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Authors: Marc Levy

Ojalá fuera cierto (5 page)

—¿Ve otra?

—¿Otra qué?

—Otra manera. Porque no me dirá que va a poder conciliar el sueño…

—Pero ¿qué he hecho yo para que Dios me castigue de esta manera?

—Usted no cree en Dios. Se lo dijo por teléfono a su socio cuando hablaban de un contrato. «Paul, yo no creo en Dios. Si nos sale bien este negocio será porque somos los mejores, y si nos sale mal habrá que hacer una autocrítica y sacar las conclusiones pertinentes.» Muy bien, pues dedique cinco minutos a hacer una autocrítica, es todo lo que le pido, ¡Créame! Le necesito, es usted la única persona…

Arthur descolgó el teléfono y marcó el número de su socio.

—¿Te he despertado?

—¡No, qué tontería! Es la una de la madrugada y estaba esperando que me llamases para acostarme —contestó Paul.

—¿Tenía que llamarte?

—No, no tenías que llamarme… y sí, me has despertado. ¿Qué quieres a estas horas?

—Pasarte a alguien y decirte que tus bromas son cada vez más estúpidas.

Arthur le tendió el auricular a Lauren y le pidió que hablara con su socio. Ella no podía tomar el teléfono; le explicó que no podía tomar ningún objeto. Paul, que estaba impacientándose, le preguntó desde el otro lado de la línea con quién hablaba. Arthur sonrió, victorioso, y pulsó el botón «manos libres» del aparato.

—¿Me oyes, Paul?

—Claro que te oigo. Oye, ¿a qué estás jugando? Me gustaría dormir.

—A mí también me gustaría dormir. Calla un segundo. Habla con él, Lauren, habla con él ahora.

Ella se encogió de hombros.

—Si se empeña… Hola, Paul, seguramente usted no me oye, pero su socio no me escucha.

—Bueno, Arthur, si me has llamado para no decir nada, yo sí tengo una cosa que decirte: es muy tarde.

—Contéstale.

—¿A quién?

—A la persona que acaba de hablarte.

—La persona que acaba de hablarme eres tú y estoy contestándote.

—¿No has oído a nadie más?

—Oye, Juana de Arco, ¿eres víctima del estrés?

Lauren lo miraba con cara de compasión.

Arthur meneó la cabeza. De todas formas, si estaban conchabados, Paul no cedería así como así. Por el altavoz oyeron a Paul que preguntaba de nuevo con quién hablaba. Arthur le pidió que lo olvidara todo y se disculpó por haberlo llamado tan tarde. Paul quiso saber si todo iba bien, si necesitaba que pasara por su casa. Él lo tranquilizó; todo iba bien y le daba las gracias por su interés.

—De nada, amigo, despiértame cuando quieras para decir tonterías. No dudes en hacerlo, al fin y al cabo somos socios para lo bueno y para lo malo. Así que cuando estés así de mal, me despiertas y lo compartimos. Bueno, ¿puedo seguir durmiendo o hay algo más?

—Buenas noches, Paul.

Y colgaron.

—Acompáñeme al hospital, ya podríamos estar allí.

—No, no la acompaño. Cruzar esa puerta sería dar crédito a la rocambolesca historia que me ha contado. Estoy cansado, señorita, y quiero acostarme, así que ocupe usted el dormitorio y yo me quedaré en el sofá; y si no, váyase. Es mi última oferta.

—¡Pues qué bien! Me he topado con alguien más testarudo que yo. Váyase al dormitorio, yo no necesito cama.

—¿Y usted qué hará?

—¡Qué más le da!

—Pues no me da igual.

—Me quedaré en el salón.

—Hasta mañana por la mañana, y luego…

—Sí, hasta mañana por la mañana. Gracias por su hospitalidad.

—No vendrá a espiarme a mi habitación, ¿verdad?

—Puesto que no me cree, no tiene más que cerrar la puerta con pestillo. Pero, de todas formas, si es porque duerme desnudo, ya le he visto de sobra.

—¡Creía que no era una mirona!

Ella le recordó que un rato antes, en el cuarto de baño, no hacía falta ser una mirona sino simplemente no estar ciega para verlo desnudo. Él se puso rojo como un tomate y le dio las buenas noches.

—Buenas noches, Arthur, que tenga felices sueños.

Arthur se fue al dormitorio y cerró la puerta.

—Está como una cabra —masculló—. Es una historia de locos.

Se tumbó en la cama. Los números verdes del radio-despertador marcaban la una y media. Los vio pasar hasta las dos y once minutos. Se levantó de un salto, se puso un jersey grueso, unos vaqueros y unos calcetines y salió al salón. Lauren estaba sentada con las piernas cruzadas en el alféizar de la ventana.

—Me gusta esta vista —dijo sin volverse cuando él entró—. Fue lo que hizo que me enamorara de este apartamento. Me gusta mirar el puente; en verano me encanta abrir la ventana y oír las sirenas de los cargueros. Siempre he soñado con contar cuántas olas romperán contra su estrave antes de que crucen el Golden Gate.

