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Authors: Agatha Christie

Poirot investiga (3 page)

Lady Yardly se había alejado con el telegrama todavía en la mano.

—Ojalá no tuvieras que venderlo, George —dijo en voz baja—: Ha pertenecido a la familia durante tanto tiempo... —aguardó como si esperase una respuesta, pero al no recibirla su rostro se endureció y encogiéndose de hombros, dijo—: Tengo que ir a cambiarme. Supongo que será mejor preparar la «mercancía» —volvióse a Poirot con un ligero mohín—. ¡Es uno de los collares más horribles que se han visto! George siempre me prometía hacer que lo montaran de nuevo, pero nunca lo hizo.

Media hora más tarde los tres nos hallábamos reunidos en el gran salón, esperando a lady Yardly. Ya pasaban algunos minutos de la cena.

De pronto, entre un crujir de sedas, apareció lady Yardly bajo el marco de la puerta... una figura radiante vistiendo un traje de noche deslumbrador. Rodeando la columna de su garganta veíase una línea de fuego. Permaneció inmóvil, con una mano colocada sobre el collar.

—¿Dispuestos al sacrificio? —dijo en tono alegre. Al parecer, su malhumor había desaparecido—. Esperen a que encienda todas las luces y sus ojos podrán contemplar el collar más feo de Inglaterra.

Los conmutadores estaban junto a la puerta, y cuando extendió su mano hacia ellos ocurrió lo increíble. De pronto, sin previo aviso, se apagaron todas las luces, la puerta cerróse de golpe y desde el otro lado llegó hasta nosotros el grito penetrante como asustado de una mujer.

—¡Cielos! —exclamó lord Yardly—. ¡Es la voz de Maude! ¿Qué ha ocurrido?

A ciegas corrimos hacia la puerta, tropezamos unos con otros en la oscuridad. Transcurrieron algunos minutos antes de que pudiéramos descubrirlo. ¡Qué espectáculo presenciaron nuestros ojos! Lady Yardly yacía sin sentido sobre el suelo de mármol, con una señal roja en su blanco cuello en el lugar donde le fue arrancado el valiosísimo collar.

Cuando nos inclinamos sobre ella para averiguar si estaba viva o muerta, abrió los ojos.

—El chino —susurró dolorosamente—. El chino... por la puerta lateral.

Lord Yardly se puso en pie, lanzando una maldición. Yo le acompañé con el corazón palpitante. ¡Otra vez el chino! La puerta en cuestión era una pequeña situada en un ángulo de la pared, a menos de doce metros del escenario de la tragedia. Cuando llegamos a ella lancé un grito. Allí, cerca del umbral, estaba el collar resplandeciente, sin duda arrojado por el ladrón durante su huida. Yo me incliné para cogerlo, y entonces tuve que lanzar otro grito que fue coreado por lord Yardly, puesto que en el centro del collar había un gran hueco. ¡Faltaba la «Estrella del Este»!

—Esto demuestra que no se trata de un ladrón corriente —dije yo—. Lo único que deseaba era esa piedra.

—Pero, ¿cómo pudo entrar?

—Por esa puerta.

—Pero siempre está cerrada.

—Ahora no lo está —repuse—. Mire —y la abrí.

Al hacerlo, algo cayó al suelo. Lo recogí. Era un trocito de seda y un bordado inconfundible. Se trataba de un fragmento de
kimono
chino.

—Con las prisas se lo pilló en la puerta —expliqué—. Vamos, de prisa. No puede estar muy lejos.

Pero corrimos y buscamos en vano. En la densa oscuridad de la noche el ladrón había conseguido escapar fácilmente. Regresamos de mala gana y lord Yardly envió a uno de sus criados en busca de la policía.

Lady Yardly, debidamente atendida por Poirot, que para estos asuntos era tan eficiente como una mujer, se fue recobrando lo suficiente para poder relatar lo ocurrido.

—Iba a dar la otra luz —dijo—, cuando un hombre saltó sobre mí por la espalda. Me arrancó el collar con tal fuerza que caí al suelo. Al caer le vi desaparecer por la puerta lateral. Por la coleta y su
kimono
bordado comprendí que era un chino —se detuvo con un estremecimiento.

