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Authors: Edgar Rice Burroughs

Pellucidar (22 page)

BOOK: Pellucidar
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Entonces lo entendí todo. Mis ojos se abrieron incluso más de lo que lo habían hecho antes. ¡Era la armada! Era la armada del Imperio de Pellucidar; la armada que había aconsejado a Perry que construyera en mi ausencia. ¡Era mi armada!

Arrojé mi remo y me puse en pie, gritando y agitando mi mano. Dian y Juag me miraban como si me hubiera vuelto loco de repente. Cuando pude parar de gritar les conté lo que ocurría, y se unieron a mi alegría gritando conmigo.

Pero Hooja seguía acercándose. La primera de las faluchas no iba a conseguir alcanzarle antes de que se situara a nuestro costado, o cuanto menos a tiro de flecha.

Hooja debía de haberse quedado tan intrigado como yo sobre la identidad de aquella extraña flota; pero al verme saludarles, evidentemente supuso que eran aliados nuestros, por lo que ordenó a sus hombres que redoblasen sus esfuerzos por alcanzarnos antes de que la falucha les cortase el paso.

Ordenó a gritos al resto de la flota —transmitiéndose la orden unos a otros hasta que llegó a la última de las canoas —que retrocedieran, y se situaran al costado de los extraños para abordarlos, pues con sus doscientas naves y sus ocho o diez mil guerreros, evidentemente, se sentía capaz de vencer a los cincuenta navíos del enemigo, que no aparentaban transportar a más de tres mil hombres como máximo.

De ese modo dirigía primero sus propias fuerzas contra Dian y contra mí, dejando el resto de la tarea a las demás canoas. Pensé que había pocas dudas en que lo iba a conseguir, al menos en lo que a nosotros concernía, y temí por las represalias que podía tomar contra nosotros si la batalla iba en su contra, lo que estaba seguro que iba a suceder, pues Perry y los mezops debían de traer con ellos las armas y municiones que contenía el Excavador. Pero en absoluto estaba preparado para lo que vino a continuación.

Cuando la canoa de Hooja llegó hasta unas veinte yardas de nosotros, una bocanada de humo surgió de la proa de la falucha que avanzaba al frente, seguida inmediatamente a continuación de una terrorífica explosión, y un pesado proyectil rugió por encima de las cabezas de los hombres de Hooja que se encontraban en la nave, levantando una gran salpicadura de agua al caer un poco más allá de donde estaban situados.

¡Perry había perfeccionado su pólvora y había construido un cañón! ¡Era increíble! Dian y Juag, tan sorprendidos como Hooja, giraron sus asombradas miradas hacia mí. El cañón volvió a rugir. Supongo que comparándolo con las poderosas armas de los modernos buques del mundo exterior, era una cosa extremadamente pequeña e inadecuada, pero en Pellucidar era el primero de su especie, e inspiraba un terror inimaginable.

Cuando el estallido de una bala de cañón de unas cinco pulgadas de diámetro alcanzó la piragua de Hooja, justo encima de su línea de flotación, hizo astillas su costado, volcándola y arrojando a sus ocupantes al mar.

Las cuatro piraguas que se encontraban al lado de la de Hooja, habían virado para interceptar la falucha que avanzaba en primer lugar. Incluso ahora, ante la visión de lo que para ellos debía ser una catástrofe demoledora, seguían avanzando valientemente en dirección a aquella terrible y extraña nave.

En ellas habría unos doscientos hombres, mientras que apenas cincuenta se alineaban en la borda de la falucha para repeler su ataque. El capitán de la falucha, que resultó ser Ja, les dejó que se acercaran y luego lanzó sobre ellos una andanada de fuego con las armas de mano.

Los cavernícolas y los sagoths que ocupaban las canoas parecieron marchitarse ante aquella ráfaga de muerte, como la hierba seca lo hubiera hecho ante el incendio de la pradera. Aquellos que no fueron alcanzados arrojaron sus lanzas y sus arcos, y, agarrando los remos, intentaron escapar. Pero la falucha les persiguió implacablemente con su tripulación haciendo fuego a discreción.

