¿Por qué leer los clásicos? (22 page)

El ojo de Félicité, el ojo del búho, el ojo de Flaubert. Comprendemos que el verdadero tema de este hombre aparentemente tan encerrado en sí mismo ha sido la identificación con el otro. En el abrazo sensual de san Julián al leproso podemos reconocer el arduo punto de llegada a que tiende la ascesis de Flaubert como programa de vida y de relación con el mundo. Tal vez los
Tres cuentos
sean el testimonio de uno de los itinerarios espirituales más extraordinarios que jamás se hayan cumplido al margen de todas las religiones.

[1980]

Lev Tolstói,
Dos húsares

Entender cómo construye Tolstói su narración no es fácil. Lo que muchos narradores dejan al descubierto —esquemas simétricos, vigas portantes, contrapesos, charnelas giratorias— en él permanece oculto. Oculto no quiere decir inexistente: la impresión que da Tolstói de llevar a la página escrita «la vida» misma (esa misteriosa entidad que para definirla estamos obligados a partir de la página escrita) no es sino un resultado de arte, es decir un artificio más sabio y complejo que muchos otros.

Uno de los textos en que la «construcción» de Tolstói es más visible es
Dos húsares
, y como éste es uno de los cuentos más típicos —del Tolstói primero y más directo— y de los más bellos entre los suyos, observando cómo está hecho podemos aprender algo sobre la forma de trabajar del autor.

Escrito y publicado en 1856,
Dva gusara
se presenta como evocación de una época ya remota, los comienzos del siglo XIX, y el tema es la vitalidad impetuosa y sin freno, una vitalidad vista como lejana ya, perdida, mítica. Las posadas donde los oficiales en traslado esperan el cambio de los caballos de los trineos y se despluman jugando a las cartas, los bailes de la nobleza de provincia, las noches de juerga «con los gitanos»: Tolstói representa y mitifica en la clase alta esa violenta energía vital, casi un fundamento natural (perdido) del feudalismo militar ruso.

Todo el cuento gira en torno a un héroe para quien la vitalidad es razón suficiente de éxito, de simpatía, de dominio, y que encuentra en sí misma, en la propia indiferencia a las reglas y en los propios excesos, una moral y una armonía propias. El personaje del conde Turbín, oficial de húsares, gran bebedor y jugador, mujeriego y duelista, no hace sino concentrar en sí la fuerza vital difusa en la sociedad. Sus poderes de héroe mítico consisten en dar salidas positivas a esta fuerza que en la sociedad manifiesta sus potencialidades destructoras: un mundo de tahúres, dilapidadores de los dineros públicos, borrachínes, fanfarrones, estafadores, libertinos, pero en el que una cálida indulgencia recíproca transforma en juego y en fiesta todos los conflictos. La civilidad de buena cuna apenas disimula una brutalidad de horda de bárbaros; para el Tolstói de
Dos húsares
, la barbarie es el ayer inmediato de la Rusia aristocrática, y en esa barbarie residía su verdad y su salud. Basta pensar en la aprensión con que en el baile de la nobleza de K., la dueña de casa ve entrar al conde Turbín.

En cambio Turbín une en sí violencia y ligereza; Tolstói le hace hacer siempre lo que no se debe, pero da a sus movimientos una milagrosa justeza. Turbín es capaz de hacerse prestar dinero por un esnob sin tener la menor intención de devolverlo, más aún, es capaz de insultarlo y maltratarlo, de seducir súbitamente a una viudita (hermana de su acreedor) escondiéndose en el carruaje de ella, y de no tener empacho en comprometerla mostrándose con la pelliza de su difunto marido; pero es también capaz de gestos de desinteresada galantería, como retroceder en su viaje en trineo para darle un beso mientras duerme y volver a marcharse. Turbín es capaz de decir a cualquiera en la cara lo que se merece; trata de tahúr al tahúr, después le quita a la fuerza el dinero mal ganado para devolverlo al bobo que se ha dejado engañar, y la cantidad sobrante la regala a los gitanos.

Pero ésta es sólo la mitad del relato, los ocho primeros capítulos de los dieciséis que tiene. En el capítulo IX hay un salto de veinte años: estamos en 1848, Turbín ha muerto en un duelo hace tiempo y su hijo es a su vez oficial de húsares. También él llega a K., de camino hacia el frente, y encuentra a algunos de los personajes de la primera historia: el caballerizo tonto, la viudita convertida en una resignada matrona, más una hija jovencita para que la nueva generación sea simétrica de la vieja. La segunda parte del cuento —de pronto lo vemos— repite como un espejo la primera, pero en sentido contrario: a un invierno de nieve, trineo y vodka, responde una benigna primavera de jardines al claro de luna, al primer siglo XIX salvaje responde un pleno siglo XIX ordenado, con sus labores de punto y su aburrimiento tranquilo en la calma familiar. (Esta era la contemporaneidad para Tolstói: es difícil hoy para nosotros situarnos en su perspectiva.)

