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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (13 page)

—Se lo concedo. No digo que alcanzáramos una súbita iluminación, ni tampoco que seamos mucho mejores que nuestros abuelos. La crisis, incluida la intelectual y la de valores, simplemente terminó en cuanto tuvimos algo mejor que hacer que elaborar teorías acerca de cuáles debían ser nuestros valores y en qué dirección había que enfocar nuestro intelecto. Una sociedad centrada en disquisiciones ideológicas crea legiones de incompetentes, pero no hay lugar para incompetentes cuando nos encontramos con problemas reales que resolver. Las siete primeras generaciones de computadores no sirvieron más que para procurarnos más tiempo libre y nuevos entretenimientos: las redes sociales, los videojuegos, la realidad virtual...

—También ayudaron a mejorar las condiciones de vida y las comunicaciones.

—Pero hubo que superar el punto crítico de salir al espacio para empezar a darle a aquellas herramientas un verdadero sentido. Entonces empezó la era de los técnicos, de la gente útil que resuelve problemas. La humanidad ha expandido su hábitat a un millón de kilómetros alrededor de su origen y su población a 300.000 millones de almas. Ésta es la mayor hazaña de nuestra especie hasta el momento: hasta el simple aire que estamos respirando ahora mismo es un milagro de la ingeniería.

—Las tecnocracias cometen sus propios pecados. Podemos crear un aire más saludable que el aire natural, una lluvia más perfecta que la propia lluvia, pero se nos obliga a llevar un chip subcutáneo para mantenernos ubicados y controlados.

—El chip subcutáneo no es obligatorio, lo sabe usted perfectamente.

—¿Alguna compañía de seguros médicos se haría cargo de alguien que se negara a implantarse un chip subcutáneo?

—¿Alguien le obliga a usted a contratar con una compañía de seguros médicos?

—Nadie pasaría de los noventa años sin una compañía de seguros que le facilitara los tratamientos necesarios.

—Se equivoca: cualquiera lo bastante rico o lo bastante valioso para el conjunto. Vivir 150 años no es un derecho natural: tiene un precio: páguelo o muérase. En cualquier caso, naturalmente que las tecnocracias cometen pecados, no existe el sistema perfecto. Pero hay un momento para los ideólogos y un momento para los tecnócratas. Yo soy una tecnócrata del siglo 21 y usted es un ideólogo del 20. Éste es el momento de los míos y puede que el siglo 25 vuelva a ser de los suyos: la historia es ondulatoria, más que cíclica. Lo que yo le pregunto es qué tiene nuestra sociedad actual de auténticamente terrible, en qué se parece a las pesadillas de esos autores vigésimicos de ciencia ficción. O, si me permite preguntárselo de otra manera: cuál es su lucha: qué es lo que usted, Sirhan Palaiopoulos, quisiera cambiar al extremo de haber comprometido en ello, no sólo su vida y su futuro, sino también el de esos tres chicos que andan por ahí como proscritos.

El profesor cierra un momento los ojos y apoya la nuca contra el respaldo de la silla.


Touché
—dice.

Y luego dice:

—¿Sigue en pie esa invitación a una copa?

Deckard se levanta y la sirve. Se la tiende a Palaiopoulos y se sienta en la alfombra frente a él, apoyando la espalda en el asiento del sofá. Se recoge una rodilla con los brazos viendo cómo el profesor bebe un poco y hace una mueca por el fuerte sabor.

Es un momento crítico. Un punto de inflexión. Deckard sabe que ha conseguido desmantelar la argumentación lógica del viejo. De hecho ha sido más fácil de lo que esperaba. Ahora se trata de pulsar fibras más sensibles.

—Por edad podría ser usted mi abuelo, no crea que no respeto eso —le dice—, pero ¿le parece un movimiento inteligente el de poner en peligro a sus propios alumnos?

—La inteligencia no tiene nada que ver con esto. La inteligencia no es mejor que la fuerza bruta cuando se la utiliza para fines perversos. Detesto ese culto incondicional a la inteligencia.

—Le estoy pidiendo a usted que me dé alguna razón por la que yo deba interceder a favor de esos tres chicos ante el consejo académico. Si insiste en no aclarar su paradero los está convirtiendo en delincuentes, y no creo que ésa sea su lucha.

Palaiopoulos toma aire y habla:

—Usted no ha entendido en ningún momento cuál es mi lucha. Lucho porque mi naturaleza me impulsa a ello. Porque siento que la libertad es requisito previo a cualquier otro bien. Y ante un emisor de multas apuntándole nadie puede ser verdaderamente libre.

Deckard deja pasar unos segundos en silencio. La capacidad dialéctica del viejo está mermada, pero se sabe a las puertas de la muerte y eso le otorga una cierta sensación de invulnerabilidad. Está demasiado tranquilo, ha de procurar irritarlo para que cometa un error.