Finalmente oí a Ja dirigirse a gritos a los supervivientes —que se encontraban bastante cerca de nosotros —que perdonaría sus vidas si se rendían. Perry se hallaba al lado de Ja, y supe que aquella generosa acción había sido sugerida, sino ordenada, por el anciano; a ningún pellucidaro se le habría ocurrido jamás mostrar clemencia con un enemigo derrotado.

Al no haber ninguna otra alternativa salvo la muerte, los supervivientes se rindieron, y un momento después fueron conducidos a bordo del Amoz, nombre que ahora podía distinguir impreso en grandes letras sobre la proa, y que nadie en aquel mundo podía leer excepto Perry y yo.

Cuando los prisioneros estuvieron a bordo, Ja llevó la falucha al lado de nuestra piragua. Muchas fueron las voluntariosas manos que se ofrecieron para izarnos a su cubierta. Los broncineos rostros de los mezops estaban plagados de sonrisas, y Perry estaba claramente fuera de sí de la alegría.

Dian subió a bordo en primer lugar y después lo hizo Juag. Yo preferí ayudar a Rajá y a Raní a subir a bordo, pues era consciente que harían pedazos a cualquier mezop que los tocase. Finalmente, cuando les subimos a bordo, causaron una gran conmoción entre la tripulación, que nunca había visto a un hombre manejar de esa forma a dos bestias salvajes.

Perry, Dian y yo, teníamos tantas preguntas que hacernos que casi no podíamos contenernos, pero tuvimos que dejarlas para más adelante ya que la batalla con el resto de la flota de Hooja apenas había comenzado. Desde las pequeñas cubiertas de las faluchas el tosco cañón de Perry vomitaba humo, llamas, truenos y muerte. El aire retumbaba con sus rugidos. La horda de Hooja, como los salvajes e intrépidos guerreros que eran, se acercaban para lanzarse en un último combate a muerte con los mezops que tripulaban nuestros navíos.

El manejo de nuestra flota por los rojos guerreros isleños del clan de Ja distaba mucho de ser perfecto. Era evidente que Perry, tras completar la construcción de las naves, no había perdido tiempo en emprender la travesía.

Lo poco que capitanes y tripulación sabían de cómo manejar las faluchas, lo debían haber aprendido durante su embarco en aquel viaje, y aunque la experiencia es una excelente maestra y había hecho mucho por ellos, todavía les quedaba bastante por aprender. Al maniobrar para cambiar de posición, continuamente se estorbaban unas con otras, y en dos ocasiones disparos de nuestras propias baterías estuvieron cerca de hundir nuestros barcos.

No obstante, tan pronto como me hallé a bordo de la nave capitana, intenté corregir este problema. Haciendo circular la orden boca a boca de una nave a otra, me las arreglé para disponer las cincuenta faluchas en una especie de fila con la nave capitana al frente. Así formados, lentamente comenzamos a rodear la posición del enemigo. Las piraguas se acercaban a nuestro costado derecho intentando abordarnos, pero al mantenernos en movimiento en una única dirección y en círculo, nos las arreglamos para eludirlas manteniéndonos mutuamente alejados entre nosotros, y permitiéndonos disparar nuestro cañón y nuestras pequeñas armas de fuego con menos peligro para nuestros propios camaradas.

