumerables temores. Se preguntó si lord Donblas se habría referido a que debía llegar al punto más alto al que pudiera llegar fácilmente, o a la cima misma, que se encontraba unos cuantos metros más arriba. Decidió que lo mejor era interpretar literalmente las palabras del Señor Blanco y echándose el enorme Escudo del Caos a la espalda, tendió los brazos y se aferró a una grieta de la pared, que se inclinaba ligeramente hacia adentro. Se izó y quedó con las piernas colgando y sus pies buscaron un asidero. Siempre había tenido vértigo y le desagradaba la sensación que lo invadió al mirar hacia el suelo cubierto de escombros que se encontraba veinticuatro metros más abajo, pero continuó ascendiendo cada vez con más facilidad gracias a las grietas de la pared. Aunque esperaba caer, no lo hizo, y finalmente llegó al tejado, al que accedió a través de un agujero. Poco a poco fue subiendo hasta llegar a la parte mis alta de la torre. Después, temiendo echarse atrás, dio un paso adelante y se lanzó sobre las calles destrozadas de Imrryr.

La música discordante cesó para ser reemplazada por una nota rugiente. Un torbellino de olas rojinegras se abalanzó sobre él, y al atravesarlo se encontró de pie en terreno firme, bajo un sol pálido y pequeño, y percibió el aroma de la hierba. Notó entonces que mientras el mundo antiguo de sus sueños le había parecido más lleno de color que el suyo propio, éste en el que se hallaba se veía todavía más desteñido, aunque era de perfiles más limpios y se veía con mayor claridad. La brisa que le acariciaba el rostro era más fría. Echó a andar por la hierba hacia un bosque poblado de denso follaje que tenía delante. Llegó a las lindes del bosque pero no entró en él, sino que lo rodeó hasta llegar a un arroyo que se extendía en la distancia, alejándose del bosque.

Notó con curiosidad que el agua clara y brillante parecía no moverse. Estaba helada, aunque no por procesos naturales que le resultaran conocidos. Tenía todos los atributos de un arroyo de verano, sin embargo, no fluía. Presintiendo que aquel fenómeno contrastaba extrañamente con el resto del paisaje, empuñó en una mano el Escudo del Caos, desenvainó con la otra la espada y comenzó a seguir el curso del arroyo.

La hierba iba desapareciendo para dar paso a la aulaga y las piedras y a algún que otro matorral de helechos de una variedad para él desconocida. Le pareció oír a lo lejos el rumor del agua, pero en donde él se encontraba el arroyo seguía congelado. Al pasar una roca más alta que las demás, oyó una voz que le gritó:

Levantó la vista.

En la roca encontró a un joven duende con una larga barba parda que le llegaba más abajo de la cintura. Llevaba una lanza como única arma y vestía unos pantalones y un jubón rojizos, una gorra verde e iba descalzo. Tenía los ojos como el cuarzo, duros y picaros a la vez.

—Así me llamo yo —dijo Elric presa de curiosidad—. Pero si éste es el mundo del futuro, ¿cómo es posible que me conozcas?

—Tampoco pertenezco a este mundo, al menos, no exactamente. No existo en el tiempo tal como tú lo conoces, sino que me muevo de un lado a otro en los mundos de sombras que los dioses fabrican. Es mi naturaleza la que me impulsa a hacerlo. Y a cambio de permitir que exista, los dioses suelen utilizarme como mensajero. Me llamo Jermays, el Zambo, y estoy tan inacabado como estos mundos.

Mientras hablaba fue bajando por la roca para quedarse mirando a Elric desde abajo.

— ¿Para qué estás aquí? —le preguntó el albino. 

— ¿No buscabas el Cuerno del Destino?

—Es cierto. ¿Sabes dónde está?

— Sí —repuso el duende con una sonrisa sardónica—. Sepultado con el cuerpo aún vivo de un héroe de esta era, un guerrero al que llaman Roland.

—Extraño nombre.

— No más extraño que el tuyo para otros oídos. Roland es tu doble en esta tierra, aunque su vida no fue tan marcada por el destino. Encontró la muerte en un valle, no muy lejos de aquí, atrapado y traicionado por un compañero suyo, guerrero como él. Llevaba consigo el cuerno y lo hizo sonar una vez antes de morir. Hay quienes dicen que su eco perdura en el valle, y que seguirá oyéndose eternamente, aunque Roland murió hace muchos años. Aquí se desconoce la finalidad del cuerno, hasta el mismo Roland la ignoraba. Se llama Olifant y fue enterrado con él, junto con Durandana, su espada mágica, en el monstruoso montículo funerario que ves allá.

El enano señaló a lo lejos y Elric vio que le indicaba algo que antes le había parecido un montecillo.

