¿Por qué leer los clásicos? (4 page)

Pero las analogías se detienen ahí. Las memorias de los soldados alpinos nacen del contraste de una Italia humilde y sensata con las locuras y las matanzas de la guerra total; en las memorias del general del siglo V el contraste se da entre la condición de plaga de langostas a la que se ve reducido el ejército de los mercenarios helénicos, y el ejercicio de las virtudes clásicas, filosófico-cívico-militares, que Jenofonte y los suyos tratan de adaptar a las circunstancias. Y resulta que ese contraste no tiene en absoluto el desgarrador dramatismo del otro: Jenofonte parece estar seguro de haber logrado conciliar los dos términos. El hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro —en una palabra, un «estilo»— y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo. En Jenofonte ya está bien delineada, con todos sus límites, la ética moderna de la perfecta eficacia técnica, del estar «a la altura de las circunstancias», del «hacer bien lo que se hace», independientemente de la valoración de la propia acción en términos de moral universal. Sigo llamando moderna a esta ética porque lo era en mi juventud, y era éste el sentido que surgía de muchas películas americanas, y también de las novelas de Hemingway, y yo oscilaba entre la adhesión a esta moral puramente «técnica» y «pragmática» y la conciencia del vacío que se abría debajo. Pero aún hoy, que parece tan alejada del espíritu de la época, creo que tenía su lado bueno.

Jenofonte tiene el gran mérito, en el plano moral, de no mistificar, de no idealizar la posición de su bando. Si a menudo manifiesta hacia las costumbres de los «bárbaros» la distancia y la adversión del «hombre civilizado», debe decirse sin embargo que la hipocresía «colonialista» le es ajena. Sabe que encabeza una horda de bandoleros en tierra extranjera, sabe que la razón no está del lado de los suyos sino del lado de los bárbaros invadidos. En sus exhortaciones a los soldados no deja de recordar las razones de los enemigos: «Otras consideraciones habréis de tener en cuenta. Los enemigos tendrán tiempo de saquearnos y no les faltan razones para acecharnos con insidias, ya que ocupamos sus tierras...». En el intento de dar un estilo, una norma, a ese movimiento biológico de hombres ávidos y violentos entre las montañas y las llanuras de Anatolia, reside toda su dignidad: dignidad limitada, no trágica, en el fondo burguesa. Sabemos que se puede muy bien llegar a dar apariencia de estilo y dignidad a las peores acciones, aunque no sean dictadas como éstas por la necesidad. El ejército de los helenos, que serpentea por las gargantas de las montañas y los desfiladeros, entre continuas emboscadas y saqueos, sin distinguir ya hasta dónde es víctima y hasta dónde opresor, rodeado aún en la frialdad de las masacres por la suprema hostilidad de la indiferencia y del azar, inspira una angustia simbólica que tal vez sólo nosotros seamos capaces de entender.

[1978]

Ovidio y la contigüidad universal

«[...]Hay en lo alto una vía bien visible cuando el cielo está sereno. Se llama Láctea y resalta justamente por su blancura. Por ella pasan los dioses para ir al palacio real del gran Tonante. A derecha e izquierda, las moradas de la nobleza celeste abren sus puertas a la multitud que las asedia. La plebe divina vive dispersa en distintos lugares. Los dioses más poderosos e ilustres han establecido aquí sus penates, en la parte de delante
(“[...] a fronte potentes / caelicolae clarique suos posuere penates”)
. Si la expresión no pareciera irreverente, me atrevería a decir que este lugar es el Palatino del cielo.»

Así Ovidio, al iniciar
Las metamorfosis
, para introducirnos en el mundo de los dioses celestiales, empieza acercándonoslo tanto que lo vuelve idéntico a la Roma de todos los días, en cuanto a urbanismo, a divisiones en clases sociales, a costumbres (la pululación de los clientes). Y en cuanto a religión: los dioses tienen a sus penates en las casas donde viven, lo cual implica que los soberanos del cielo y de la Tierra tributan a su vez un culto a sus pequeños dioses domésticos.

Acercamiento no quiere decir reducción o ironía: estamos en un universo donde las formas llenan todo el espacio intercambiando continuamente sus cualidades y dimensiones, y el fluir del tiempo está lleno de una proliferación de relatos y de ciclos de relatos. Las formas y las historias terrenas repiten formas e historias celestes, pero unas y otras se entrelazan en una sola espiral. La contigüidad entre dioses y seres humanos —emparentados con los dioses y objeto de sus amores compulsivos— es uno de lo temas dominantes de
Las metamorfosis
, pero no es sino un caso particular de la contigüidad de todas las figuras o formas de lo existente, antropomorfas o no. Fauna, flora, reino mineral, firmamento engloban en su común sustancia lo que solemos considerar humano como conjunto de cualidades corporales, psicológicas y morales.

