Por fin decidí cerrar los ojos y hacerme el dormido y parece que me dormí de verdad y todo el sueño mío era con un atornillador en el hoyo que me hicieron.
Cuando desperté, estaba oscuro, pero había una lucecita roja encima de mi cama. Yo tenía un calor salvaje y un hambre y una sed ídem. Miré a todos lados y no vi a nadie y me empezó a dar la furia de que estaban abusando conmigo ahí solo y a lo mejor me creían muerto y se habían ido todos.
Igual que me operaron, si me volvía a dormir, a lo mejor me enterraban y ¡listo!
Entonces me bajé de la cama y salí afuera al famoso pasillo.
Todo estaba en perpetuo silencio, y las puertas con sus números y unas lucecitas rojas haciendo misterio y nadie a la vista. Pensé si sería la otra vida, o el limbo o qué sé yo. Me dolían la cabeza y el hoyo de mi apéndice, pero tenía un hambre de esas que uno se muere de verdad si no come. Así que seguí caminando por el pasillo rojo y llegué a una puerta más misteriosa porque no tenía ni número. Y la abrí. Y había un REFRIGERADOR. Era la maravilla. Adentro medio pollo y miles de cajitas y tubos de inyecciones y jaleas y frutas.
Me comí el pollo y armé los huesitos otra vez y los dejé ahí. Estaba rico aunque sin sal. También me comí dos peras y un pedazo de sandía que encontré. Ahora no me creerían muerto y nadie me enterraría, porque «enfermo que come no muere»
Resulta que apenas me dije esto, se me agrandó tremendamente la cuestión del atornillador de mi no apéndice y aunque trataba y trataba de pensar en otra cosa, ¡inútil!
Andando por el pasillo, bailaban las luces rojas y eso debe ser lo que llaman «ver estrellas» Las veía y me mareaban. Los números de las puertas también bailaban. ¿Dónde habría un cuarto de baño? No estaba seguro si quería vomitar, pero es el colmo que en las clínicas se olviden hacer cuartos de baño.
Tuve que entrar en ese cuarto porque se dio vuelta la perilla y me fui para adentro. Había en la cama un fantasma seco y amarillo (a pesar de la luz roja), y daba miedo. Pero el fantasma sonrió y me alargó su mano de raíces:
—Angelito, vienes del cielo a verme —dijo.
—Quiero ir al baño —le expliqué apurado y él sonriendo con pocos dientes me dijo:
—¡Ahí, bienvenido! —y me mostró una puerta. Entré y era un baño. ¡La suerte mía de abrir esa puerta!
Cuando salí aliviado, ya sin ver estrellas, el fantasma amarillo me llamó a su lado.
—¡Ven acá, bienvenido!
—Disculpe, señor, pero soy Papelucho.
—Papelucho bienvenido —repitió—. Eres un ángel enviado a hacerme compañía en mi soledad. Yo no duermo, y se me olvidó el pasado, así que no tengo en qué pensar.
—Eso se llama «magnesia« —le dije—. De repente alguien va a descubrir quién es usted. ¿Está operado?
—No. En realidad, no sé... Acércate.
Me acerqué y lo vi tan amarillo al caballero, con su pellejito tan pegado a la calavera, que me di cuenta de que tenía miles de años. Así que entonces lo reconocí, y no era raro que se le hubiera olvidado su nombre siendo tan requeteviejo.
—¿Le gustaría saber quién es usted? —le pregunté—. Porque yo creo que puedo ayudarlo.
—Me gustaría —dijo— y también me gustaría ser niño y sano como tú.
—Yo no soy sano —le contesté—. Soy OPERADO y me duele bastante mi herida.
—A ver si me dices quién soy —dijo cerrando sus ojos de fantasma.
—Yo creo que usted es Elías. El profeta Elías —le dije—. El que se fue en el carro de fuego. ¿Se acuerda?
—Claro que me acuerdo. ¿De modo que soy Elías? Ya pensaba yo que no era un cualquiera. Pero, ¿por qué estoy aquí?
—Tal vez se ha caído del carro... o bien ya le llegó la hora de que vuelva a la tierra. Y como hace tanto tiempo que se fue, ya no conoce a nadie. Hay pura gente nueva.
Él decía que sí con la cabeza como tratando de aprender una lección. Y no me daba miedo de que fuera un fantasma, porque el profeta Elías es alguien bien conocido en la Historia Sagrada.
—Papelucho bienvenido, me vas a jurar que no me dejarás nunca solo.
—Eso de jurar no me gusta.
—¿Por qué?
—Porque el que jura tiene que cumplir su juramento. Le prometo, mejor.
—Eso quiere decir que no vas a cumplir tu promesa. No; me vas a jurar
—y diciendo esto su mano de raíces se me enroscó en el puño como un garfio de fierro. A mí me volvió el dolor, el mareo, las náuseas y me sentí grave.
