Read Poeta en Nueva York Online

Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, poesía

Poeta en Nueva York (5 page)

CEMENTERIO JUDÍO

Las alegres fiebres huyeron a las maromas de
los barcos

y el judío empujó la verja con el pudor helado del
interior

de la lechuga.

Los niños de Cristo dormían,

y el agua era una paloma,

y la madera era una garza,

y el plomo era un colibrí,

y aun las vivas prisiones de fuego

estaban consoladas por el salto de la langosta.

Los niños de Cristo bogaban y los judíos
llenaban los muros

con un solo corazón de paloma

por el que todos querían escapar.

Las niñas de Cristo cantaban y las judías miraban la muerte

con un solo ojo de faisán,

vidriado por la angustia de un millón de paisajes.

Los médicos ponen en el níquel sus tijeras y guantes de goma

cuando los cadáveres sienten en los pies

la terrible claridad de otra luna enterrada.

Pequeños dolores ilesos se acercan a los
hospitales

y los muertos se van quitando un traje de sangre cada día.

Las arquitecturas de escarcha,

las liras y gemidos que se escapan de las hojas
diminutas

en otoño, mojando las últimas vertientes,

se apagaban en el negro de los sombreros de copa.

La hierba celeste y sola de la que huye con miedo
el rocío

y las blancas entradas de mármol que conducen al
aire duro

mostraban su silencio roto por las huellas
dormidas de los zapatos.

El judío empujó la verja;

pero el judío no era un puerto.

y las barcas de nieve se agolparon

por las escalerillas de su corazón:

las barcas de nieve que acechan

un hombre de agua que las ahogue,

las barcas de los cementerios

que a veces dejan ciegos a los visitantes.

Los niños de Cristo dormían

y el judío ocupó su litera.

Tres mil judíos lloraban en el espanto de las
galerías

porque reunían entre todos con esfuerzo media
paloma,

porque uno tenía la rueda de un reloj

y otro un botín con orugas parlantes

y otro una lluvia nocturna cargada de cadenas

y otro la uña de un ruiseñor que estaba vivo;

y porque la media paloma gemía

derramando una sangre que no era la suya.

Las alegres fiebres bailaban por las cúpulas
humedecidas

y la luna copiaba en su mármol

nombres viejos y cintas ajadas.

Llegó la gente que come por detrás de las yertas
columnas

y los asnos de blancos dientes

con los especialistas de las articulaciones.

Verdes girasoles temblaban

por los páramos del crepúsculo

y todo el cementerio era una queja

de bocas de cartón y trapo seco.

Ya los niños de Cristo se dormían

cuando el judío, apretando los ojos,

se cortó las manos en silencio

al escuchar los primeros gemidos.

New York, 18 de enero de 1930.

VIII
DOS ODAS

A MI EDITOR ARMANDO GUIBERT

GRITO HACIA ROMA

(DESDE LA TORRE DEL CRYSLER BUILDING)

Manzanas levemente heridas

por los finos espadines de plata,

nubes rasgadas por una mano de coral

que lleva en el dorso una almendra de fuego,

peces de arsénico como tiburones,

tiburones como gotas de llanto para cegar
una multitud,

rosas que hieren

y agujas instaladas en los caños de la sangre,

mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos

caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula

que untan de aceite las lenguas militares

donde un hombre se orina en una deslumbrante
paloma

y escupe carbón machacado

rodeado de miles de campanillas.

Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino,

ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,

ni quien abra los linos del reposo,

ni quien llore por las heridas de los elefantes.

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de
venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

El hombre que desprecia la paloma debía hablar,

debía gritar desnudo entre las columnas,

y ponerse una inyección para adquirir la lepra

y llorar un llanto tan terrible

que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.

Pero el hombre vestido de blanco

ignora el misterio de la espiga,

ignora el gemido de la parturienta,

ignora que Cristo puede dar agua todavía,

ignora que la moneda quema el beso de prodigio

y da la sangre del cordero al pico idiota del
faisán.

Los maestros enseñan a los niños

una luz maravillosa que viene del monte;

pero lo que llega es una reunión de cloacas

donde gritan las oscuras ninfas del cólera.

