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Authors: Adolfo García Ortega

Pasajero K (8 page)

En cuanto lo hubo dicho, se echó a llorar de repente. Quizá pensó en su madre como Balmori pensó también en la suya. Las historias se repetían, fue lo que cruzó por las mentes de ambos como un pensamiento fácil, fugaz, inevitable. Pero enseguida su llanto se tornó una risa nerviosa que contagió a Balmori. Estar embarazada era algo bueno, dijo él, había que alegrarse por ello. Sidonie asintió, aunque más bien parecía expresar desconcierto. Lo había sabido en Madrid y seguía en la idea de que lo que le estaba ocurriendo le era más bien ajeno. Sin embargo, se rió de angustia, porque era lo que le faltaba precisamente ahora, la ironía de ser madre. Tendría que cuidarse. Debería comer algo. Deberían comer algo los dos, ella y Balmori, pero solo imaginar la comida le daba náuseas. Le rogó que la metiera en un taxi; pasará un rato en casa antes de tomar su tren para La Haya. Le vendrá bien descansar y cambiarse de ropa.

Pero Balmori no quería dejarla así. De pronto estaba preocupado por ella. No podía evitar pensar en lo de anoche. Temía que la asaltasen otra vez. Sidonie sacudió la cabeza. No, no volverá a pasar. Pero podía dejarla en casa. En el fondo le agradecía el último esfuerzo de acompañarla hasta allí. Balmori aceptó mientras le rogaba que se tomase el asunto en serio. En ese momento advirtió con toda lucidez que ella estaba realmente indefensa.

Balmori corrió a buscar un taxi. A los pocos minutos vino con uno; ella se había puesto de pie y se había aproximado a la calzada para esperarlo en el bordillo de la acera, demostrándole que ya estaba mucho mejor. Aun así, la ayudó a montarse en el coche. Irá con ella, la dejará en la puerta de su casa, no le costaba nada. Sidonie le daba una y otra vez las gracias, aunque una vez dentro del taxi, hizo recuento de lo poco que sabía de ese hombre: apenas conocía que estaba filmando un maniático documental, que hacía extrañas fotografías y que luchaba con hacer visible la K de su apellido. Solo eso. ¿Quién era en realidad? Poco importaba, porque había sido muy generoso al vivir con ella la experiencia de la noche en el tren. No hacía ni veinticuatro horas que había sabido de su existencia y desde entonces no había pasado ni una hora sin él. Quizá necesitaba distanciarse, tomar perspectiva.

Al salir de la estación por el bulevar de l’Hôpital, el taxi giró a la izquierda, dejando atrás el Sena y Quai d’Orsay; cruzó por el hospital de la Salpêtrière y se adentró por un caos de circulación lenta y estridente en dirección al cementerio de Montparnasse, que dejó a la derecha (
adieu
Gainsbourg,
adieu
Baudelaire,
adieu
Soutine,
adieu
Beckett,
adieu
Dreyfus,
adieu
Maupassant). Ella le sugirió al taxista que fuese por la rue de l’Ouest y continuase por la rue Vouillé, antes de entrar por la calle donde ella vivía. Durante el trayecto le dijo a Balmori que prefería quedarse sola. Él lo entendió perfectamente, no pensaba otra cosa, además no querría que ella se sintiera incómoda, teniéndolo allí como un extraño enfermero. A Balmori le dio la impresión en ese momento de que, en realidad, eran personas muy distintas, de generaciones casi dispares en todo. Eso no tenía que ser necesariamente malo, supuso. ¿Cómo le podía agradecer lo que había hecho por ella?, preguntó Sidonie. Quizá se volvieran a encontrar alguna otra vez. Entonces verían juntos una de esas películas de Sterling Hayden. Sin duda que lo harán. Él la llevará. Lo prometía.

Sidonie vivía en el 44 de la rue Santos-Dumont, en Convention, el distrito
XV
. El barrio era de clase media liberal, con el encanto de una vida social de buena vecindad, pequeños comercios y cafés políglotas; un barrio residencial y tranquilo, sin turistas, un tanto esnob, multiétnico y renovado, de casas no muy altas y fachadas irregulares, viejas y recientes; sobresalían altos árboles por encima de algunos tejados, que delataban frondosos jardines en los patios interiores, con cerezos y moreras; en ciertas calles solitarias el empedrado de adoquines parecía descuidado a propósito y por las rendijas crecía un tímido y vigoroso musgo.

