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Authors: Lauren Kate

Tags: #Juvenil

Oscuros. El poder de las sombras (4 page)

—Es horrible.

—Viviste aquí antes de que se convirtiera en un camping de caravanas —le explicó Daniel mientras detenía el coche a un lado de la carretera—. Antes de que hubiera casas móviles. En esa vida, durante la fiebre del oro, tu padre se trajo a la familia desde Illinois. —Tras adoptar una mirada ensimismada, negó con la cabeza apesadumbrado—. Era un lugar realmente bonito.

Luce vio a un hombre calvo barrigudo tirando de la correa de un perro sarnoso de color anaranjado. El hombre llevaba una camiseta interior blanca y unos pantalones cortos de franela. Visto lo cual, le resultó imposible imaginarse viviendo allí.

A Daniel, en cambio, le parecía más normal.

—Teníais una casita de dos habitaciones, y tu madre era una pésima cocinera, de modo que la casa siempre apestaba a repollo. Tenías unas cortinas azules de cuadritos que yo acostumbraba apartar para encaramarme a tu ventana de noche después de que tus padres se acostaran.

El coche empezó a avanzar con lentitud. Luce cerró los ojos e intentó contener las lágrimas. Escuchar su historia de boca de Daniel hacía que todo pareciera posible e imposible a la vez, además de hacerla sentir muy culpable. Él le era leal desde hacía tanto tiempo, tantas vidas. Se había olvidado de lo bien que la conocía. Mejor incluso que ella misma. ¿Daniel podía adivinar lo que pensaba? Luce se preguntó si aquella situación resultaba más fácil para ella, que no se acordaba nunca de Daniel, que para él, que tenía que pasar una y otra vez por lo mismo.

Si Daniel le decía que tenía que abandonarla por unas semanas sin explicarle por qué, tenía que confiar en él.

—¿Y cómo me conociste por primera vez? —le preguntó.

Daniel sonrió.

—En esa época cortaba madera a cambio de comida. Una noche, a la hora de la cena pasé por delante de tu casa. Tu madre hervía repollo y olía tan mal que estuve a punto de pasar de largo. Pero entonces te vi entre las cortinas, cosiendo. No pude apartar la vista de tus manos.

Luce se las miró: tenía los dedos pálidos y estrechos, y las palmas pequeñas y cuadradas, y se preguntó si habían sido siempre iguales. Daniel tendió la mano hacia ellas.

—Siguen siendo tan suaves como entonces.

Luce negó con la cabeza. Le encantaba esa historia, y le habría gustado escuchar mil historias más como esa, pero no se refería a ese tipo de historias.

—Me gustaría que me contaras la primera vez que me conociste —dijo ella—. La primera de verdad. ¿Qué pasó?

Tras una larga pausa, él respondió al fin:

—Es tarde. En la Escuela de la Costa te esperan a medianoche.

Apretó el acelerador y rápidamente giró hacia la izquierda en dirección al centro de Mendocino. Por el espejo retrovisor lateral Luce observó cómo el camping de caravanas se iba empequeñeciendo hasta finalmente desaparecer. Instantes más tarde, Daniel aparcó el coche frente a un restaurante vacío con la cocina abierta toda la noche, un local de paredes amarillas y grandes ventanales en la fachada que iban del suelo al techo.

La manzana estaba formada por edificios extraños y pintorescos que recordaron a Luce una versión menos pomposa de la línea de costa de Nueva Inglaterra próxima a su antiguo instituto de Dover, en New Hampshire. La calle estaba pavimentada con adoquines irregulares que parecían de color amarillo bajo la luz de las farolas. Al cabo de la calle, parecía como si esta se precipitara directamente al océano. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Tenía que hacer caso omiso al miedo que sentía a la oscuridad. Daniel le había explicado qué eran las sombras: no tenía que asustarse por ellas, no eran más que mensajeras. Aquello habría resultado tranquilizador de no ser porque implicaba el difícil hecho de olvidar que había cosas que sí eran dignas de temer.