—Bueno, vamos —dijo él por toda respuesta.

—¿De verdad? ¿Por qué se ha decidido de pronto?

—Me ha desvelado, así que, puestos a no dormir, más vale solucionar el asunto esta misma noche, porque mañana tengo una reunión importante al mediodía y debo intentar dormir al menos un par de horas, de modo que vámonos ya.

—Bien, ya me reuniré con usted.

—¿Dónde se reunirá conmigo?

—Le digo que me reuniré con usted. Confíe un poco en mí, aunque sólo sea durante un par de minutos.

A Arthur le parecía que, teniendo en cuenta la situación, ya estaba confiando demasiado en ella. Antes de salir, volvió a preguntarle su apellido. Ella se lo dijo, así como la planta y el número de la habitación donde se suponía que estaba ingresada: planta quinta, habitación 505. Añadió que era fácil acordarse porque era capicúa. A él no le parecía nada fácil lo que le esperaba.

Arthur cerró la puerta tras de sí, bajó la escalera y entró en el aparcamiento. Lauren ya estaba dentro del coche, sentada en el asiento de atrás.

—No sé cómo lo hace, pero es impresionante. ¡Oiga, no será una discípula de Houdini!

—¿De quién?

—Houdini, un ilusionista.

—Está usted muy informado.

—Pase delante, no me he puesto la gorra de chófer.

—Tenga un mínimo de indulgencia. Ya le he dicho que todavía me falta precisión, y después de todo el asiento posterior no está tan mal; hubiera podido aterrizar en el capó, aunque me había concentrado en el interior del coche. Le aseguro que estoy haciendo muchos progresos, y cada vez más deprisa.

Lauren se sentó a su lado y se quedaron en silencio. Ella miraba por la ventanilla mientras Arthur conducía a través de la oscuridad. Él le preguntó cómo debía actuar una vez que llegaran al hospital. Ella le propuso que se hiciera pasar por un primo de México que acababa de enterarse de la noticia y se había pasado todo el día y toda la noche conduciendo. Iba a tomar un avión para Inglaterra a primera hora de la mañana y no regresaría antes de medio año; de ahí la imperiosa necesidad de que se saltaran las reglas y le dieran permiso para ver a su querida prima a pesar de lo tarde que era. Él no creía en absoluto que tuviera pinta de sudamericano y que se fueran a tragar esa bola.

Ella lo encontró muy negativo y sugirió que, si fuera así, volverían al día siguiente. No debía preocuparse. Era más bien la imaginación de ella lo que le preocupaba. El vehículo se adentró en el recinto del complejo hospitalario. Ella le pidió que girara a la derecha y que tomara la segunda calle a la izquierda; luego le indicó que aparcara justo detrás del pino albar. Una vez aparcado el coche, ella le señaló con un dedo el timbre de llamada, advirtiéndole que no lo pulsara mucho rato porque eso les molestaba.

—¿A quién? —preguntó Arthur.

—A las enfermeras, que casi siempre vienen desde la otra punta del pasillo y no van motorizadas. Venga, espabílese.

—Eso quisiera yo.

5

A
rthur bajó del automóvil y dió dos timbrazos breves. Acudió a la llamada una mujer bajita, con los ojos enmarcados por unas gafas con montura de pasta. Entreabrió la puerta y preguntó qué quería. Él contó lo mejor que pudo su historia. La enfermera le informó que había un reglamento, que si se habían molestado en hacerlo era sin duda alguna para aplicarlo, y que no tenía más que retrasar su viaje y volver al día siguiente.

Él suplicó, invocó la excepción que confirma la regla, se dispuso a resignarse, con lágrimas en los ojos, y entonces vio que la enfermera cedía y miraba el reloj.

—Tengo que hacer la ronda —dijo—. Sígame sin hacer un solo ruido ni tocar nada, y dentro de quince minutos lo quiero fuera.

Arthur le tomó una mano y se la besó como muestra de agradecimiento.

—¿Son todos así en México? —preguntó la mujer, esbozando una sonrisa.

Lo dejó entrar en el pabellón, invitándolo a acompañarla. Se dirigieron a los ascensores y subieron directamente a la quinta planta.

—Le llevaré a la habitación, haré la ronda y pasaré a buscarlo. No toque nada.

Empujó la puerta de la 505. La habitación estaba sumida en la penumbra. Tendida en la cama, iluminada por una tenue luz, había una mujer que parecía profundamente dormida. Desde la entrada, Arthur no podía distinguir sus rasgos.

—Dejo abierto —dijo la enfermera en voz baja—. Entre, no se despertará, pero lleve cuidado con lo que dice cerca de ella. Con los pacientes que están en coma, nunca se sabe. En cualquier caso, eso es lo que dicen los médicos. Lo que yo digo es otra cosa.

Arthur entró sigilosamente. Lauren estaba de pie junto a la ventana y le pidió que se acercara.

—Venga, hombre, no voy a morderle.

Él no paraba de preguntarse qué hacía allí. Se acercó a la cama y bajó la mirada. El parecido era sorprendente. La mujer inerte estaba más pálida que su doble, que le sonreía, pero aparte de ese detalle sus rasgos eran idénticos.