El mayordomo reapareció y dijo a lord Yardly en voz baja:

—Desea verle un caballero que viene de parte del señor Hoffberg. Dice que usted le espera.

—¡Cielo santo! —exclamó el noble aturdido—. Supongo que debo recibirle. No, aquí no, Mullins; en la biblioteca.

Yo le llevé aparte a Poirot.

—Escuche, amigo mío, ¿no sería mejor que regresáramos a Londres?

—¿Usted cree, Hastings? ¿Por qué?

—Pues —carraspeé—, las cosas no han ido del todo bien, ¿no es cierto? Quiero decir que usted dijo a lord Yardly que se pusiera en sus manos y todo iría bien... ¡y el diamante desaparece ante sus propias narices!

—Cierto —repuso Poirot bastante abatido—. No ha sido uno de mis éxitos más asombrosos. Su forma de describir los acontecimientos me hizo sonreír, pero me mantuve firme.

—De modo que habiendo complicado las cosas... y perdone la expresión, ¿no cree que sería más prudente marcharnos en seguida?

—¿Y la cena, la sin duda excelente cena que el
chef
de lord Yardly ha preparado?

—¡Oh, es por la cena! —dije impaciente.

Poirot alzó los brazos horrorizado.


Mon Dieu!
En esta parte del país tratan los asuntos gastronómicos con una indiferencia criminal.

—Existe otra razón por la que deseo regresar a Londres lo más pronto posible —continué.

—¿Cuál es, amigo mío?

—El otro diamante —dije bajando la voz—. El de la señora Marvell.


Eh bien
, ¿qué?

—¿No lo comprende? —su desacostumbrada torpeza me contrariaba. ¿Qué le había ocurrido en sus células grises? —Ya tienen uno, ahora irán en busca del otro.


Tiens!
—exclamó Poirot retrocediendo un paso y contemplándome con admiración—. ¡Su inteligencia es maravillosa, amigo! ¡Imagínese que no se me había ocurrido pensar en ello! ¡Pero hay mucho tiempo! Hasta el viernes no hay luna llena.

Meneé la cabeza, poco convencido. La teoría del plenilunio me daba frío. No obstante, logré convencer a Poirot y partimos inmediatamente, dejando una nota explicatoria y de disculpa para lord Yardly. Mi intención era ir en seguida al
Magnificent
para contar a Mary Marvell lo que había ocurrido, pero Poirot puso el veto a mi plan, insistiendo en que con ir a la mañana siguiente era suficiente. Yo me avine a ello de mala gana.

Por la mañana, Poirot pareció poco inclinado a cumplir lo prometido. Empecé a sospechar que, habiéndose equivocado desde el principio, sentíase reacio a llevar la cosa adelante. Como respuesta a mis ruegos, me hizo observar con admirable sentido común que puesto que los detalles del robo de Yardly Chase habían aparecido en los periódicos de la mañana, los Rolf sabrían ya tanto como podríamos contarles nosotros, y yo tuve que ceder a pesar mío.

Los acontecimientos demostraron que mis temores eran justificados. A eso de las dos sonó el teléfono y Poirot atendió la llamada. Tras escuchar unos instantes dijo brevemente:


Bien, j’y serai
—y cortando la comunicación se volvió hacia mí.

—¿Qué cree usted que ha ocurrido,
mon ami
? —parecía entre excitado y avergonzado—. El diamante de miss Marvell ha sido robado.

—¿Qué? —exclamé poniéndome en pie—. Y, ¿qué me dice ahora de la luna llena? —Poirot inclinó la cabeza—. ¿Cuándo ha sido?

—Creo que esta mañana.

Meneé la cabeza con pesar.

—Si me hubiera escuchado. ¿Ve usted cómo tenía razón?

—Eso parece,
mon ami
—repuso Poirot cautamente—. Dicen que las apariencias engañan, pero desde luego parece que así es.