La poesía de
Las metamorfosis
se enraiza sobre todo en esos límites indistintos entre mundos diferentes y en el libro II ya encuentra una ocasión extraordinaria en el mito de Faetón que se atreve a conducir el carro del Sol. El cielo se nos aparece como espacio absoluto, geometría abstracta, y al mismo tiempo como teatro de una aventura humana expresada con tal precisión de detalles que no perdemos el hilo ni por un instante, llevando la participación emocional hasta el paroxismo.

No es solamente la precisión de los datos concretos más materiales, como el movimiento del carro que se desbanda y salta debido a la insólita levedad de la carga, sino la visualización de los modelos ideales, como el mapa celeste. Digamos en seguida que se trata de una precisión aparente, de datos contradictorios que comunican su sugestión si se los toma uno por uno y también de un efecto narrativo general, pero que no pueden concretarse en una visión coherente: el cielo es una esfera atravesada por vías de ascenso y de descenso, reconocibles por los surcos de las ruedas, pero al mismo tiempo rodando en torbellino y en dirección contraria a la del carro solar; está suspendido a altura vertiginosa sobre las tierras y los mares que se ven allá en el fondo; aparece ya como una bóveda en cuya parte más alta están fijas las estrellas, ya como un puente que sostiene el carro en el vacío provocando en Faetón el mismo terror de seguir o de volver atrás
(«Quid faciat? Multum coeli post terga relictum / ante oculos plus est. Animo metitur utrumque»);
es vacío y desierto (no es por lo tanto el cielo-urbe del libro I: «¿Piensas quizá que hay bosques sagrados y ciudades de dioses y templos ricos en dones?», dice Febo) poblado por las figuras de bestias feroces que son sólo
simulacra
, formas de constelaciones, pero no por ello menos amenazadoras; se reconoce en él una pista oblicua, a media altura, que evita el polo austral y la Osa; pero si uno se aparta del camino y se pierde entre los precipicios, termina pasando bajo la Luna, chamuscando las nubes, pegando fuego a la Tierra.

Después de la cabalgata celeste suspendida en el vacío, que es la parte más sugestiva del relato, empieza la grandiosa descripción de la Tierra ardiendo, del mar hirviente donde flotan cuerpos de focas con el vientre al aire, una de las clásicas páginas del Ovidio catastrófico, que hace
pendant
al diluvio del libro I. Alrededor del
Alma Tellus
, la Tierra Madre, se arriman todas las aguas. Las fuentes agotadas tratan de volver a esconderse en el oscuro útero materno
(«fontes / qui se condiderant in opacae viscera matris [...]»)
. Y la Tierra, con el pelo chamuscado y los ojos inyectados por las cenizas, suplica a Júpiter con el hilo de voz que le queda en la garganta sedienta, advirtiéndole que, si los polos se incendian, también se derrumbarán los palacios de los dioses. (¿Los polos terrestres o los celestes? Se habla también del eje de la Tierra que Atlante ya no logra sostener porque está incandescente. Pero los polos eran en aquel tiempo una noción astronómica, y por lo demás el verso siguiente precisa:
regia caeli
. Entonces, ¿el palacio real del cielo estaba realmente allá arriba? ¿Cómo es que Febo lo excluía y Faetón no lo encontró? Por lo demás estas contradicciones no están sólo en Ovidio; también con Virgilio, como con otros supremos poetas de la Antigüedad, es difícil hacerse una idea clara de cómo «veían» verdaderamente el cielo los antiguos.)

El episodio culmina con la destrucción del carro solar tocado por el rayo de Júpiter, en una explosión de fragmentos dispersos:
«Illic frena iacent, illic temone revulsus / axis, in hac radii fractarum parte rotarum [...]»
. (No es éste el único accidente de circulación en
Las metamorfosis
: también Hipólito se sale de la pista a gran velocidad en el último libro del poema, donde la riqueza de detalles del relato del siniestro pasa de la mecánica a la anatomía, describiendo el desgarramiento de las visceras y de los miembros arrancados.)

La compenetración dioses-hombres-naturaleza implica no un orden jerárquico unívoco sino un intrincado sistema de interrelaciones en el que cada nivel puede influir en los otros, aunque sea en diversa medida. En Ovidio el mito es el campo de tensión en el que estas fuerzas chocan y se equilibran. Todo depende del espíritu con el que se narra el mito: a veces los mismos dioses cuentan los mitos en los que son parte interesada como ejemplos morales para advertencia de los mortales; otras veces los mortales usan los mismos mitos cuando discuten con los dioses o los desafían, como hacen las Piérides o Aracne. O tal vez hay mitos que a los dioses les gusta oír contar y otros que prefieren que no se cuenten. Las Piérides conocen una versión de la escalada del Olimpo por los Gigantes vista por los Gigantes, y el miedo de los dioses que escapan (libro V). La cuentan después de haber desafiado a las Musas en el arte del relato, y las Musas responden con otra serie de mitos que restablecen las razones del Olimpo: después castigan a las Piérides transformándolas en urracas. El desafio a los dioses implica una intención del relato irreverente o blasfema: la tejedora Aracne desafia a Minerva en el arte del telar y representa en un tapiz los pecados de los dioses libertinos (libro VI).