—Déjeme ir, don Elías. Me siento mal —supliqué.
—Cuando me hayas jurado.
—Es que tengo que ir al baño. Estoy muy enfermo —le expliqué. —Tanto mejor, así tendrás que jurarme.
—¡No me gusta jurar! —grité haciendo fuerzas por librarme.
—Aunque no te guste. Jura que no me dejarás nunca.
Y juré. Y apenitas tuve tiempo de llegar al baño. Y me corría una traspiración por la cabeza y era como la muerte. Cuando salí de ahí me daba lo mismo haber jurado o no, quedarme toda la vida con Elías o que me volvieran a operar. Era terrible.
—Te sientes mal, bienvenido —me dijo Elías—. Bébete esa agüita que hay en mi mesa de noche y te sentirás mejor.
Me la bebí y me tendí a sus pies. El cuarto daba vueltas con su luz roja. Elías y su catre. Era atroz.
—Pobrecito —decía la voz del viejo cada vez más lejos. Sentía como si yo estuviera dado vuelta al revés, es decir las tripas afuera y la cabeza adentro.
Parece que lo peor fue comer la sandía recién operado. Dice la enfermera que cuando me encontraron en el 13 estaba mal de gravedad y el profeta Elías me había tomado tanto cariño que no dejaba sacarme de su cuarto. Y yo estaba entre que me moría y lo contrario.
Parece que llegaron todos los doctores a examinarme y discutían qué hacer. Y después de cada discusión me llevaban al Pabellón y me hacían alguna cosa y a papá no lo tomaban ni en cuenta. Pero al profeta sí. Y dice la enfermera que dos doctores decían que me dejaran morir tranquilo, y dos que «había que luchar» y otros dos «que hay que salvarlo a toda costa»
Yo no le tenía miedo a la muerte, ni al Juicio Final. Todo me daba igual y hasta los doctores, mirándome todo el tiempo con caras raras, poniéndose máscaras y guantes y llenos de aparatos atómicos. Yo me sentía así como la mona del satélite. Hablaban de mí como si ya me hubiera muerto. Y eso era lo que me preocupaba, porque yo no me había muerto nunca, y no podía saber si ya estaba ídem o no, si esto era antes o después, si seguía en este mundo o entraba al otro.
Dice la enfermera que costó millones volverme a la vida, pero había que hacerlo porque el profeta Elías prometió darle al hospital dos salas nuevas si me salvaban. Y como el señor Rubilar es de lo más millonario que hay en Chile, había que darle gusto. Porque el profeta Elías no era más que el señor Rubilar, un millonario viejo y solitario y tullido y avaro que vive en esta clínica hace años. Y dice la enfermera que a ella la llama a cada rato y le pregunta cómo estoy yo, y le dice «cuídamelo como a un rey» y le cierra un ojo, lo que quiere decir que le va a pagar muy bien.
Pero a mí todo me daba igual, por eso de no estar bien seguro si uno está vivo o muerto. Y mi papá dale con mirarme con esa cara que tenía cuando estaba cesante; y Javier que ni buscaba pelea y estaba muy patero conmigo y mi mamá besándome a cada rato. A uno le cuesta convencerse de que está vivo, y también cuando ve lo mucho que lo quieren de muerto, no sabe si le conviene resucitar. En fin, que para saber de una vez, decidí que si me ponían coronas estaba y si no, no estaba.
Pero cuando me dieron agua y la tragué, me di cuenta que iba a sanar. Y también pensé en la gente que vive en el desierto sin agua y en los que no saben hablar y no pueden pedirla y apenas se me despegó la lengua y le dije a mi mamá:
—Dale agua a la guagua. Es terrible la sed.
Y cuando yo sea grande voy a dar orden que en los hospitales haya una llave de agua en cada cama, y también en cada esquina de las calles.
El señor Rubilar me manda flores todos los días, como si yo fuera artista y cada vez que me llevan al Pabellón a hurguetearme, hace que le abran la puerta para verme pasar.
La enfermera dice que lo que yo pida él lo hace, así que le mandé decir con ella que le diera diez mil pesos y se los dio al tiro. ¿Cómo puede ser avaro, digo yo? Ahora que estoy mejorando me dan tentaciones de pedirle un rifle alemán, con mira y todo, pero me vienen el dolor y la sed y lo único que pido es agua. Y me acuerdo de Pecos Bill y de todos los operados del mundo también.
La enfermera se llama Berenice y es enfermera sólo cuando está cesante del
Bim-Bam-Bum
y dice que si ella consiguiera que se levantara el señor Rubilar, lo llevaría a la representación y se mejoraría hasta de su vejez. Y quiere que yo me mejore para que lo convide y vayamos los tres juntos.