Mientras nos dirigíamos al
Magnificent
en un taxi, yo iba pensando acerca de la verdadera naturaleza del plan.

—Esa idea de «la luna llena» ha sido muy inteligente. Su intención era que nos concentráramos el viernes, y de este modo cogernos desprevenidos. Es una pena que no haya usted pensado en ello.


Ma foi!
—exclamó vivamente Poirot, que había recobrado su equilibrio—. ¡Uno no puede pensar en todo!

Me dio lástima. Odiaba tanto el fracaso...

—Anímese —le dije para consolarle—. La próxima vez tendrá más suerte.

Una vez en el
Magnificent
fuimos introducidos inmediatamente en el despacho del gerente. Allí se encontraba Gregory Rolf con dos hombres de Scotland Yard. Un empleado pálido hallábase sentado ante ellos.

Rolf nos dedicó una inclinación de cabeza al vernos entrar.

—Estamos llegando al fondo de la cuestión —dijo—. Pero es casi increíble. No comprendo el aplomo de ese individuo.

En pocos minutos nos pusimos al corriente. Rolf había salido del hotel a las once y cuarto, y a las once y media un caballero tan parecido a él como para poder suplantarle, entró en el hotel y pidió le fuera entregado el joyero que guardaba en la caja fuerte. Firmó el recibo con la siguiente observación: «Resulta un poco distinta a mi firma habitual porque me he hecho daño al bajar del taxi.» El encargado limitóse a sonreír diciendo que él apenas notaba diferencia alguna. Rolf riendo, contestó: «Bueno, de todas formas esta vez van a encerrarme como falsificador. He estado recibiendo cartas amenazadoras de un chino, y lo peor de todo es que yo tengo cierto parecido con los orientales... por la forma que tienen mis ojos.»

—Yo le miré —explicó el empleado que nos lo refería—, y en seguida comprendí lo que quería decir. Sus ojos eran rasgados como los de los chinos. Nunca me había fijado hasta entonces.

—Maldita sea —gruñó Gregory Rolf inclinándose hacia delante—. ¿Lo nota ahora?

El hombre le miró sobresaltado.

—No, señor. Ahora no. Y la verdad es que aquellos ojos eran tan orientales como pueden serlo los suyos.

El hombre de Scotland Yard lanzó un gruñido.

—Muy osado e inteligente. Pensó que tal vez se fijaran en sus ojos y prefirió coger el toro por los cuernos para desvanecer recelos. Debió esperar a que usted saliera del hotel y entrar tan pronto como usted estuvo lejos.

—¿Y qué ha sido del joyero? —pregunté.

—Fue encontrado en uno de los pasillos del hotel. Sólo faltaba una cosa... el «Estrella del Oeste».

Nos miramos perplejos. Todo aquello era tan extraño e irreal...

Poirot se puso en pie.

—Me temo que yo no he servido de mucho —dijo pesaroso—. ¿Podría ver a madame?

—Me parece que está muy abatida por el disgusto —explicó Rolf.

—Entonces, ¿puedo hablar unas palabras con usted a solas, monsieur?

—Desde luego.

A los cinco minutos reapareció Poirot.

—Ahora, amigo mío —dijo alegremente—, corramos a una oficina de telégrafos. Tengo que enviar un telegrama.

—¿A quién?

—A lord Yardly —y para evitar discusiones me cogió del brazo—. Vamos, vamos,
mon ami
. Sé lo que opina de este desgraciado asunto. ¡No me he distinguido precisamente! Usted, en mi lugar, se habría lucido más. ¡
Bien
! Todo hay que reconocerlo. Olvidémoslo y vayamos a comer.

Eran las cuatro de la tarde cuando entramos en la residencia de Hércules Poirot. Una figura se puso en pie junto a la ventana. Era lord Yardly, que parecía cansado y afligido.

—Recibí su telegrama y he venido en seguida. Escuche, he ido a ver a Hoffberg y no sabe nada de ese representante suyo de ayer noche, ni del telegrama. ¿Usted cree que...?

Poirot levantó los brazos.

