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Authors: Francisco González Ledesma

Tags: #Policíaco

Peores maneras de morir (26 page)

BOOK: Peores maneras de morir
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La muerte tiene que llegar alguna vez, y nunca sabremos cómo será su cara. Méndez intentó al menos escupir a su enemigo.

Y entonces Méndez vio aquella sombra.

37

Fue eso. De momento solo una sombra. Méndez apenas veía la luz, la lamparita del techo, los estucados antiguos, las paredes que giraban en torno suyo como la última danza.

Y la sombra. Realmente Méndez no pudo ver nada. La sombra estalló contra las paredes y luego se difuminó. Los brazos que le ahogaban dejaron de apretar.

Pero la muerte seguía estando en Méndez. Y un último recuerdo: su madre que rezaba. Y él que fue niño alguna vez. Y un sacerdote que le abofeteaba porque no aprendía los Mandamientos.
Gloria in excelsis Deo
.

Pero el japonés ya había vuelto la cabeza. Tampoco entendía lo que pasaba. De pronto una mano brutal, enfilada de canto, le estalló en la nuca.

Era un golpe de los que pueden llegar a matar, pero Huko lo resistió. Soltó al policía y se volvió aturdido. No veía bien y solo distinguía sombras. También la lucecita ridícula del techo parecía estallar en sus ojos. Buscó entre aquellas sombras y vio algo que parecía una figura humana.

Con un alarido se lanzó hacia ella. Con solo el impacto la iba a aplastar.

Toda la casa tembló.

La sombra se había apartado, y Huko se estrelló materialmente contra una de las paredes. Todo pareció venirse abajo. Los cristales de una ventanita interior se rompieron y saltaron en todas direcciones. Se debieron de estremecer en sus tumbas todos los muertos que a lo largo de un siglo habían ido saliendo de la casa.

Huko no pareció entender aquella agilidad, aquel maldito juego. En su país, los luchadores de sumo no se esquivaban, sino que se abrazaban con todas sus fuerzas. Vaciló desorientado mientras veía la habitación como si fuera una pequeña caja, las luces que estallaban en sus ojos, una puerta rota, el balcón abierto.

Y entre el balcón y él, la sombra que se movía como un gato. Y las luces de la calle. Y la sensación de que no entendía nada, pero al mismo tiempo la certeza de que con un solo salto podía matar.

Aplastaría a aquella mancha escurridiza como antes había querido aplastar a Méndez.

Saltó.

Fue como una montaña en movimiento. La casa tembló de nuevo. Le pareció que abrazaba a la sombra y su boca fue a abrirse con un alarido de triunfo.

Pero no.

El alarido se rompió en su garganta.

Su enemigo se había agachado a tiempo, con la velocidad de un muelle automático. Todavía sin comprender lo que pasaba, Huko voló por encima. Su impulso gigante fue tan rápido que le impidió ver la habitación. Otra vez la ridícula lamparita pareció estallar en su cabeza.

Y delante suyo nada, nada…

Solo el balcón abierto. La barandilla por encima de la cual estaba pasando. Las voces de la calle, un escaparate iluminado, una mujer que chillaba, un grupo de gente que corría asustada y el coche. El coche nuevo que a lo mejor no estaba pagado, el vacío y el estallido final cuando su cabeza se empotró en el techo.

Era un solo piso, pero el volumen y el peso de Huko hicieron lo demás. Su cuello se rompió, su cabeza llegó hasta los asientos posteriores, donde había una sillita de niño.

¡CRAC…!

El crujido de los huesos pareció llenar la calle.

Y Méndez respiró con todas sus fuerzas, con toda su ansia, Méndez sintió que volvía a circular la sangre por sus venas y que regresaba a la vida.

Fue entonces cuando lo vio. Cuando distinguió la sombra casi a su lado y pudo ponerle cara.

La lengua se le quedó pegada al paladar. Sus ojos se nublaron.

Porque la sombra era un hombre, era alguien conocido.

Era Alejandro Ortiz, con sus ojos inyectados en sangre.

38

Siempre hay un bar cerca donde los policías dan sus últimos pasos, ahogan sus últimas maldiciones y toman su última copa. Siempre hay un tabernero muerto de sueño, una puta que esa noche no ha ganado un euro, un putero a quien su mujer ha echado fuera de casa.

Siempre hay un bar para la primera palabra de la confesión y la última palabra de la noche.

Méndez aún sentía las luces bailar en su cerebro, aún oía el ulular de las sirenas al acercarse a la casa. Aún le parecía todo irreal cuando se llevó las manos a los ojos.

La vieja calle del Carmen —tiendas de dormitorios rebajados y cabezas de estudiantes que estudian en la Biblioteca para poder comprarse el dormitorio— se había llenado de luces y sirenas, de órdenes y gritos, de agentes guapas que estrenaban pecho y agentes encabronados que buscaban estrenar pistola. Y en todo aquel caos, un coche perforado en la calle, y las patas de un tío gordo que salían del techo y parecían colgar del aire, luciendo un solo zapato.