—¿Por qué no me lo cuentas?

No podía evitarlo. No sabía por qué preguntar era tan importante para ella. Si, después de tanto tiempo ansiando ese reencuentro, ahora tenía que confiar en Daniel cuando le decía que tenía que dejarla, tal vez lo único que ella deseaba era entender cuándo había nacido esa confianza. Saber cuándo y cómo había empezado todo.

—¿Sabes qué significa mi apellido? —le preguntó él cogiéndola por sorpresa.

Luce se mordió el labio mientras intentaba recordar la investigación que ella y Penn habían realizado.

—Recuerdo que la señorita Sophia mencionó algo sobre unos vigilantes, pero no sé qué quería decir con eso, ni siquiera sé si debía haber confiado en ella.

Se llevó los dedos al cuello en un acto reflejo, justo donde la señorita Sophia le había posado el cuchillo.

—Tenía razón. Los Grigori son un clan. De hecho, deben su nombre a mí. Porque ellos vigilan y aprenden de lo ocurrido cuando… en el pasado, cuando yo todavía era bien recibido en el Cielo. Y cuando tú… En fin, Luce, eso ocurrió hace muchísimo tiempo. Me resulta difícil acordarme de la mayor parte de las cosas.

—¿Dónde? ¿Dónde estaba yo? —insistió ella—. Recuerdo que la señorita Sophia mencionó algo de que los Grigori confraternizaban con mujeres mortales. ¿Es eso lo que ocurrió? ¿Acaso tú…?

Él tenía la vista perdida detrás de ella. Algo cambió en su rostro y, bajo la tenue luz de la luna, Luce no supo qué significaba aquello. Casi era como si a él le aliviara que ella lo hubiera adivinado y ahora él no tuviera que decirlo en voz alta.

—La primera vez que te vi —prosiguió Daniel— no fue muy distinta a las siguientes veces que te he vuelto a ver. El mundo era más joven, pero tú eras exactamente la misma. Fue…

—Amor a primera vista. —Esa parte ya se la sabía.

Él asintió.

—Como siempre. La única diferencia al principio era que tú me estabas vedada. Yo estaba sometido a un castigo y me enamoré de ti en el peor momento posible. Las cosas en el Cielo se habían vuelto muy violentas. Por ser… quien soy… se suponía que debía permanecer alejado de ti. Eras una distracción. Se suponía que me tenía que concentrar en ganar la guerra. La misma guerra de hoy. —Suspiró—. Y, por si no te has dado cuenta, sigo muy distraído.

—Así que eras un ángel muy importante —murmuró Luce.

—Sí que lo era. —Daniel tenía un aspecto abatido. Se interrumpió un instante y, cuando volvió a hablar, parecía morder las palabras—: Caí desde uno de los puestos más elevados.

Era evidente. Daniel tenía que ser alguien importante en el Cielo para provocar una escisión tan grande. Para que su amor por una chica mortal se viese condenado de aquella forma.

—¿Lo dejaste todo por mí?

Él acarició con su frente la de ella.

—No cambiaría nada.

—Pero yo no era nada —respondió Luce. Se sentía pesada, como si se hundiera bajo su propio peso y como si lo hundiera también a él—. ¡Renunciaste a tantas cosas! —Aquello la hizo sentirse muy mal—. Y ahora estás condenado para siempre.

Daniel apagó el motor del coche y le dirigió una sonrisa triste.

—Tal vez no sea para siempre.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos —dijo saliendo del coche al tiempo que daba la vuelta para abrirle la puerta—. Vamos a dar un paseo.

Se acercaron tranquilamente hacia el final de la calle, que sí tenía salida en realidad: una escalera de piedra empinada que descendía hasta las aguas. El aire era frío y húmedo, impregnado del rocío del océano. A la izquierda de los escalones serpenteaba un camino. Daniel la cogió de la mano y la llevó al borde del acantilado.