Él nuevo Turbín forma parte de un mundo más educado y se avergüenza de la fama de calavera que ha dejado su padre. Mientras el padre pegaba y maltrataba al criado pero establecía con él una especie de complementariedad y confianza, el hijo no hace más que regañar al criado y lamentarse, insultante también, pero estridente y blando. Hay también aquí una partida de naipes, por pocos rublos, y el joven Turbín con sus pequeños cálculos no se abstiene de desplumar a la dueña de casa que lo hospeda, mientras a escondidas corteja a su hija. Lo que su padre tenía de prepotente y generoso, lo tiene él de mezquino; pero es sobre todo un indeciso, un palurdo. El
flirt
es una sucesión de equívocos; una seducción nocturna se reduce a una torpe tentativa, Turbín hace un mal papel; incluso el duelo que estaba a punto de producirse se diluye en la rutina.

En este cuento de costumbres militares, obra del más grande escritor de guerra
en plein air
, se diría que la gran ausente es justamente la guerra. Y sin embargo es un cuento de guerra: las dos generaciones (aristocrático-militares) de los Turbín son, respectivamente, la que derrotó a Napoleón y la que reprimió la revolución en Polonia y en Hungría. Los versos que Tolstói pone como epígrafe asumen un significado polémico con respecto a la Historia con hache mayúscula, que sólo tiene en cuenta las batallas y los planes estratégicos y no la sustancia de que están hechas las existencias humanas. Es ya la polémica que Tolstói desplegará unos diez años después en
Guerra y paz
: aunque no nos separemos aquí de las costumbres de los oficiales, el desarrollo de este mismo discurso llevará a Tolstói a contraponer a los grandes jefes la masa campesina de los soldados rasos como verdaderos protagonistas históricos.

Lo que le importa a Tolstói, pues, no es tanto exaltar la Rusia de Alejandro I en contraposición a la de Nicolás I, como buscar el vodka de la historia (véase el epígrafe), el combustible humano. El comienzo de la segunda parte (capítulo IX) —que hace
pendant
a la introducción, a sus flashes nostálgicos, un poco consabidos— no se inspira en una nostalgia genérica del pasado, sino en una compleja filosofía de la historia, en un balance de los costos del progreso. «...Mucho de bueno y mucho de malo, entre lo viejo, había desaparecido; mucho de bueno, entre lo nuevo, se había desarrollado, y mucho, pero mucho más —entre lo nuevo— incapaz de desarrollo, monstruoso, había hecho su aparición bajo el sol.»

La plenitud de vida tan elogiada por los comentaristas de Tolstói es —en este cuento como en el resto de su obra— la comprobación de una ausencia. Como en el narrador más abstracto, lo que cuenta en Tolstói es lo que no se ve, lo que no se dice, lo que podría estar y no está.

[1973]

Mark Twain,
El hombre que corrompió a Hadleyburg

Mark Twain no sólo tenía conciencia de su papel de escritor de entretenimiento popular, sino que se enorgullecía de él. «Nunca, en ningún caso, he tratado de hacer que las clases cultas fuesen más cultas», escribe en 1889 en una carta a Andrew Lang. «No estaba equipado para ello: me faltaban tanto las dotes naturales como la preparación. En este sentido, ambiciones no las he tenido nunca, siempre he andado a la caza de piezas más grandes: las masas. Rara vez me he propuesto instruirlas, pero he hecho todo lo que he podido por divertirlas. Con divertirlas, nada más, ya daría por satisfecha mi máxima y constante ambición.»

Como profesión de ética social del escritor, ésta de Mark Twain tiene por lo menos el mérito de ser sincera y verificable, más que muchas otras cuyas ambiciosas pretensiones didascálicas obtuvieron y perdieron crédito en los cien últimos años: él era realmente hombre de masa, y la idea de tener que inclinarse desde un peldaño más alto para poder hablar a su público le es por completo ajena. Y hoy, al reconocerle el título de
folk-writer
o cuentahistorias de la tribu —esa tribu multiplicada en inmensa escala que es la Norteamérica provinciana de su juventud—, no sólo se le atribuye el mérito de divertir, sino el de haber juntado un stock de materiales de construcción del sistema de mitos y fábulas de Estados Unidos, un arsenal de instrumentos narrativos que la nación necesitaba para formarse una imagen de sí misma.

En cambio, como profesión estética, resulta más difícil desmentir su filisteísmo declarado, y aun los críticos que han alzado a Mark Twain al lugar que se merece en el panteón literario norteamericano dan por descontado que a su talento espontáneo y un poco desaliñado sólo le faltaba un interés por la forma. Y sin embargo el gran logro de Twain sigue siendo el haber dado la prueba de un estilo y justamente de alcance histórico: el ingreso del lenguaje hablado americano, con la estridente voz de Huck Finn como recitante. ¿Se trata de una conquista inconsciente, de un descubrimiento que hizo por casualidad? Toda su obra, a pesar de ser desigual e indisciplinada, indica lo contrario, así como hoy puede resultar claro que las formas de la comicidad verbal y conceptual —desde la frase ingeniosa hasta el
nonsense
— son objeto de estudio en cuanto mecanismos elementales de la operación poética, y el humorista Mark Twain se nos presenta como un infatigable experimentador y manipulador de instrumentos lingüísticos y retóricos. A los veinte años, cuando todavía no había escogido su afortunado seudónimo y escribía en un periodicucho de Iowa, su primer éxito había sido el lenguaje totalmente disparatado, ortográfica y gramaticalmente, de las cartas de un personaje caricaturesco.

