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Authors: Edwin A. Abbott

Tags: #Sátira

Planilandia (8 page)

Los círculos se apresuraron a sacar el máximo partido de su victoria. Aunque no acabaron con los trabajadores, los diezmaron. Se convocó inmediatamente a la milicia de los equiláteros y todos los triángulos sobre los que había sospechas razonables de irregularidad fueron destruidos tras comparecer ante un tribunal militar, sin la formalidad de una medición precisa por parte del consejo social. Los hogares de las clases militar y artesana fueron inspeccionados en una serie de visitas que se extendieron a lo largo de un año; y durante ese período todas las ciudades, pueblos y aldeas fueron purgados sistemáticamente de aquel exceso de los órdenes inferiores que se había producido a causa de haberse pasado por alto el pago del tributo de delincuentes para las escuelas y universidades, y por la violación de las otras leyes naturales de la constitución de Planilandia. Se restauró así, de nuevo, el equilibrio de clases.

Ni que decir tiene que a partir de entonces se abolió el uso del color y se prohibió su posesión. Y pasó a castigarse con una pena grave hasta pronunciar una palabra que denotase color, salvo en el caso de los círculos o de profesores cualificados de materias científicas. Sólo en nuestra universidad, en algunas de las clases más elevadas y esotéricas (a las que yo no he tenido nunca el privilegio de asistir), parece ser que aún se practica un uso restringido del color con la finalidad de ilustrar algunos de los problemas más profundos de las matemáticas. Pero de esto sólo puedo hablar de oídas.

El color es en la actualidad inexistente en toda Planilandia. Sólo hay una persona viva que conozca el arte de fabricarlos el círculo jefe, mientras lo es; y él se lo transmite en el lecho de muerte únicamente a su sucesor. Sólo lo produce una fábrica; y, para que nadie pueda revelar el secreto, se liquida anualmente a los trabajadores, y se introducen otros nuevos. Tan grande es el terror con el que nuestra aristocracia contempla, hoy incluso, los remotos días de la agitación en pro del proyecto de ley del color universal.

11
Sobre nuestros sacerdotes

YA ES HORA de que pase de estas breves notas discursivas sobre las cosas de Planilandia al elemento básico de este libro, mi iniciación en los misterios del Espacio.
Ése
es mi tema; todo lo anterior es un mero prefacio.

Debido a esto he de omitir muchas cuestiones cuya explicación me complace pensar que no dejaría de tener interés para mis lectores: como, por ejemplo, el método que tenemos para propulsarnos y pararnos nosotros mismos, a pesar de estar desprovistos de pies; los medios por los que proporcionamos fijeza a construcciones de madera, piedra o ladrillos a pesar de no tener, claro está, manos, no poder echar cimientos como podéis vosotros, ni servirnos de la presión lateral de la tierra; de qué modo se origina la lluvia en los intervalos entre nuestras diversas zonas, de manera que las regiones septentrionales no impidan que la humedad caiga en las meridionales; la naturaleza de nuestras montañas y minas, nuestros árboles y verduras, nuestras estaciones y cosechas; nuestro alfabeto y nuestro método de escritura, adaptado a nuestras tabletas lineales; estos detalles de nuestra existencia física, y un centenar más, debo pasarlos por alto, sin hacer ahora nada más que mencionarlos para indicar a mis lectores que su omisión se debe no a olvido por parte del autor, sino al respeto que inspira a éste el tiempo del lector.

Sin embargo estoy convencido de que mis lectores esperan que haga, antes de pasar a mi tema oficial, unos cuantos comentarios finales sobre esas columnas y soportes de la constitución de Planilandia, que son los que controlan nuestra conducta y conforman nuestro destino y son objeto de homenaje y casi adoración universales: ¿necesito decir que me refiero a nuestros círculos o sacerdotes?

Cuando les llamo sacerdotes, me gustaría que entendieses, lector, que no me refiero sólo a lo que el término significa entre vosotros. Entre nosotros, nuestros sacerdotes son administradores de todos los negocios, las artes y las ciencias; tienen a su cargo la industrias el comercio, el generalato, la arquitectura, la ingeniería, la educación, el arte de gobierno, la legislación, la moralidad, la teología; ellos, sin hacer nada personalmente, son la causa impulsora de todo lo que merece la pena hacer, que hacen otros.