—Me temía que la palabra «libertad» iba a aparecer tarde o temprano en esta conversación —dice—. ¿Sabe lo que creo?: creo que si no hubiera chips subcutáneos ni emisores de multas usted tampoco se sentiría libre. No soy libre porque he de obedecer reglas, no soy libre porque tarde o temprano voy a morir, no soy libre porque quisiera tener un par de alas para revolotear por las praderas... Usted no será nunca libre porque no sabe lo que es la verdadera libertad.

—Bien: quizá quisiera usted ilustrarme —dice Palaiopoulos.

Deckard enlaza las manos pero sus índices apuntan directamente al profesor:

—La libertad es la supervivencia en la selva —dice—. Consiste en conseguir lo que uno necesita o desea en cada momento, y no es mayor o menor en función de los obstáculos, de las personas o de las reglas que se opongan a ello, sino en función del resultado que uno obtenga. A mí nadie me apunta jamás con un emisor de multas, nadie me impide fumar, ni escuchar jazz sin auriculares. Eso es libertad. La libertad, profesor, reside en el poder. La libertad ES el poder.

—Lamento decirle que eso suena más a siglo 19 que a 21 —dice Palaiopoulos—. Si va a empezar a citar a Nietzsche debería cambiar el jazz por algo de Wagner.

Hay un punto de irritación en la ironía, pero no es suficiente.

Deckard lo intenta de nuevo:

—¿Sabe lo que creo? Creo que en el fondo sabe que toda esa ideología de la liberación que usted proclama es pura palabrería. No hace más que repetir un galimatías que alguien le hizo escuchar de adolescente y que jamás entendió del todo porque en realidad no tiene sentido. Probablemente fue algún profesor estúpido y pusilánime el que le hizo todo ese daño, y ahora es usted el que inocula el veneno a sus alumnos.

Palaiopoulos ha abierto los ojos para mirar a la rectora avanzando ligeramente la cabeza. Cuando vuelve a hablar, hay un tono verdaderamente amenazante en su voz:

—Muy bien, su excelencia señora rectora: pues esos tres chicos y yo estamos en condiciones de terminar con su poder, y de paso vamos a terminar también con su libertad, ya que le parecen la misma cosa.

—No confunda su deseo con su poder, profesor...

—Quizá podríamos discutirlo con su antiguo ayudante becado, un tal Mijaíl Marcuse. Tengo entendido que solía tener acceso pleno a sus trabajos personales, ¿no es así?

Hace una pausa sin dejar de clavar sus ojos en los de ella y añade:


Touché
?

Deckard sonríe:


Pas de touché
: el tanto ha sido mío.

—¿Ah sí?

—Naturalmente: ahora sé exactamente cuáles son sus intenciones. Pretenden chantajearme. De hecho contaba con ello, pero me faltaba saber en qué forma.

Palaiopoulos sonríe:


«We will fuck you, Deckard»
—dice.

—¿Un viejo que se mea en los pantalones? —dice Deckard—, ¿con un farol como el de Barcelona —dice—, año 2013, acusación a ciegas para chantajear a un gerente corrupto? Temo que me subestima, profesor.

Se levanta y manipula el screener que hay en la mesa con sillas de respaldo alto. Busca un registro de audio y lo activa.

Suena en el salón una voz que Palaiopoulos conoce:

«Todo el mundo tiene algo que esconder. Sólo hace falta hacerle creer que tú sabes qué es para tenerlo en tus manos. Eso es lo que aprendí de Palaiopoulos aquella noche de febrero de 2013...»

Después suenan otras voces que también conoce, pero Palaiopoulos alza la voz sobre la grabación:

—Esto es ilegal —dice.

—Esto es mi poder —dice Deckard.

Palaiopoulos no sabe qué oponer:

—No podría usarse en un juicio —dice.

Deckard ríe:

—Y qué.

Palaiopoulos abre la boca pero ningún sonido sale de ella. Se agarra con una mano al brazo de la silla y trata de incorporarse. Deckard se levanta y camina descalza sobre la alfombra hasta el mueble bar.

—Comunicación, Jefatura de Seguridad —dice. Cuando el jefe de seguridad contesta, le dice—: Capitán, ¿hemos recibido ya alguna noticia del puerto de Barcelona sobre esos estudiantes?

—Todavía no, rectora, pero están advertidos todos los arcos de salida.

Un ruido sordo la hace girarse hacia el profesor. Su vaso ha caído sobre la alfombra, se agarra el brazo izquierdo a la altura del bíceps. La mano está engarfiada, el rostro se le ha descompuesto: tiene los ojos fruncidos, abre la boca como si no fuera capaz de hacer entrar suficiente aire en sus pulmones. Los espasmos de su cuerpo se transmiten a la silla de ruedas.

—Comunicación, Urgencias Médicas —dice Deckard—, manden un equipo al piso 48, creo que el profesor Palaiopoulos acaba de sufrir un ataque cardíaco.

Luego sirve un dedo de licor en el vaso. Bebe. Sacude la cabeza y se ahueca el cabello.

Las órbitas de aproximación son ya tan ceñidas al perímetro de Earth que su superficie ocupa casi todo lo visible tras las escotillas. Los chicos ven lo que están sobrevolando en el screener, Rick lo ha conectado a la cámara alojada en el vientre del casco y el sistema infográfico superpone a la imagen el nombre de los países y las ciudades.