—¡Le presento mis excusas! Yo envié ese telegrama y contraté al caballero en cuestión.


¿Usted...?
Pero, ¿por qué? —exclamó lord Yardly.

—Mi intención era precipitar los acontecimientos.

—¡Precipitarlos! ¡Oh, Dios mío!

—Y el ardid dio resultado —replicó Poirot alegremente—. Por lo tanto, milord, tengo gran placer en devolverle... ¡esto! —y con gesto teatral extrajo de su bolsillo un objeto brillante. Era el «Estrella del Este».

—El «Estrella del Este» —susurró lord Yardley—. Pero no comprendo...

—¿No? —preguntó Poirot—. No importa—. Créame, era necesario, que el diamante fuese robado. Le prometí custodiarlo, y he cumplido mi palabra. Tiene que permitirme que guarde mi pequeño secreto. Le ruego que transmita mis respetos a lady Yardly, y le diga lo mucho que celebro poder devolverle la joya. Qué
beau temps
, ¿no? Buenas tardes, milord.

Y sonriendo y charlando, él sorprendente hombrecillo acompañó al asombrado lord hasta la puerta. Al volver, se frotaba las manos satisfecho.

—Poirot —dije—. ¿Es que me he vuelto loco?

—No,
mon ami
, pero está como siempre bajo una «niebla mental».

—¿Cómo consiguió el diamante?

—Me lo dio el señor Rolf.

—¿Rolf?


Mais oui!
Las cartas amenazadoras, el chino, el artículo de
Comentarios Sociales...
todo era producto del ingenio del señor Rolf. Los dos diamantes que se suponían tan milagrosamente iguales... ¡Bah!, no existían. Sólo había un diamante, amigo mío. Originalmente perteneció a la colección de los Yardly, pero desde hace tres años lo tenía el señor Rolf. Lo robó esta mañana con la ayuda de un poco de pintura en los ángulos de sus ojos. Ah, tengo que verle en alguna película, desde luego es un gran artista,
celui-là!

—Pero, ¿por qué iba a robar su propio brillante? —pregunté irritado.

—Por muchas razones. Para empezar, lady Yardly se estaba volviendo ingobernable.

—¿Lady Yardly?

—Comprenda, se quedaba muy a menudo sola en California. Su esposo iba a divertirse a otra parte. El señor Rolf era atractivo, y todo en él respiraba un aire de romance. Pero
au fond
era muy negociante ese monsieur. Le hizo el amor y luego víctima de sus chantajes. Traté de sonsacar a milady la otra noche y lo confesó. Jura que sólo fue indiscreta y la creo. Pero sin duda alguna, Rolf tenía cartas suyas a las que podía darse una interpretación muy distinta. Aterrorizada por la amenaza de divorcio y la perspectiva de tener que separarse de sus hijos, se avino a todo lo que él deseaba. Ella no tenía dinero propio y vióse obligada a permitirle que sustituyera la piedra auténtica por una imitación. La coincidencia de la fecha de la aparición del «Estrella del Oeste» me sorprendió en seguida. Todo va bien. Lord Yardly se dispone a regenerarse... a sentar la cabeza. Y entonces surge la amenaza de la posible venta del diamante, y la sustitución sería descubierta. Sin duda alguna, lady Yardly escribiría frenética a Gregory Rolf, que acababa de llegar de Inglaterra. Él la tranquiliza prometiéndole arreglarlo todo... y prepara el doble robo. De este modo tranquilizará a la dama, que pudiera confesarlo todo a su esposo, cosa que no le interesa en absoluto al chantajista, cobrará las cincuenta mil libras del seguro (¡usted lo había olvidado! ) y podrá conservar el diamante. En este punto me dispuse a intervenir. Se anuncia la llegada del experto en diamantes. Lady Yardly, tal como yo imaginaba, simula lo del robo... ¡que también lo hace muy bien! Pero Hércules Poirot no ve más que los hechos. ¿Qué ocurre en realidad? La dama apaga la luz, cierra la puerta y arroja el collar por el pasillo, gritando. Ya ha quitado el diamante previamente arriba con unos alicates...

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