Aunque a nivel popular todo aquel al que se llama círculo se considera un círculo, entre las clases mejor educadas se sabe que ningún círculo es en realidad un círculo, sino sólo un polígono con un número muy grande de lados muy pequeños. Cuando el número de lados aumenta, un polígono se aproxima a un círculo; y, cuando el número es realmente muy grande, digamos por ejemplo trescientos o cuatrocientos, es extremadamente difícil para el tacto más delicado apreciar ángulos poligonales. Aunque debería decir más bien que
sería
difícil porque, como he mostrado antes, la identificación táctil es desconocida entre el sector más elevado de la sociedad, y
tocar
a un círculo se consideraría una ofensa sumamente atrevida. Este hábito de abstención del tacto en la mejor sociedad permite a un círculo mantener el velo de misterio con que suele envolver la naturaleza precisa de su perímetro o circunferencia desde sus primeros años. Al ser el perímetro medio de 90 centímetros se sigue de ello que, en un polígono de trescientos lados, no tendrá cada uno de ellos más longitud que la centésima parte de treinta centímetros, o poco más de la décima parte de dos y medio; y, en un polígono de seiscientos o setecientos lados, éstos son poco mayores que el diámetro de una cabeza de alfiler de Espaciolandia. Se da por supuesto siempre, por cortesía, que el círculo jefe tiene en la actualidad diez mil lados.

El ascenso de la descendencia de los círculos en la escala social no se halla limitados como sucede entre las clases regulares más bajas, por la ley de la naturaleza que limita el aumento de lados a uno en cada generación. Si fuese así, el número de lados de un círculo sería una mera cuestión de linaje y aritmética, y el descendiente cuatrocientos noventa y siete de un triángulo equilátero sería necesariamente un polígono de quinientos lados. Pero no es así. La naturaleza se rige por dos normas antagónicas en lo referente a la reproducción circular; primera, que, a medida que la raza va ascendiendo en la escala de desarrollo, éste acelera su ritmo; segunda, que la fertilidad de la raza va disminuyendo en la misma proporción. Por tanto, en el hogar de un polígono de cuatrocientos o quinientos lados es raro encontrar un hijo; más de uno no se ve jamás. Por otra partes se han dado casos de hijos de polígonos de quinientos lados que nacen con quinientos cincuenta e incluso seiscientos.

También el arte interviene para colaborar en el proceso de la evolución superior. Nuestros médicos han descubierto que los pequeños y tiernos lados de un niño polígono de la clase superior se pueden fracturar y que se puede reestructurar toda su configuración, con tal exactitud que un polígono de doscientos o trescientos lados a veces, no siempre, pues el proceso entraña grave riesgo, pero sí a veces, se salta doscientas o trescientas generaciones, y duplica, como si dijésemos, el número de sus progenitores y la nobleza de su ascendencia.

Se sacrifica de este modo a más de un niño prometedor, ya que apenas si sobrevive a la intervención uno de cada diez. Pero la ambición de los padres es tan fuerte entre estos polígonos que están, digamos, en el borde de la clase circular, que resulta muy raro hallar un noble de esa posición en la sociedad, que haya desdeñado llevar a su primogénito al gimnasio neoterapéutico circular antes de que haya alcanzado el mes de edad.

Ha de transcurrir un año para poder saber si la intervención ha sido un éxito o un fracaso. Lo más probable es que al término de ese período el niño haya añadido una lápida más a las que llenan el cementerio neoterapéutico; pero en algunas raras ocasiones una alegre procesión devuelve a unos padres entusiasmados un pequeño que ha dejado ya de ser un polígono para ser un círculo, por una convención cortés, al menos: y un solo caso de resultado tan feliz induce a multitud de padres poligonales a someterse a sacrificios domésticos similares, que acaban en desenlaces disímiles.

12
Sobre la doctrina de nuestros sacerdotes

EN CUANTO A la doctrina de los círculos, puede resumirse brevemente en una sola máxima: «Atiende a tu configuración». Toda su doctrina, ya sea política, eclesiástica o moral, tiene por objeto la mejora de la configuración individual y colectiva… con especial referencia a la configuración de los círculos, a la que todos los demás objetivos se hallan subordinados.

Es mérito de los círculos el haber logrado reprimir con eficacia aquellas antiguas herejías que llevaban a los hombres a desperdiciar energías y sentimientos en la vana creencia de que la conducta depende de la voluntad, el esfuerzo, el adiestramiento, el estímulos la alabanza o cualquier cosa que no sea la configuración. Fue Pantociclo (el ilustre círculo antes mencionado como el que sofocó la rebelión cromática) el que primero convenció a la humanidad de que la configuración hace al hombre; de que si, por ejemplo, naces isósceles con dos lados desiguales, te irá mal, seguro, a menos que te los hagas igualar, para cuyo fin has de acudir al hospital de isósceles; así mismo, si eres un triángulo, o un cuadrado, o incluso un polígonos nacido con alguna irregularidad, te han de llevar a uno de los hospitales regulares a que te curen tu enfermedad; en caso contrario, acabarás tus días en la prisión del estado o a manos del ángulo del verdugo oficial.