Lo malo de Berenice es que aunque yo no le hable, ella sigue y sigue hablando, y a ratos le da con que yo soy un pobrecito mártir de los médicos que siempre se equivocan de enfermo y de remedios, y después le da con que ellos me llevan abriendo y cerrando para sacarle más plata al señor Rubilar. Se ve que ella tiene el complejo del dinero. Porque me cuenta tantas cosas tremendas que hace la gente por dinero y dale y dale.
Y yo me quedo dormido y entonces sueño con el Juicio Final y Dios Padre contando dinero y es gente conocida y yo soy una moneda de oro. Pero moneda y todo me abren y me hurguetean y me sueldan con un soplete y despierto gritando.
Pero ayer tuve un sueño profético, algo así como el de José en la Historia Sagrada. Y todo está pasando igual que en el sueño.
Yo era un cerro de la cordillera, un cerro grande y pesado completamente inmóvil, de esos que esconden el sol y todo. Y llegaron unos mineros y descubrieron que yo tenía Uranio y Oro y empezaron a sacármelo de mí. Era doloroso, tremendamente doloroso y cuando uno es cerro ni puede defenderse.
Y sentía un calor de volcán, y una rabia con los intrusos... Pero de repente uno de ellos se convirtió en ángel y tenía alas de plástico y ojos de mar con olitas, y mirándome, decía:
—Si quieres recobrar tu apéndice, debes ser Santo— (hablaba con voz de trompeta celestial) —y subir al cielo en el carro de fuego del profeta Elías. Y junto con decir esto apareció el señor Rubilar ardiendo en llamas y con ruedas y una huasca de fuego. Yo me subí a su carro y en ese mismo instante desperté bañado en traspiración.
La Berenice me ponía el termómetro y dos doctores me miraban con cara de premiados.
—Te hemos salvado —dijo el más creído—. Te ha bajado la fiebre y ya estamos del otro lado.
—¿De cuál lado? —pregunté.
—Mañana estarás mejor y en una semana más, levantado y en el colegio.
—¿Eso quiere decir que me han devuelto mi apéndice?
—Y mejor que eso: la vida.
No pregunté más. Ellos no podían saber de mi sueño que era puramente mío. No podían saber lo que me dijo el ángel ni iba yo a decirles que yo era un Santo tampoco. Ahora la cuestión era guardar mi secreto y tratar de hacer milagros sin que los demás se dieran cuenta. Porque me daba horror de que me sacaran reliquias, me hicieran promesas o me fueran a poner en la Iglesia para que me besaran.
Tenía que disimular. Tenía que parecer el mismo de siempre.
Cuando entró mi mamá se me ocurrió hacer un milagro, pero me dominé, y le dije que me sentía mejor y nada más.
Al poco rato llegaron todos los demás médicos y se veía en sus caras que les iban a dar las dos salas nuevas del hospital.
La Berenice me contó que se volvía al
Bim-Bam-Bum
porque el señor Rubilar le había dado una propina que le servía para no trabajar y me contó también que ojalá no me fuera demasiado luego a casa porque al irme, la mina del 13 iba a cerrarse para siempre.
Cerré los ojos y me dormí como un ángel guardando mi secreto y mis milagros.
Cuando uno está grave ni sabe si es día o noche, ni si es una semana cada ídem o un año entero. Pero mi mamá estaba muy poco más vieja así que no había pasado mucho tiempo.
El operado grave no cambia ni el pellejo, ni el pelo ni las uñas, pero cambia el carácter. Porque cuando se mira tanto el techo de un solo cuarto, y en ese techo no hay más que una araña, y esa araña está muerta ¡no hay caso! Y todo lo que pasó fue raro y tremendo.
Mi mamá se había vuelto a casa con la guagua y yo estaba ya «fuera de peligro» y me llevarían en dos días más en la ambulancia nueva que regaló el señor Rubilar y que tiene hasta Televisión. La Berenice seguía cuidándome, pero me tenía hasta la coronilla porque es de esa gente que se cree trineo con cascabeles, y dale con cantar o reírse, así que le dije que iba a dormir para que se fuera un rato.
Apenas se había ido, se abrió la puerta y apareció en mi cuarto el propio profeta Elías en un carro de plata. Tenía cara de dibujo animado y
parecía muy feliz. Cerró cuidadosamente la puerta y se acercó a mi cama con carro y todo.
—Papelucho bienvenido, has hecho el milagro de mejorarme —dijo— y yo tenía que verte.
Sus manos de raíces pescaron la mía y yo lo saludé con mucho gusto porque era mi mejor amigo, ya que yo lo había sanado.
—Yo vivía tullido desde hace muchos años —me dijo— y no tengo parientes que me cuiden, por eso estoy aquí. Algunas veces me sientan en esta silla de ruedas y me llevan al sol. Pero esta mañana, he sido yo solo quien se ha bajado de la cama, yo el que he tomado mi silla y la he traído hasta aquí. ¡Ese es un milagro tuyo!
Yo me sentí raro. Nunca había hecho un milagro antes.