Justamente porque tiene que escribir sin interrupción para los diarios, Mark Twain anda siempre a la caza de nuevas invenciones formales que le permitan obtener de cualquier tema efectos humorísticos, y el resultado es que si hoy su historieta de
La célebre rana saltarina... (The jumping frog)
nos deja fríos, cuando la retraduce al inglés de una traducción francesa, todavía nos divierte.

Juglar de la escritura, no en virtud de una exigencia intelectual sino por su vocación de
entertainer
de un público que es cualquier cosa menos refinado (y no olvidemos que su producción escrita va unida a una intensa actividad de conferenciante y charlista público itinerante, pronto a medir el efecto de sus aciertos por las reacciones inmediatas de los oyentes), Mark Twain sigue procedimientos que no son tan diferentes de los utilizados por el autor de vanguardia que hace literatura con la literatura: basta ponerle en las manos un texto escrito cualquiera y empieza a jugar con él hasta que aparece un cuento. Pero debe ser un texto que no tenga nada que ver con la literatura: una relación al ministerio sobre un suministro de carne enlatada al general Sherman, las cartas de un senador de Nevada en respuesta a sus electores, las polémicas locales de los diarios de Tennessee, las rúbricas de un diario agrícola, un manual alemán de instrucciones para evitar los rayos, e incluso la declaración de réditos para la oficina de impuestos.

En la base de todo está su opción por lo prosaico contra lo poético: fiel a este código, es el primero que consigue dar voz y figura a la sorda corporeidad de la vida práctica americana —sobre todo en las obras maestras de la saga fluvial
Huckleberry Finn
y
Viejos tiempos en el Mississippi—
, y por otra parte —en muchos de los cuentos— se ve llevado a transformar este espesor cotidiano en una abstracción lineal, en un juego mecánico, en un esquema geométrico. (Una estilización que encontraremos, treinta o cuarenta años después, traducida al mudo lenguaje del mimo, en los
gags
de Buster Keaton.)

En los cuentos que tienen por tema el dinero se ve claramente esta doble tendencia: representación de un mundo que no tiene más imaginación que la económica, en la que el dólar es el único
deus ex-machina
operante, y al mismo tiempo demostración de que el dinero es algo abstracto, cifra de un cálculo que sólo existe en el papel, medida de un valor inaferrable en sí, convención lingüística que no remite a ninguna realidad sensible. En
El hombre que corrompió a Hadleyburg (The man that corrupted Hadleyburg
, 1899), el espejismo de un saco de monedas de oro desencadena la degradación moral de una austera ciudad de provincias; en
La herencia de 30.000 dólares
(1904) se gasta con la imaginación una herencia fantasmal; en
El billete de un millón de libras
(1893), un cheque por un importe demasiado alto atrae la riqueza sin necesidad de depositarlo ni de cambiarlo. En la narrativa del siglo pasado el dinero ocupaba un lugar importante: fuerza motriz de la historia en Balzac, piedra de toque de los sentimientos en Dickens; en Mark Twain el dinero es juego de espejos, vértigo del vacío. Protagonista de su más famoso cuento es la pequeña ciudad de Hadleyburg
«honest, narrow, selfrighteous, and stingy»
: honrada, estrecha, hipócrita y tacaña. Todos lo ciudadanos, resumidos en sus diecinueve notables más respetados, y estos diecinueve resumidos en Mister Edward Richards y esposa, los cónyuges cuyas metamorfosis internas seguimos, o mejor, la revelación de sí mismos a sí mismos. Todo el resto de la población es coro, coro en el verdadero sentido de la palabra por cuanto acompaña el desarrollo de la acción cantando estribillos, y con un corifeo o voz de la conciencia cívica llamado anónimamente
the saddler
, el talabartero. (De vez en cuando se asoma un trasgo inocente, el vagabundo Jack Halliday, única concesión marginal al color local, fugaz recuerdo de la saga del Mississippi.)

También las situaciones están reducidas a ese mínimo que sirve para hacer funcionar el mecanismo del cuento: en Hadleyburg cae como del cielo un premio —160 libras de oro, equivalentes a 40.000 dólares— del que no se conoce ni el donante ni el destinatario, pero que en realidad —nos enteramos desde el principio— no es una donación, sino una venganza y una burla para desenmascarar a los campeones del rigorismo mostrándolos como hipócritas y bribones. El instrumento de la burla es un talego, una carta en un sobre que ha de abrirse de inmediato, una carta en un sobre que ha de abrirse después, más diecinueve cartas todas iguales mandadas por correo, más varias posdatas y otras misivas (los textos epistolares siempre ocupan un lugar destacado en las tramas de Mark Twain), que giran todas en torno a una frase misteriosa, verdadera palabra mágica: quien la conozca obtendrá el talego de oro.

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