Pantociclo atribuyó todas las faltas o defectos, desde la infracción más leve al crimen más atroz, a una desviación de la regularidad perfecta en la figura corporal, causada quizá (si no era congénita) por alguna colisión en una multitud; por olvidarse de hacer ejercicio o por hacer demasiado; o incluso por un cambio súbito de temperatura, consecuencia de un encogimiento o una expansión de alguna parte de la estructura demasiado sensible. Por tanto, para aquel ilustre filósofos ni la mala ni la buena conducta justifican, en una consideración serena, ni la alabanza ni la vergüenza Porque, ¿debes alabar, por ejemplos la integridad de un cuadrado que defiende fielmente los intereses de su cliente o deberías más bien admirar la precisión exacta de sus ángulos rectos? O también, ¿por qué culpar a un isósceles ladrón y mentiroso cuando deberías más bien deplorar la desigualdad irreparable de sus lados?

Esta doctrina es teóricamente indiscutible; pero tiene inconvenientes prácticos. Al tratar con isósceles, si un granuja alega que roba porque no puede evitarlo a causa de su irregularidad, debes contestar que por esa misma razón, porque no puede evitar ser un incordio para sus vecinos, tú, el magistrado, no puedes evitar condenarle a ser consumido, y queda zanjado así el asunto. Pero en los pequeños problemas domésticos, donde la pena de destrucción, o muerte, queda descartada, hay ocasiones en que esta teoría de la configuración encaja mal; y he de confesar que a veces, cuando uno de mis nietos hexagonales alega como excusa de su desobediencia que un súbito cambio de temperatura le ha debilitado el perímetro, y que yo debería atribuir la culpa a su configuración y no a él, que lo único que necesita es que le fortalezcan con las golosinas más exquisitas, ni veo medio lógico de rebatirle ni de aceptar pese a ello, en la práctica, su conclusión.

Yo, por mi parte, pienso que es mejor considerar que un buen castigo o una severa regañina ejercen una influencia latente y fortificante en la configuración de mi nieto; aunque haya de confesar que no tengo ninguna base para pensar de esa manera. De todos modos, no soy el único que se salva así de ese dilema; pues he descubierto que muchos de los círculos más elevados, cuando ofician de jueces en tribunales de justicia, alaban y culpan a las figuras regulares e irregulares; y sé por experiencia que, en sus hogares, cuando regañan a sus hijos, hablan de «bien» y «mal» con la misma pasión y vehemencia que si creyeran que esos nombres representaran existencias reales, y que una figura humana es realmente capaz de elegir entre ellos.

Los círculos, que aplican constantemente su política de convertir la configuración en la idea rectora de toda inteligencia, invierten la naturaleza de ese mandato que regula las relaciones entre padres e hijos en Espaciolandia. Entre vosotros, se enseña a los hijos a honrar a sus padres; entre nosotros (aparte de los círculos, que son el objeto principal de universal homenaje) se enseña al hombre a honrar a su nieto, si lo tiene; o, si no, a su hijo. Pero «honrar» no significa sin embargo «indulgencia», sino una consideración reverente de sus más altos intereses; y los círculos enseñan que el deber de los padres es subordinar sus propios intereses a los de la descendencia, fomentando así el bienestar de todo el estado, además del de su propia descendencia inmediata.

El punto débil del sistema de los círculos (si puede un humilde cuadrado aventurarse a decir que alguna cosa circular contenga algún elemento de debilidad) me parece a mí que se halla en sus relaciones con las mujeres.

Como es de la máxima importancia para la sociedad el que se eviten los nacimientos de irregulares, se sigue de ello que ninguna mujer que tenga alguna irregularidad en su ascendencia es compañera adecuada para quien desee que su posteridad ascienda por grados regulares en la escala social.

La irregularidad de un varón es una cuestión de medición, pero como todas las mujeres son rectas, y por tanto podríamos decir que visiblemente regulares, hay que idear algún otro medio de establecer lo que debo llamar su irregularidad invisible, es decir, sus irregularidades potenciales en relación con sus posibles vástagos. Esto se realiza mediante un cuidadoso control del linaje, que supervisa y preserva el estado; y a la mujer que no tenga un linaje oficialmente convalidado no se le permite casarse.

Sería lógico suponer que los círculos (orgullosos de su ascendencia e interesados en una descendencia que podría quizás desembocar en el futuro en un círculo jefe) ponen más cuidado que nadie en elegir una esposa que no tenga ninguna mancha en su blasón. Pero no es así. Lo de poner cuidado en la elección de una esposa regular parece disminuir a medida que se asciende en la escala social. Nada podría inducir a un isósceles con aspiraciones, que tuviese esperanzas de engendrar un hijo equilátero, a tomar una esposa que cuente con una sola irregularidad entre sus ancestros; un cuadrado o pentágono, convencido de que su familia se halla en un firme proceso de ascensión, no investiga más allá de la generación número quinientos; un hexágono o dodecágono es aún más despreocupado respecto al linaje de su esposa; pero se ha conocido el caso de un círculo que tomó deliberadamente a una mujer que había tenido un bisabuelo irregular, y todo por causa de una cierta superioridad del lustre, o por el atractivo de una voz suave… que entre nosotros, aún más que entre vosotros, se considera «una cosa excelente en una mujer».

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