Y la voz del jefe. Ese sí que estaba encabronado de verdad. Y un saludo cariñoso al personal:

—La madre que lo parió, Méndez.

Y los vecinos que lo habían visto todo desde la puerta abierta del piso, porque ya se sabe que los vecinos existen para verlo todo cuando hay espectáculo. Y las primeras declaraciones que señalaban al japonés como el cabrón de la telenovela.

—Fue él quien atacó, señor comisario. Fue a caer por el balcón porque había saltado por encima del otro, con intención de agarrarlo. Y si lo agarra, lo mata.

El señor Monterde, comisario principal, había acudido en persona cuando le dijeron que allí estaba Méndez. Ya lo había pensado al salir: «La madre que lo parió». Y su mala leche había saltado al ver el techo del automóvil y las patas del japonés.

«A lo mejor no quería matar al otro, a lo mejor solo quería hacerle una paja».

Monterde siempre pensaba bien.

Los fotógrafos, los oficiales del juzgado, los expertos en huellas, los de la tele que hábilmente empezaban a interrogar a los vecinos:

—¿Y usted no cree que este es un nuevo caso de violencia doméstica?

Y la pregunta fundamental, la pregunta de un juez que llevaba más de veinte horas de guardia sufriendo almorranas:

—Pero vamos a ver, ¿quién cojones vivía aquí?

—Una mujer muy buena persona que estaba retirada del oficio, señor juez. Y últimamente vivía con ella una chica muy mona que no hablaba apenas con nadie, porque era extranjera.

—¿De qué país?

—Para mí que era turca.

—¿Y dónde están ahora la señora retirada del oficio y la señorita turca?

—Se marcharon subrepticiamente y están en paradero desconocido, señor juez.

—Pues entonces busca y captura.

Y dirigiéndose al secretario, el juez añadió:

—Proceda.

Menos mal que siempre hay un bar pequeño y olvidado por los alcaldes, un bar con botellas antiguas, vasos comprados hace años en el Sepu, un camarero que mira el culo de la dueña y un dueño que vigila al camarero. Menos mal, porque ahora todo son cafeterías de a cien por hora, con muchos botellines de agua mineral y el último modelo de naranjada. Cafeterías donde los abogados toman un cortado entre dos clientes; los empleados, un corto entre dos broncas, y hasta alguna señorita, una limonada entre dos polvos. Ya no queda intimidad en los cafés, pensaba Méndez, seguramente porque la intimidad no existe y los cafés tampoco, porque ya no son rentables aquellas mesas del fondo donde moría el tiempo, donde los novios calculaban una hipoteca que nunca firmarían y los poetas escribían unos versos que no leería nadie. A los viejos cafés se los ha llevado el tiempo, y si alguien los recuerda es por lo que no se hizo, porque el encanto de los viejos cafés es que en ellos nunca se hizo nada.

Pero Méndez siempre conocía algún rincón y algún pedazo de silencio que la ciudad no había podido romper y los años habían conservado.

Muy bien, ya había pasado todo, si es que los asuntos judiciales acaban de pasar alguna vez. El piso de la calle del Carmen ya estaba precintado por segunda vez; el japonés, en el depósito, y el vehículo sin techo, poco menos que en el desguace. Méndez estaba a punto de ir al desguace también, pero antes tendría que escribir un informe de al menos veinte páginas.

—Los dos lo tenemos muy mal —dijo Alejandro Ortiz.

Porque Alejandro Ortiz estaba sentado a un lado, frente al velador, con expresión de no haber dormido en dos noches.

Méndez susurró:

—Yo respondo por usted ante el comisario. Cuando todos los partes estén hechos, usted quedará provisionalmente detenido y le interrogarán. A mí me interrogarán también, y además haré un informe en el que trataré de aclararlo todo. Pero de momento descanse y disfrute de una hora de tranquilidad, porque ya le he dicho que respondo por usted.

—Gracias.

—Es lo menos que puedo hacer después de que me haya salvado la vida.

—¿Por qué le atacó aquella bestia humana?

—Primero intentó comprarme. Luego, al ver que iba a detenerle de verdad, se sintió humillado y acabó perdiendo los nervios. Sus jefes también los han estado perdiendo últimamente.

—¿Quiénes son sus jefes?

Méndez prefirió decir solo una parte de lo que sabía.

—Huko era una especie de agente ejecutivo de una organización de tráfico de mujeres esclavas que abarca el continente, y cuyos jefes están ahora en España, o al menos eso es lo que pienso. Tienen dinero y poder. Ostentan empleos aparentemente legítimos en sociedades formalmente respetables, y si algún desgraciado o desgraciada se mete en sus negocios, lo eliminan. Saben que cuando muere un millonario pasan cosas, pero cuando muere un muerto de hambre se archiva pronto el caso, porque nadie se ocupa de mover papeles, o es demasiado insignificante para moverlos. Perdone si incluyo a su hija en ese apartado. Una chiquilla muerta solo aparece una vez en los diarios. Luego, nada.