Cuando tuve un momento para mirar a mi alrededor, eché un vistazo a la falucha en la que me hallaba. Tengo que confesar que me maravillé con su excelente construcción y las firmes aunque veloces líneas de la pequeña nave. Que Perry hubiera optado por aquel tipo de navío me parecía bastante singular, ya que aun cuando le había prevenido contra los navíos de guerra de grandes torretas, acorazados y con parecidos alardes inútiles, al ver su armada esperaba encontrarme con una clara tendencia hacia una magnificencia terrible y siniestra, toda vez que la idea de Perry siempre había sido la de intimidar a los ignorantes cavernícolas cuando hubiéramos de enfrentarnos a ellos en combate. Sin embargo, yo había descubierto que aunque se les podía asombrar fácilmente con algún nuevo ingenio bélico, era prácticamente imposible aterrorizarles hasta el extremo de rendirse.

Más tarde averigüé que Ja había estudiado detenidamente junto a Perry los planos de varios tipos de naves. El anciano le había explicado detalladamente todo lo que los textos decían de ellas. Los dos habían trazado sus dimensiones en el suelo para que Ja pudiera comprobar los tamaños de los diferentes navíos. Perry había construido maquetas, y Ja le había hecho leerle y explicarle cuidadosamente todo lo que pudo encontrar sobre el manejo de barcos de vela. El resultado de todo aquello fue que Ja eligió la falucha. No obstante, Perry también había realizado una excelente contribución, pues se había obstinado en construir una enorme fragata de la época del almirante Nelson. Me lo dijo él mismo.

Uno de los motivos que habían hecho decidirse a Ja por la falucha, era el hecho de que en su equipación incluía remos. Era perfectamente consciente de las limitaciones de su gente en el manejo de la vela, y aunque nunca habían usado remos como los que allí se describían, eran tan similares a los que ellos utilizaban que estuvo seguro de que rápidamente dominarían aquel arte. Y lo consiguieron. Tan pronto como el primer casco estuvo terminado Ja lo mantuvo constantemente en el agua, primero con una tripulación y luego con otra distinta; así hasta que un total de dos mil guerreros aprendieron a bogar. Después plantaron los mástiles y se designó una tripulación para la primera nave.

A medida que construían las siguientes, también aprendían a manejarlas. De esta forma, cuando una nave estaba acabada, era lanzada al agua y ocupada por su tripulación que aprendía a gobernarla bajo la guía de los que se habían graduado en el primer navío, y así sucesivamente hasta que todas las naves tuvieron su propia tripulación.

Pero regresemos a la batalla. Los hombres de Hooja seguían acercándose, pero cuanto más rápido se acercaban más rápido les abatíamos. Aquello era una carnicería. Una y otra vez les gritaba que se rindiesen, prometiéndoles sus vidas si así lo hacían. Al final apenas quedaron diez embarcaciones que se dieron la vuelta y emprendieron la huida. Pensaban que remando se podían alejar de nosotros. ¡Pobres ilusos! Hice pasar de una nave a otra la orden de cesar el fuego; no se mataría a ningún hombre de Hooja a menos que disparase sobre nosotros. A continuación partimos tras ellos. Soplaba una pequeña brisa y nos deslizamos sobre nuestra presa tan graciosa y suavemente como lo hubieran hecho unos cisnes en la laguna de un parque. Al aproximarnos a ellos pude apreciar no sólo la maravilla, sino la admiración en sus ojos. Entonces me dirigí a la canoa más cercana.

—¡Arrojad vuestras armas y subid a bordo! —grité—. ¡No se os hará ningún daño! ¡Se os dará comida y se os devolverá a tierra firme! ¡Luego seréis libres bajo la promesa de no volver a alzar vuestras armas contra el emperador de Pellucidar!

Creo que lo que más les interesó fue la promesa de comida. Apenas podían creer que no les íbamos a matar. Pero cuando les mostré los prisioneros que ya habíamos tomado, y comprobaron que estaban vivos y sin daño alguno, un enorme sagoth que se hallaba en una de las canoas me pregunto qué garantías les daba de que mantendría mi palabra. 

—Ninguna otra más que mi palabra —contesté.