—Es imposible. ¿Son hermanas gemelas? —preguntó Arthur, dando un paso atrás.

—¡Es usted desesperante! No tengo ninguna hermana. Soy yo, tendida ahí, soy yo misma. Ayúdeme e intente admitir lo inadmisible. No hay ningún truco y no está usted dormido. Arthur, sólo le tengo a usted, ha de creerme, no puede darme la espalda. Necesito su ayuda, es usted la única persona del mundo con quien puedo hablar desde hace meses, el único ser humano que percibe mi presencia y me oye.

—¿Por qué yo?

—No tengo ni la más remota idea. En todo esto no hay nada coherente.

—«Todo esto» es bastante espeluznante.

—¿Cree que yo no tengo miedo?

Sí, tenía miedo para dar y vender. Era su propio cuerpo el que veía marchitarse un poco más cada día, como un vegetal, tendido con una sonda urinaria y una perfusión para ser alimentado. No tenía ninguna respuesta para las preguntas que él hacía y que ella se hacía también todos los días desde el accidente.

—Tengo interrogantes que usted ni imagina.

Con mirada triste, le hizo partícipe de sus dudas y sus miedos.

¿Cuánto tiempo duraría ese enigma? ¿Podría volver a llevar la vida de una mujer normal aunque sólo fuera unos días, caminar, estrechar entre sus brazos a las personas que quería? ¿Para qué servía haber dedicado tantos años a estudiar medicina si iba a acabar así? ¿Cuántos días le quedaban antes de que le fallara el corazón? Se veía morir, y tenía un miedo cerval.

—Soy un fantasma humano, Arthur.

Él bajó la mirada, evitando la suya.

—Para morir hay que irse, y usted sigue aquí. Venga, volvamos a casa, estoy cansado y usted también.

Le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra sí, como para consolarla. Al volverse, se encontró cara a cara con la enfermera, que lo miraba extrañada.

—¿Le ha dado un calambre?

—No. ¿Por qué?

—Como tiene el brazo levantado y la mano cerrada… ¿No es un calambre?

Arthur soltó de golpe a Lauren y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo.

—No la ve, ¿eh? —le dijo a la enfermera.

—¿Que no veo a quién?

—¡No, a nadie!

—¿Quiere descansar un poco antes de irse? Lo noto un poco raro.

La enfermera quiso animarlo: aquello siempre impresionaba, era normal, ya se le pasaría. Arthur contestó hablando muy lentamente, como si hubiera perdido las palabras y estuviera buscándolas.

—No, estoy bien, me voy.

Ella le preguntó, preocupada, si encontraría el camino. Él se rehizo y la tranquilizó: la salida estaba al final del pasillo.

—Entonces le dejo aquí, todavía tengo trabajo en la habitación de al lado. Hay que cambiar las sábanas…, un pequeño accidente.

Arthur se despidió y se alejó por el pasillo. La enfermera lo vio levantar de nuevo el brazo hasta ponerlo en horizontal y mascullar:

—La creo, Lauren, la creo.

La enfermera frunció el entrecejo y entró en la habitación contigua. «Está claro que a algunos esto les afecta mucho.»

Arthur y Lauren montaron en el ascensor. Él tenía la mirada gacha y no decía nada; ella tampoco. Salieron del hospital. En la bahía soplaba un viento del norte que había llevado consigo una lluvia fina y penetrante. Hacía un tiempo de perros. Él se levantó el cuello del abrigo para protegerse del frío y le abrió la portezuela a Lauren.

—Vamos a olvidarnos de los efectos atraviesaparedes y a poner las cosas en su sitio, por favor.

Lauren entró normalmente en el coche y le sonrió.

Regresaron sin pronunciar palabra. Arthur iba concentrado en la conducción; Lauren miraba las nubes por la ventanilla. Cuando llegaron a la puerta de casa, ella se puso a hablar de miedo sin apartar la vista del cielo.

—Me gustaba mucho la noche por sus silencios, sus siluetas sin sombra, las miradas que no se ven durante el día. Como si dos mundos compartieran la ciudad sin conocerse, sin imaginar la reciprocidad de la existencia del otro. Montones de seres humanos aparecen al ponerse el sol y desaparecen al amanecer. No se sabe adonde van. Los del hospital éramos los únicos que podíamos conocerlos.

—Es una historia de locos, reconózcalo. Resulta difícil de admitir.

—Sí, pero no por eso vamos a quedarnos aquí y a pasarnos el resto de la noche repitiéndonoslo.

—Pues para lo que queda de noche…

—Aparque. Yo le esperaré arriba.

Arthur dejó el coche en la calle para no despertar a los vecinos con el ruido de la puerta del garaje. Subió la escalera y entró. Lauren estaba sentada en medio del salón, con las piernas cruzadas.

—¿Quería ir al sofá? —le preguntó él, divertido.

—No, quería ir a la alfombra y estoy justo encima.

—Mentirosa. Estoy seguro de que apuntaba al sofá.

—¡Le digo que quería sentarme en la alfombra!

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