La cara de Alejandro Ortiz estaba tensa. En sus ojos había algo indescifrable que se había perdido en el espacio. Dijo con voz opaca.

—Usted es el único que está tratando de vengarla, Méndez.

—¿Por eso me ha seguido?

—Sí.

—¿Cómo lo ha conseguido? Usted está en una clínica mental, con un diagnóstico de depresión aguda. Yo mismo vi que apenas podía andar.

Ortiz clavó por primera vez en él sus ojos, que eran como dos bolas de acero.

—Finjo muy bien. —Cerró un momento aquellos ojos de metal y añadió—: Uno hace bien las cosas cuando está desesperado, cuando no tiene otra salida. La clínica mental es la única coartada de que dispongo, por eso he fingido hasta el fin.

—Le acabarán descubriendo.

—De momento se limitan a tenerme apaciguado. Aún no me han hecho el examen a fondo que sin duda ha pedido el juez.

—Y usted es para ellos una especie de bulto al que van calmando poco a poco.

—Sí.

—Hace un papel estupendo, amigo Ortiz. Admirable, diría yo.

—Lo hago con todo el empeño del que soy capaz.

—¿Para qué?

—Quiero vengar a mi hija.

El silencio se hizo entre los dos duro, casi mineral. Todo en el pequeño café se hizo repentinamente opaco. La puerta de cristal reflejó las luces nocturnas de una ciudad que de pronto no existía.

—Le vigilan muy poco… —susurró Méndez.

—Es natural. No estoy acusado de nada y para ellos no soy más que un enfermo destrozado que no puede ni andar, y por eso no me prestan ninguna atención por las noches. Hay dos rondas para vigilar el tratamiento, una a las diez de la noche y la otra a las siete de la mañana, pero las tengo controladas y sé que dispongo de unas horas. Nadie impide que me pueda escapar por el jardín. Además, he estudiado cada uno de sus rincones meticulosamente.

—Hoy se le ha terminado la comedia, amigo.

—Lo sé, pero al menos he empezado mi venganza.

Méndez se inquietó ante aquella mirada ausente que solo debía ver una parte del pasado, una habitación, una pared desnuda y una muchacha tendida en una mesa de la morgue. Comprendió que hay desesperaciones más fuertes que la vida, comprendió que aquel hombre no perdonaría jamás.

—¿Por qué me seguía a mí? —preguntó.

—Se lo he dicho; porque usted me parece el único capaz de vengar a mi hija.

—¿Por qué lo ha pensado?

—Porque la policía se limitó a precintar el piso, que de pronto ya no tenía ningún interés. Usted fue el único que se metió en él y trató de investigar.

—¿Cómo lo supo?

—Le vi meterse en la casa de al lado, la tapiada. Yo sabía que desde una casa se puede vigilar la otra.

Méndez dijo suavemente:

—Así fue como supe que usted visitaba aquella habitación.

—No sé si lo entenderá, pero aquella habitación era lo único que quedaba de mi vida.

Pues claro que Méndez lo entendía, claro que sí. «Méndez, lo estás entendiendo todo como si te hubiera pasado a ti». La habitación donde se conservaban los muebles, los recuerdos, el aliento, el tiempo de la niña. Méndez no había tenido hijos y nunca los tendría, pero sus ojos se nublaron un momento.

—La casa va a ser derribada —dijo.

—Sí.

—Pronto no quedará nada, ni el aire de lo que ha existido alguna vez.

El silencio otra vez, el brillo quieto en los ojos de Ortiz, que de pronto —y eso solo lo sabe él— han sido atravesados por un pedacito de muerte.

—La ciudad, Méndez, está llena de cosas que han existido, y en las calles siempre hay alguien que las recuerda. Por eso caminamos sobre el pasado y por eso el tiempo nos está esperando en las esquinas.

Las manos estaban posadas sobre el velador donde quizá un hombre que no se atrevía a hablar escribió el nombre de su amada. Méndez dijo con un hilo de voz:

—Para usted, su hija existe.

—Y sus asesinos también existen. Por eso hago lo que hago.

—Me parece que ninguno de los dos cree de verdad en la ley y me parece que los dos pensamos lo mismo. Pero ahora se le ha acabado la protección que tenía usted en la clínica, donde no era más que un bulto en el que nadie se fijaba. Ahora van a ir a por usted porque se habrán dado cuenta de que usted quiere ser su verdugo.

—Mejor así. Ya ha visto que sé pelear, Méndez.

—De momento he de llevarle a comisaría, donde quedará detenido. Espero que encuentre apoyos.

¿Apoyos? ¿Quién podía apoyar a un hombre tan perdido como Alejandro Ortiz? Méndez pensó en Mónica Arrabal, desde luego, y hasta estuvo a punto de preguntar por ella, pero sus labios quedaron plegados en un rictus de silencio. No la mencionó.

39

El delegado de Cáritas anunció:

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