Los maestros señalan con devoción las enormes
cúpulas sahumadas;

pero debajo de las estatuas no hay amor,

no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.

El amor está en las carnes desgarradas por la sed,

en la choza diminuta que lucha con la
inundación;

el amor está en los fosos donde luchan las
sierpes del hambre,

en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas

y en el oscurísimo beso punzante debajo
de las almohadas.

Pero el viejo de las manos traslúcidas

dirá: amor, amor, amor,

aclamado por millones de moribundos;

dirá: amor, amor, amor,

entre el tisú estremecido de ternura;

dirá: paz, paz, paz,

entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;

dirá: amor, amor, amor,

hasta que se le pongan de plata los labios.

Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,

los negros que sacan las escupideras,

los muchachos que tiemblan bajo el terror
pálido de los directores,

las mujeres ahogadas en aceites minerales,

la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,

ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,

ha de gritar frente a las cúpulas,

ha de gritar loca de fuego,

ha de gritar loca de nieve,

ha de gritar con la cabeza llena de excremento,

ha de gritar como todas las noches juntas,

ha de gritar con voz tan desgarrada

hasta que las ciudades tiemblen como niñas

y rompan las prisiones del aceite y la música,

porque queremos el pan nuestro de cada día,

flor de aliso y perenne ternura desgranada,

porque queremos que se cumpla la voluntad de
la Tierra

que da sus frutos para todos.

ODA A WALT WHITMAN

Por el East River y el Bronx

los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,

con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.

Noventa mil mineros sacaban la plata de las
rocas

y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Pero ninguno se dormía,

ninguno quería ser el río,

ninguno amaba las hojas grandes,

ninguno la lengua azul de la playa.

Por el East River y el Queensborough

los muchachos luchaban con la industria,

y los judíos vendían al fauno del río

la rosa de la circuncisión

y el cielo desembocaba por los puentes y los
tejados

manadas de bisontes empujadas por el viento.

Pero ninguno se detenía,

ninguno quería ser nube,

ninguno buscaba los helechos

ni la rueda amarilla del tamboril.

Cuando la luna salga

las poleas rodarán para tumbar el cielo;

un límite de agujas cercará la memoria

y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.

Nueva York de cieno,

Nueva York de alambres y de muerte.

¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?

¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?

¿Quién el sueño terrible de sus anémonas
manchadas?

Ni un solo momento, viejo hermoso Walt
Whitman,

he dejado de ver tu barba llena de mariposas,

ni tus hombros de pana gastados por la luna,

ni tus muslos de Apolo virginal,

ni tu voz como una columna de ceniza;

anciano hermoso como la niebla

que gemías igual que un pájaro

con el sexo atravesado por una aguja,

enemigo del sátiro,

enemigo de la vid

y amante de los cuerpos bajo la burda tela.

Ni un solo momento, hermosura viril

que en montes de carbón, anuncios y
ferrocarriles,

soñabas ser un río y dormir como un río

con aquel camarada que pondría en tu pecho

un pequeño dolor de ignorante leopardo.

Ni un solo momento, Adán de sangre, macho,

hombre solo en el mar, viejo hermoso
Walt Whitman,

porque por las azoteas,

agrupados en los bares,

saliendo en racimos de las alcantarillas,

temblando entre las piernas de los chauffeurs

o girando en las plataformas del ajenjo,

los maricas, Walt Whitman, te señalan.

¡También ése! ¡También! Y se despeñan

sobre tu barba luminosa y casta,

rubios del norte, negros de la arena,

muchedumbres de gritos y ademanes,

como gatos y como las serpientes,

los maricas, Walt Whitman, los maricas

turbios de lágrimas, carne para fusta,

bota o mordisco de los domadores.

¡También ése! ¡También! Dedos teñidos

apuntan a la orilla de tu sueño

cuando el amigo come tu manzana

con un leve sabor de gasolina

y el sol canta por los ombligos

de los muchachos que juegan bajo los puentes.

Pero tú no buscabas los ojos arañados,

ni el pantano oscurísimo donde sumergen
a los niños,

ni la saliva helada,

ni las curvas heridas como panza de sapo

que llevan los maricas en coches y terrazas

mientras la luna los azota por las esquinas
del terror.

Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,

toro y sueño que junte la rueda con el alga,

padre de tu agonía, camelia de tu muerte,

y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.

Porque es justo que el hombre no busque su
deleite

en la selva de sangre de la mañana próxima.

El cielo tiene playas donde evitar la vida

y hay cuerpos que no deben repetirse en la
aurora.

Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.

Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.

Los muertos se descomponen bajo el reloj de
las ciudades,

la guerra pasa llorando con un millón de
ratas grises,

los ricos dan a sus queridas

pequeños moribundos iluminados,

y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo

por vena de coral o celeste desnudo.

Mañana los amores serán rocas y el Tiempo

una brisa que viene dormida por las ramas.

Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman,

contra el niño que escribe

nombre de niña en su almohada,

ni contra el muchacho que se viste de novia

en la oscuridad del ropero,

ni contra los solitarios de los casinos

que beben con asco el agua de la prostitución,

ni contra los hombres de mirada verde

que aman al hombre y queman sus labios en
silencio.

Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,

de carne tumefacta y pensamiento inmundo,

madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño

del Amor que reparte coronas de alegría.

Contra vosotros siempre, que dais a los
muchachos

gotas de sucia muerte con amargo veneno.

Contra vosotros siempre,

Faeries
de Norteamérica,

Pájaros
de la Habana,

Jotos
de Méjico,

Sarasas
de Cádiz,

Apios
de Sevilla,

Cancos
de Madrid,

Floras
de Alicante,

Adelaidas
de Portugal.

¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!

Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,

abiertos en las plazas con fiebre de abanico

o emboscados en yertos paisajes de cicuta.

¡No haya cuartel! La muerte

mana de vuestros ojos

y agrupa flores grises en la orilla del cieno.

¡No haya cuartel! ¡Alerta!

Que los confundidos, los puros,

los clásicos, los señalados, los suplicantes

os cierren las puertas de la bacanal.

Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del
Hudson

con la barba hacia el polo y las manos abiertas.

Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando

camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.

Duerme, no queda nada.

Una danza de muros agita las praderas

y América se anega de máquinas y llanto.

Quiero que el aire fuerte de la noche más honda

quite flores y letras del arco donde duermes

y un niño negro anuncie a los blancos del oro

la llegada del reino de la espiga.

IX
HUIDA DE NUEVA YORK

(Dos valses hacia la civilización)

PEQUEÑO VALS VIENÉS

En Viena hay diez muchachas,

un hombro donde solloza la muerte

y un bosque de palomas disecadas.

Hay un fragmento de la mañana

en el museo de la escarcha.

Hay un salón con mil ventanas.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals con la boca cerrada.

Este vals, este vals, este vals,

de sí, de muerte y de coñac

que moja su cola en el mar.

Te quiero, te quiero, te quiero,

con la butaca y el libro muerto,

por el melancólico pasillo,

en el oscuro desván del lirio,

en nuestra cama de la luna

y en la danza que sueña la tortuga.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals de quebrada cintura.

En Viena hay cuatro espejos

donde juegan tu boca y los ecos.

Hay una muerte para piano

que pinta de azul a los muchachos.

Hay mendigos por los tejados,

hay frescas guirnaldas de llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos.

Porque te quiero, te quiero, amor mío,

en el desván donde juegan los niños,

soñando viejas luces de Hungría

por los rumores de la tarde tibia,

viendo ovejas y lirios de nieve

por el silencio oscuro de tu frente.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals, este vals del "Te quiero siempre".

En Viena bailaré contigo

con un disfraz que tenga

cabeza de río.

¡Mira qué orillas tengo de jacintos!

Dejaré mi boca entre tus piernas,

mi alma en fotografías y azucenas,

y en las ondas oscuras de tu andar

quiero, amor mío, amor mío, dejar,

violín y sepulcro, las cintas del vals.

Other books

Lady Boss by Jackie Collins
Finders Keepers by Gulbrandsen, Annalisa
Coast to Coast by Jan Morris
Night of the Living Trekkies by Kevin David, Kevin David Anderson, Sam Stall Anderson, Sam Stall
0.5 One Wilde Night by Jenn Stark
A Narrow Margin of Error by Faith Martin
My Dog Doesn't Like Me by Elizabeth Fensham


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024