—¿Adónde vamos? —preguntó Luce.

Daniel le sonrió, irguió los hombros y desplegó las alas.

Lentamente estas se extendieron y ampliaron por detrás de los hombros, desplegándose con una serie casi inaudible de delicados chasquidos y crujidos. En cuanto estuvieron totalmente abiertas, se oyó un ruido suave de plumas, como el de un edredón al ser aireado sobre la cama.

Por primera vez Luce vio la parte posterior de la camiseta de Daniel, que tenía dos aberturas diminutas que resultaban prácticamente invisibles y que ahora se abrían para dejar salir las alas. Luce se preguntó si toda la ropa de Daniel estaría adaptada a sus necesidades angelicales o si tenía algunas piezas especiales para cuando tenía previsto volar.

Fuera como fuese, sus alas siempre la dejaban sin habla.

Eran enormes, tres veces más altas que Daniel, y se doblaban hacia el cielo y a ambos lados como si fueran unas grandes velas blancas. Su extensión era tal que atrapaban la luz de las estrellas y luego la reflejaban con mayor intensidad, de modo que ahora refulgían con un esplendor iridiscente. Eran más oscuras cuanto más se aproximaban al cuerpo y tenían un hermoso color crema terroso ahí donde se juntaban con los músculos de los hombros. En cambio, eran más finas y refulgentes por los bordes, de modo que las puntas resultaban casi traslúcidas.

Luce se las quedó mirando asombrada, intentando recordar el contorno de todas y cada una de aquellas magníficas plumas, reteniendo todo aquello en su interior para cuando él se marchara. Daniel resplandecía con tal intensidad que el sol le habría podido pedir luz prestada. La sonrisa dibujada en sus ojos de color violeta reflejaba lo bien que le hacía sentirse poder desplegar las alas. Igual que Luce cuando se veía envuelta por ellas.

—¡Vuela conmigo! —le susurró él.

—¿Qué?

—No voy a verte durante un tiempo. Tengo que darte algo para que me recuerdes entretanto.

Luce lo besó antes de que él pudiera añadir algo más y entrelazó sus dedos en la nuca de Daniel, agarrándolo con todas sus fuerzas con la esperanza de poder darle a él también algo para que la recordara.

Con la espalda de Luce apoyada en su pecho, y su cabeza reclinada en el hombro de ella, Daniel dibujó una línea de besos por su cuello. Ella contuvo el aliento, a la espera. Luego él flexionó las rodillas y saltó con elegancia por el borde del acantilado.

Estaban volando.

Más allá de la cornisa rocosa de la costa, por encima del estruendo de las olas plateadas que tenían a los pies, recorrieron el cielo como si remontaran para tocar la luna. El abrazo de Daniel la protegía de cualquier ráfaga de viento, de cualquier contacto con el frío del océano. Aquella noche era absolutamente tranquila. Parecía que fueran los únicos habitantes del mundo.

—Esto es el Cielo, ¿verdad? —preguntó ella.

Daniel se echó a reír.

—Ojalá. Tal vez algún día muy pronto…

Cuando se hubieron alejado lo suficiente y no se veía tierra por ningún lado, Daniel viró un poco hacia el norte y descendieron en picado dibujando un gran arco sobre la ciudad de Mendocino, que brillaba en el horizonte. Volaban a gran altura por encima del edificio más alto de la ciudad y se desplazaban a una velocidad increíble. Luce jamás se había sentido más segura y más enamorada en toda su vida.

Entonces, demasiado pronto, empezaron a descender, aproximándose de forma gradual a otro borde de acantilado. De nuevo el sonido del océano se hizo perceptible. Una carretera oscura de un solo carril se desviaba de la autopista principal. Cuando aterrizaron suavemente sobre los pies en una fresca zona de hierba densa Luce suspiró.