En la cara noche del planeta, la línea de luces que recorren la costa este de Norteamérica refulge desde Portland a Miami. No hay más discontinuidad que el rosario de fogonazos hirientes que marcan el centro de las megalópolis fundidas entre sí: Boston, Nueva York, Philadelfia, Baltimore, Washington... Pasada esa densa barrera luminosa se adentran en un espacio de luz lechosa que se extiende por Virginia, Kentucky y Missouri, atestada de pequeños puntos brillantes. Por ahí cabalgaron Grant y Lee, dice Marcuse. Las ciudades interiores más grandes brillan con fuerza: Vincent Price era de Sant Louis, va señalando Marcuse; Doris Day era de Cincinatti... Es como volar por encima de una enciclopedia dedicada al cine. Al pasar al norte de Oklahoma, BB señala la mancha de luz: Ahí nació mi abuela, dice. Después, entre Colorado y Utah, el paisaje de las Rocosas parece adornado con las mega atracciones que recorren las cordilleras como guirnaldas de colores, y la nave sigue bajando en su órbita para encontrarse más allá con el fulgor violento de Las Vegas. Enseguida llega Los Ángeles, que se une al norte con San Francisco y al sur con San Diego, formando otra barrera de luz que superan para adentrarse en un océano perfectamente negro salvo por unas pocas islas artificiales espaciadas. La línea de sombra que separa la noche del día se encuentra poco antes de llegar al archipiélago de Hawai y el screener se ilumina violentamente cuando recibe el reflejo de Sun sobre las aguas. A esta distancia no parecen azules, sino plateadas. Ahora todo es mar, hasta que pasan entre Australia y la Antártida y llegan de nuevo a tierra por el sureste de África. La altura de la nave sobre la superficie es ya la de un avión intraterrestre, pero el largo tramo de desierto del Sudán y de Egipto sólo ofrece claroscuros entre el marrón y el gris. Luego empiezan los monótonos entoldados de los cultivos hidropónicos, que se extienden durante miles de kilómetros hasta el norte de Argelia.

La velocidad del transbordador se ha ido ralentizando en los últimos kilómetros sobre el Mediterráneo y es casi nula cuando alcanzan la costa de Barcelona. El conjunto de vela de plasma y casco que forma el Robin Redbreast II gira sobre el mar para encarar el aterrizaje. Ahora pueden desabrocharse los cinturones y girarse sobre los asientos para mirar directamente por las escotillas. El puerto aeroespacial ocupa lo que en la juventud de Rick era un mosaico de pequeñas parcelas de cultivo que se extendía entre el aeropuerto intraterrestre de El Prat y el pueblo de Castelldefels.

El transbordador desciende en vertical valiéndose de sus propulsores hacia la terminal programada. La maniobra automática de aproximación y amarraje dura unos diez minutos. Rick ha abierto otra de sus latas de cerveza y bebe directamente de ella. Por las cabras escapistas, dice. Las chicas parecen bastante excitadas ante la perspectiva de desembarcar. Marcuse en cambio lleva un buen rato en silencio absoluto, contemplando el cielo y el horizonte que va desapareciendo tras el tejado de la terminal.

—Y a ti qué te pasa —le dice BB.

Marcuse no contesta. BB le da un golpe en el hombro con el dorso de la mano: ¡eh!

—Es impresionante —dice él.

—El qué —dice BB.

—Earth. Es enorme... Y no tiene cúpula...

—Claro que no tiene cúpula: tiene atmósfera —dice Mam'zelle.

—Ya, pero el aire no se escapa, ni las nubes... ¿Habéis visto las nubes?, en las películas parecían planas.

—¿No has estado nunca en Earth? —dice BB—. Por cierto, ¿dónde demonios naciste?

—En Aquarel —dice Marcuse.

—¿Aquarel? —BB hace una mueca de extrañeza que parece de asco.

—Es un módulo espacial anexo a la Estación Nestlé, en el Anillo de Alimentarias. Mi madre era protésica dental en la sintetizadora de aguas minerales.

Rick:

—Pues si no has estado nunca antes en Earth, pueden pasar dos cosas: o te encantará o la odiarás, no hay término medio. —Se le escapa un pequeño eructo—. Perdón —dice.

—De dónde eres tú —pregunta BB a Mam'zelle.

—Louvre Nouveau, en el Anillo de las Artes. Pero vine una vez a Earth, de pequeña. Fuimos a Disneyland París. Recuerdo que todo olía a sustrato de huerto hidropónico. Y la gravedad es más baja de lo normal, parece que cuesta menos caminar.

—Un metro por segundo al cuadrado —dice Rick—, pero varía ligeramente según la latitud. Creo que en las estaciones espaciales está fijada en 1,1 por recomendación sanitaria.

—¿Qué es la latitud? —dice Marcuse.

—La lejanía del ecuador.

—Dónde está eso...

—Oye: las lecciones de geodesia las cobro aparte, ¿vale?

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