Los pellucidaros son bastante escrupulosos con estas cuestiones, así que el sagoth podía entender que posiblemente estuviera diciendo la verdad. Pero lo que era incapaz de comprender era por qué no les matábamos, a no ser que pretendiéramos esclavizarles, por lo que tuve que negar aquello tanto como ya les había prometido que les liberaría. Ja no veía con claridad la sabiduría de mi plan. Pensaba que debíamos haber perseguido a las diez canoas supervivientes para después hundirlas; pero insistí en que debíamos liberar a tantos de nuestros enemigos en el continente como nos fuera posible.

—Estos hombres —le expliqué—, regresarán a la isla de Hooja, a las ciudades mahar de las que proceden, o a los países de los que fueron capturados por los mahars. Son hombres de dos razas y de varios países. Divulgarán a lo largo y a lo ancho de Pellucidar el relato de nuestra victoria, y mientras permanezcan con nosotros les dejaremos que vean y oigan muchas cosas maravillosas que luego puedan contar a sus jefes y a sus amigos.

—Es la mejor forma de tener una buena publicidad gratis, Perry —añadí mirando al anciano—, que la que tú o yo hubiéramos logrado jamás.

Perry estuvo de acuerdo conmigo. De hecho, hubiera estado de acuerdo con cualquier cosa que hubiera impedido la muerte de aquellos pobres diablos que habían caído en nuestras manos. Sentía un gran entusiasmo por fabricar pólvora, cañones y armas de fuego, pero cuando se trataba de utilizar aquellas invenciones para matar gente, era tan tierno de corazón como un pollo.

El sagoth con quien había parlamentado se dirigió a los demás sagoths que había en la embarcación. Evidentemente discutían la sabiduría de rendirse o no.

—¿Qué será de vosotros si no os rendís? —les pregunté—. Aunque no abriésemos fuego contra vosotros y no os matásemos, sencillamente navegaríais a la deriva hasta que murieseis de hambre y de sed. No podéis dirigiros a las islas, porque como bien habéis visto los nativos son numerosos y hostiles. Os matarán en el momento en que desembarquéis.

El resultado final de todo aquello fue que la canoa en la que estaba al mando el portavoz sagoth se rindió. Los sagoths arrojaron sus armas y les subimos a bordo de la siguiente nave que se hallaba en la fila tras el Amoz. Antes, Ja tuvo que recalcar al capitán y a la tripulación de la nave que los prisioneros no fuesen maltratados o asesinados. Después de esto las restantes canoas abandonaron los remos y se rindieron. Distribuimos los prisioneros entre el resto de la flota, ya que hubieran sido demasiados para un solo navío. De esta forma concluyó el primer combate real del que los mares pellucidaros habían sido testigos, aunque Perry todavía insiste en que la refriega en que tomó parte el Sari fue una batalla de primera magnitud.

Concluida la batalla y con los prisioneros dispuestos y alimentados —y no penséis que Dian, Juag y yo, así como igualmente los dos sabuesos, no comimos también— volví mi atención hacia la flota. Dispusimos las faluchas alrededor de la nave capitana, y con toda la ceremonia de la que habría hecho gala un señor feudal, Dian y yo, el emperador y la emperatriz de Pellucidar, recibimos a los capitanes de las cuarenta y nueve faluchas que seguían a la nave capitana.

Fue un gran evento. Los salvajes guerreros de bronce entraron por completo en el espíritu de la ceremonia, ya que, como más tarde averigüé, el viejo Perry no había dejado pasar un momento sin recordarles que David era el emperador de Pellucidar, y que todo lo que habían logrado hasta el momento, y todo lo que lograrían en el futuro, se debía al poder, y era consecuencia de la gloria de David. El anciano se lo debió de inculcar a fondo, porque aquellos feroces guerreros casi llegaron a las manos en sus esfuerzos por ser los primeros en arrodillarse ante mí y besar mi mano. No obstante, cuando tuvieron que besar la de Dian creo que les gustó mucho más. Lo cierto es que a mí también me hubiera ocurrido así.

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