—¿Dónde estamos? —preguntó, aunque ya lo sabía.

Era la Escuela de la Costa. Vio un enorme edificio a lo lejos, aunque desde donde estaban parecía completamente oscuro, apenas una silueta en el horizonte. Daniel seguía asiéndola como si aún estuvieran en el aire. Ella volvió la cabeza para mirar su expresión. Tenía los ojos vidriosos.

—Los que me condenaron, Luce, todavía vigilan. Llevan miles de años haciéndolo. Y no quieren que estemos juntos. Harán todo lo necesario para detenernos. Por eso no es seguro para mí quedarme aquí.

Ella asintió mientras los ojos le escocían.

—Pero ¿por qué estoy yo aquí?

—Porque voy a hacer lo imposible para mantenerte a salvo, y ahora mismo este es el mejor lugar para ti. Te quiero, Luce, por encima de todas las cosas. Volveré contigo en cuanto me sea posible.

Luce quiso protestar, pero se contuvo. Él lo había dejado todo por ella. Daniel se apartó un poco, abrió la palma de la mano, y de su interior asomó una pequeña forma roja: la bolsa de viaje de Luce. Daniel la había sacado del maletero del coche sin que ella se diera cuenta y la había llevado todo el rato dentro de su mano. En unos segundos recuperó su antiguo tamaño. De no haber estado tan apesadumbrada por lo que significaba que él se la entregase, a Luce le habría encantado el truco.

En el edificio se encendió una única luz. Una silueta asomó a la entrada.

—No será por mucho tiempo. En cuanto la situación sea segura, volveré a por ti.

Daniel le agarró la muñeca con fuerza y, antes de que pudiera darse cuenta, Luce se vio atrapada en su abrazo y atraída hacia sus labios. Se abandonó por completo y dejó que su corazón se desbordara. Aunque no podía acordarse de sus vidas anteriores, cuando él la besaba, se sentía cerca del pasado. Y del futuro.

En la entrada, una mujer ataviada con un vestido corto de color blanco se acercó a ella.

El beso que Luce compartió con Daniel, demasiado dulce para ser tan breve, la dejó sin aliento, como todos sus besos.

—No te marches —le susurró con los ojos cerrados.

Todo iba demasiado rápido. No podía abandonar a Daniel. Ahora no. No creía poder hacerlo jamás.

Sintió el embate del aire, lo cual significaba que había despegado. Luce sintió que su corazón se iba tras él cuando abrió los ojos y vio el último destello de sus alas ocultándose tras una nube en la noche oscura.

2

Diecisiete días

T
ap.

Luce hizo una mueca y se frotó la cara al notar un dolor punzante en la nariz.

Tap. Tap.

Ahora, en los pómulos. Abrió los párpados y, casi de inmediato, esbozó una expresión de sorpresa. Una fornida muchacha de pelo castaño claro con expresión grave y cejas grandes estaba inclinada sobre ella. Llevaba el pelo recogido de forma desordenada en lo alto de la cabeza. Vestía pantalones de yoga y una camiseta de camuflaje sin mangas a juego con sus ojos de color avellana moteados de verde. Sostenía una pelota de ping-pong entre los dedos y parecía dispuesta a lanzarla.

Luce se echó atrás en la cama y se protegió la cara. Ya tenía bastante sufrimiento por no estar con Daniel, no necesitaba añadir ninguno más. Bajó la mirada para ubicarse y se acordó de la cama en la que se había desplomado la noche anterior.

La mujer de blanco que había visto tras la partida de Daniel se llamaba Francesca y era una de las profesoras de la Escuela de la Costa. A pesar de su estupor, Luce se había percatado de que era una mujer bella. Tendría algo más de treinta años, y una cabellera rubia que le llegaba hasta los hombros; sus pómulos eran redondeados, y sus facciones, anchas y suaves.

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