La precisión técnica con que Ovidio describe el funcionamiento de los telares en el desafío puede indicarnos una posible identificación del trabajo del poeta con el tejido de un tapiz de púrpura multicolor. ¿Pero cuál? ¿El de Palas-Minerva, donde alrededor de las grandes figuras olímpicas con sus atributos tradicionales están representados en minúsculas escenas, en los cuatro ángulos de la tela, enmarcados por ramajes de olivo, cuatro castigos divinos a mortales que han desafiado a los dioses? ¿O bien el de Aracne, en el que las seducciones insidiosas de Júpiter, Neptuno y Apolo que Ovidio había ya contado por extenso reaparecen como emblemas sarcásticos entre guirnaldas de flores y festones de hiedra (no sin añadir algún detalle precioso: Europa transportada a través del mar en la grupa del toro, alzando los pies para no mojarse:
«[...] tactumque vereri / adsilientis aquae timidasque reducere plantas».)
?

Ni uno ni otro. En el gran muestrario de mitos que es todo el poema, el mito de Palas y Aracne puede contener a su vez dos muestrarios en escala reducida orientados en direcciones ideológicas opuestas: uno para infundir sagrado temor, el otro para incitar a la irreverencia y al relativismo moral. Quien dedujera que todo el poema debe ser leído de la primera forma —dado que el desafío de Aracne es castigado cruelmente—, o de la segunda —ya que el tratamiento poético favorece a la culpable y víctima—, se equivocaría:
Las metamorfosis
quieren representar el conjunto de lo narrable transmitido por la literatura con toda la fuerza de imágenes y significados que ello implica, sin escoger —con arreglo a la ambigüedad propia del mito— entre las claves de lectura posibles. Sólo acogiendo en el poema todos los relatos y las intenciones de relatos que fluyen en todas direcciones, que se agolpan y empujan para encauzarse en la ordenada serie de sus hexámetros, el autor de
Las metamorfosis
estará seguro de que no se pone al servicio de un diseño parcial sino de la multiplicidad viviente que no excluye ningún dios conocido o desconocido.

El caso de un dios nuevo y extranjero, que no es fácil de reconocer como tal, un dios-escándalo en contraste con cualquier modelo de belleza y virtud, es ampliamente recordado en
Las metamorfosis
: Baco-Dionisio. A su culto orgiástico se niegan a unirse las devotas de Minerva (las hijas de Minias) y siguen hilando y cardando lana los días de las fiestas báquicas, aliviando con cuentos el largo esfuerzo. Este es pues otro uso del cuento, que se justifica laicamente como diversión pura
(«quod tempora longa videri / non sinat»)
y como ayuda a la productividad
(«utile opus manuum vario sermone levemus»)
pero que sin embargo se consagra siempre a Minerva,
«melior dea»
, para las laboriosas doncellas a quienes repugnan las orgías y los excesos de los cultos de Dionisio, que se propagan en Grecia después de haber conquistado Oriente.

Es cierto que el arte de contar, caro a las tejedoras, tiene una relación con el culto de Palas-Minerva. Lo hemos visto con Aracne, que por haber despreciado a la diosa es transformada en araña; pero lo vemos también en el caso opuesto, de un excesivo culto de Palas, que lleva a desconocer a los otros dioses. En realidad, también las miniedes (libro IV), culpables por estar demasiado seguras de su virtud, por ser demasiado exclusivas en su devoción
(«intempestiva Minerva»)
, serán horriblemente castigadas con su metamorfosis en murciélagos por el dios que no conoce el trabajo sino la ebriedad, que no escucha los relatos sino el canto perturbador y oscuro. Para no transformarse también en murciélago, Ovidio se cuida bien de dejar abiertas todas las puertas de su poema a los dioses pasados, presentes y futuros, indígenas y extranjeros, al Oriente que más allá de Grecia enriquece al mundo de la fábula, y a la restauración de la romanidad emprendida por Augusto que ejerce su presión sobre la actualidad político-intelectual. Pero no logrará convencer al dios más próximo y ejecutivo, Augusto, que lo transformará para siempre en un exiliado, un habitante de la lejanía, él que quería conseguir que todo estuviera próximo y presente al mismo tiempo.

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