Su casa era la casa de al lado de la que tenía Brassens cuando vivía (había un parque cerca que llevaba su nombre). Por lo que respectaba al piso de Sidonie, su dueña, la hija de un arquitecto que se había ido a San Francisco, convirtió el ático en un
loft
casi neoyorquino. Se lo había arrendado barato. Mientras hablaba refiriendo los avatares de su casa, la risa de Sidonie se volvía franca y la convertía de nuevo en la niña que Balmori vio acurrucada en el tren. Sobre todo su expresión se tornó feliz cuando habló de la portera que hacía las veces de casera y asistenta. La mujer cuidaba del inmueble y cuidaba de Sidonie como una madre. Ella fue quien la recibió cuando la vio apearse del taxi y la ayudó con el equipaje. Se llevó las manos a la cabeza al ver la maleta abierta y medio rajada. Preguntó qué había sucedido, pero Sidonie le contestó con una convincente evasiva. Luego se dirigió a Balmori, que había bajado la ventanilla, y se dieron la mano, aunque ella se la retuvo un instante y le besó imperceptiblemente el envés de la palma.

Cuando Sidonie entró en el portal y cerró la puerta, Balmori no continuó hacia la estación del Norte, de donde partían los trenes que cruzaban el Canal, sino que despidió al taxi y subió caminando por la calle de enfrente, la rue Franquet. Estaba hambriento; al llegar a la esquina con Rosenwald, entró a desayunar en un bistró que hacía chaflán, Le Grand Pan, con dos escuálidas mesas a la puerta pero con un enorme calefactor. El camarero le preguntó qué iba a tomar. Balmori pidió una cesta de tres croissants y un café y se sentó allí a esperar.

Era un sitio bastante visible e indiscreto. Echó un vistazo a su alrededor. Aparte de vehículos aparcados, al otro lado de la calle había una tienda magrebí de productos de limpieza, pero también vendían revistas y productos
halal
envasados. Junto a ella, estaban abriendo una tienda de animales, y un poco más allá una oficina inmobiliaria que también parecía ser un club social de squash. Desde donde estaba sentado sacó una foto a esa parte de la calle.

Recapacitó por un instante sobre lo que hacía ahí, en ese mundo ajeno y en ese café del nada céntrico distrito
XV
de París, cuando debería estar dentro de unas horas camino de Londres, en el cómodo asiento de primera clase de un tren de lujo. ¿Acaso iba a esperar a que llegasen los dos tipos de anoche para llamar a la policía en cuanto los viera merodear? ¿Se había vuelto un centinela de esa joven?

Encendió el ordenador y tecleó la web que figuraba en la tarjeta de Sidonie: sidoniemaudan.com. Vio por Internet su currículum, bastante corto. Vio fotos numeradas por años de sus muchos viajes Francia-Alemania, ida y vuelta, fotos de su infancia en la granja de Auvers, fotos antiguas de unos jóvenes con una niña que era ella, y que luego aparecían, por una súbita aceleración temporal, convertidos en mayores con esa misma niña, pero transformada ya en la Sidonie que él conocía; seguramente serán sus padres, Bruna y Frédéric, tal como se los había imaginado hacía unas horas. Vio fotos de jóvenes actuales, desconocidos para él, novios, amigos, colegas, su mundo; se preguntó si alguno de ellos sería el padre de la criatura que estaba esperando. Se bajó algunas de esas fotos para incluirlas en su película, desconocía aún ni dónde ni por qué. Vio también unos artículos que ella había escrito sobre la guerra de Bosnia. Había dos sobre Radovan Karadzic, publicados en
Figaro
. Los leyó detenidamente. Hablaban de horrores de los que Balmori ya había tenido escasa noticia en otro momento. Hablaban de violaciones. Uno de los artículos contaba la detención de Karadzic en un autobús, a las afueras de Belgrado.

Mientras tanto, pidió más croissants y otro café y se puso los auriculares para oír el disco de Mendelssohn, llamado también Mendelssohn-Bartholdy, que llevaba en la mochila. Se abstrajo transportado por esa música que lo habitaba. Amaba a Mendelssohn, siempre lo había amado desde la primera vez que oyó sus cuartetos. No entendía por qué Mendelssohn era menos conocido que Mahler, por ejemplo. Pero Mahler era conocido debido a Visconti y a su película
Muerte en Venecia
(una película, en su opinión, detestable, dicho fuera de paso) y Mendelssohn no tenía ninguna película. Quizá en su gusto por Mendelssohn también influyera el impacto que le causó la Gruta de Fingal, en las Islas Hébridas, cuando vio esa enorme oquedad gigantesca que había en la costa de la isla de Staffa, y que inspiró a Mendelssohn su magistral obra
Las Hébridas
. La pieza de Mendelssohn duraba apenas once minutos, pero él la ponía repetidas veces. Los sonidos del mar en esa gruta sobrecogían, lo sabía muy bien. Ahora Balmori quería volver allí de nuevo y filmar la fabulosa cueva de boca ovalada. Hasta ayer esa era la meta de su viaje.

Pero para su sorpresa, levantó la cabeza y frente a él vio a Sidonie.