— ¿Qué debo hacer para conseguir su cuerno? —preguntó. El enano sonrió y con tono malicioso, repuso:

—Has de vértelas con Durandana, la espada de Roland. Su acero fue consagrado por las Fuerzas de la Luz mientras que el tuyo fue forjado por las Fuerzas de la Oscuridad. Será un comba-te interesante.

—Dices que está muerto... ¿cómo podrá luchar contra mí pues?

—Lleva el cuerno atado a una cuerdecilla y colgado al cuello. Si intentas quitárselo, defenderá su posesión, despertando de un sueño inmortal, suerte que suele acompañar a la mayoría de los héroes de este mundo.

—Entiendo que han de andar escasos de héroes si deben conservarlos de ese modo —comentó Elric con una sonrisa.

—Es posible —repuso el enano como al descuido—, porque en alguna parte de esta tierra sólo hay una decena o más que duermen ese mismo sueño. Se supone que han de despertar únicamente cuando surja una imperiosa necesidad, sin embargo, he visto que ocurrían cosas terribles y ellos continuaron durmiendo. Quizá esperen el fin de su mundo, que los dioses destruirán si resulta inadecuado, entonces, lucharán por impedir que ello ocurra. Pero no me hagas demasiado caso, porque se trata de una teoría que yo tengo y carece de fundamento.

El enano hizo una cínica reverencia enarbolando su lanza y se despidió de Elric.

—Adiós, Elric de Melniboné. Cuando desees regresar, estaré aquí para guiarte... y has de regresar, vivo o muerto, porque aunque tú no lo sepas, tu presencia aquí, tu aspecto físico, contradice este entorno. Sólo tienes una cosa que encaja bien aquí...

—¿Qué es?

—Tu espada.

—¡Mi espada! Qué extraño, habría pensado que sería la última cosa. —Desechó una idea que comenzaba a formarse en su mente. No tenía tiempo para especulaciones—. No estoy aquí por mi gusto —le comentó al enano mientras éste volvía a trepar a las rocas.

Miró en dirección del montículo funerario y se dirigió hacia él. Notó entonces que el arroyo había comenzado a fluir naturalmente y tuvo la impresión de que aunque la Ley influía en aquel mundo, se veía obligada a tener tratos con la trastornadora influencia del Caos.

Al acercarse más comprobó que el montículo funerario estaba rodeado de enormes losas de piedra lisa. Detrás de las losas había unos olivos de cuyas ramas colgaban unas joyas oscuras, y más allá, a través de las hojas, Elric vio una entrada en arco cerrada por portones de bronce grabados en oro.

—Aunque eres fuerte, Tormentosa —le dijo a su espada—, me pregunto si serás lo bastante fuerte como para luchar en este mundo y darme al mismo tiempo la vitalidad que mi cuerpo necesita. Comprobémoslo.

Avanzó hasta el portón y levantando la espada le asestó un potente golpe. El metal resonó y apareció en él una abolladura. Volvió a golpear, esta vez sosteniendo la espada con ambas manos, pero a su derecha, una voz le gritó:

— ¿Qué demonio osa turbar el descanso de Roland?

— ¿Quién habla la lengua de Melniboné? —replicó Elric, airado.

—Hablo la lengua de los demonios, porque percibo que eso es lo que eres. Desconozco el melnibonés pero soy versada en misterios antiguos.

—Mucha jactancia para una mujer —dijo Elric, que aún no había visto a su interlocutora.

La mujer apareció entonces de detrás del túmulo y se quedó mirándolo con sus hermosos ojos verdes. Tenía un rostro alargado y bello y era casi tan pálida como él, aunque su cabellera era negra como el azabache.

— ¿Cómo te llamas? —preguntó el albino—. ¿Eres de este mundo?

—Me llamo Vivían, soy una maga, pero a pesar de ello, bastante terrenal. Tu Amo conoce el nombre de Vivían, que amó a Roland, aunque él era demasiado orgulloso como para aceptarla, porque ella es inmortal y bruja. —Rió divertida—. Por lo tanto, estoy familiarizada con demonios como tú y no te temo. ¡Apártate de mí! Apártate... ¿o he de llamar al Obispo Turpin para que te exorcice?

—Algunas de tus palabras —le dijo Elric cortésmente— me resultan extrañas y la lengua de mis antepasados

está muy deformada. ¿Eres la guardiana de la tumba de este héroe?

—Me he nombrado yo misma, sí. ¡Y ahora vete! —le ordenó señalando hacia las losas de piedra.

—No puedo. El cuerpo que hay allí enterrado tiene algo valioso para mí. El Cuerno del Destino lo llamamos, pero aquí lo conocéis por otro nombre.

— ¡Olifant! Pero se trata de un instrumento sagrado. No hay demonio que se atreva a tocarlo. Ni siquiera yo...

—No soy un demonio. Juro que soy lo bastante humano. Y ahora apártate. Este maldito portón se resiste a mis

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