Se había cambiado de ropa, ahora llevaba un vestido de flores diminutas y unos
leggings
de lycra, pero el mismo abrigo. Lo había visto entrar aquí y lo entendió como una premonición. Le dijo que, por favor, se quedase un día más en París. Fue lo único que le dijo. Había bajado desde su piso en Santos-Dumont hasta el bar Le Grand Pan (donde la conocían y ella saludó al marcharse) tan solo para decirle eso. Doscientos metros de ida y otros doscientos metros de vuelta. Claro que podría haber utilizado el móvil, como hizo en el tren, cuando casi le imploró que fuera a su compartimento, pero ahora se lo estaba pidiendo frente a frente. Antes de que Balmori pudiera reaccionar, ella ya se había ido, había vuelto a su casa. Cuando él la miró atónito mientras ella hablaba allí de pie, ya no le pareció una niña, sino de nuevo la mujer sensual y envolvente que en realidad era.

A los pocos minutos sonó el móvil. Era la voz de Sidonie. En casa había sitio de sobra, decía.

¿Por qué se había ido, hacía unos minutos?, preguntó él.

Le dio vergüenza decírselo a la cara.

Curiosa invitación, pero se las arreglará en un hotel. Eso quería decir que se quedaba un día más. Podrá filmar así algunas cosas y de paso visitar a un amigo en París al que no veía hace bastante tiempo. Se quedará, sí.

Entonces podrán ver juntos la película de Sterling Hayden, porque Sidonie había pospuesto un par de días su viaje a La Haya. La película que tenía Balmori era
La jungla de asfalto
. A Sidonie le parecía de las mejores.

¿Había otra mejor?

En ese momento recordó Balmori que su amigo era médico. Podría ser buena idea que ella le hablase de sus desmayos. Sidonie guardó silencio, meditó la respuesta; por un minuto, había olvidado su estado físico, era obvio que se sentía recuperada ante la expectativa de una velada de cine con ese hombre que conocía desde hacía apenas un día. Aceptaba finalmente acompañarlo mañana a ver a su amigo, no creía que eso la perjudicase. Se interrogó de qué podría conocer Balmori a ese médico. Se trataba de un griego con el que hizo un documental sobre ciclismo. Él fue campeón de Grecia, en su juventud. Sidonie, divertida por la revelación, se quedó con ganas de preguntar si había habido alguna vez ciclistas en Grecia.

Una hora más tarde, Balmori se había citado para el día siguiente con su amigo Estriatis Sinopoulos, a quien no veía desde hacía diez años. Luego fue a buscar un hotel para pasar la noche. Tenía todo el día por delante.

Un hombre —Dix Handley, así se llama— conduce durante toda la noche hasta el amanecer, tiene prisa por llegar, en realidad le urge mucho llegar, por eso acelera, se le acaba el tiempo, lleva una bala en el hígado y se está desangrando, suda y a ratos se le nubla la vista; a su lado, la mirada angustiosa de Doll, la mujer que lo ama y a la que él ama, esconde el presagio un final sin esperanza; huyen de un atraco de brillantes que no ha salido bien; Dix detiene el coche al llegar al cercado de una granja, sale del auto dando tumbos, va hasta donde pastan unos caballos y se derrumba delante de ellos, mirando al cielo, muerto. Dix ha regresado por fin a casa, en su Kentucky natal, entre los caballos de su infancia. Así terminaba
La jungla de asfalto
, que en francés se llamó
Quand la ville dort
, título por el que la conocía Sidonie.

La promesa se había cumplido. Vieron la película en su piso, en el
loft
de aire neoyorquino amplio y despejado, con un gran ventanal de estilo invernadero; sin embargo, todavía los rastros del registro pasado (ella no lo quería llamar asalto) eran visibles, como lo delataba un llamativo desorden en las cosas. Había libros y ropa a la vista, varios paraguas, gabardinas, cómics de Cathy Malkasian, libros de Prévert y Gavalda, discos de Coltrane, Sonny Rollins, Benjamin Biolay y Mozart desperdigados por el suelo, el Petit Robert y el Larousse en sendos atriles de pie, una cesta con ropa interior al lado de una pila de periódicos viejos junto a una silla de cocina con ropa tendida y otra con ropa planchada: toda la casa era un inmenso armario, en suma, «un espacio libre de secretos», como indicaba el cartel que Sidonie había puesto en la entrada. También volaba un loro suelto por la enorme habitación.

¿Tenía una herida amorosa? Eran más de las diez y media de la noche y apenas hacía un día que se conocían cuando ella se lo preguntó a Balmori así, a bocajarro, al acabar de ver juntos la película en la que Sterling Hayden daba vida a ese Dix Handley, perdedor. Primero, en el tren, Sidonie le hizo pensar en su padre, ahora salía el asunto de Lea.

¿Tenía una herida amorosa? Dicha así, la pregunta era intencionada por su parte, Sidonie no lo ocultaba, pero resultó inesperada para Balmori, sin conexión con la historia del film de Huston, al menos eso creía. Tal vez a ella las escenas finales le hubieran sugerido automáticamente la pregunta tal cual la había formulado, buena como excusa para entrar en ese territorio siempre pantanoso en la vida de un hombre recién conocido que eran los sentimientos.

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