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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (6 page)

“Sólo sé que cuando sentí que esos tentáculos se cerraban sobre mis rodillas no tuve deseos de apartarlos, y sentí sensaciones que… que, oh, me hicieron sentirme mancillado y sucio en lo más profundo de mi alma por aquel… placer… y, sin embargo…

—Lo sé —dijo Smith, con voz grave. El efecto del segir comenzó a desvanecerse, y la debilidad se derramó en oleadas sobre él, de modo que cuando habló fue como si meditara en voz baja, escasamente consciente de que Yarol le escuchaba—. Lo sé… mucho mejor que tú…, y hay algo indescriptiblemente atroz que emanaba de la cosa, algo tan infinitamente diferente a todo lo humano… que no hay palabras para expresarlo. Durante un instante fui parte de ella, literalmente, y compartí sus pensamientos y recuerdos, sus emociones y ansias y… Bueno, ahora todo terminó y no lo recuerdo muy claramente, pero la única parte de mí que quedaba libre era esa parte que se sentía enferma de… de la obscenidad de la cosa. Sin embargo, aquello daba un placer tan dulce (creo que debe haber algún núcleo de maldad espantosa en mí…, en todos…) que solamente necesitaba un simple estímulo para hacerse con el control completo; por eso, incluso mientras me sentía enfermo por el roce de aquellas… cosas…, había algo en mí que… que, sencillamente, se estremecía de placer… Por eso vi cosas, y supe cosas, horribles, cosas espantosas que no puedo recordar del todo… Visité lugares increíbles, viajé a través de los recuerdos de aquella… criatura… Yo era uno con ella, y vi… ¡Dios, cómo me gustaría poder recordarlo!

—Mejor harías en agradecer a tu Dios el no poder recordarlo —dijo Yarol, con voz grave.

Su voz sacó a Smith del estado de semitrance en que había caído, y se incorporó sobre un codo, temblando un poco de debilidad. Como la habitación oscilaba ante él, cerró los ojos para no verla y preguntó:

—Dices que… ¿no se presentarán de nuevo? ¿No hay manera de encontrar… otra?

Durante un momento, Yarol no contestó. Puso sus manos sobre los hombros del otro hombre y le obligó a recostarse; después se sentó y miró fijamente aquel rostro sombrío y cosido de cicatrices que poseía una nueva expresión extraña e indefinida que jamás había visto antes, pero cuyo significado conocía demasiado bien.

—Smith —dijo finalmente, y, por una vez, sus ojos negros parecieron serios y en calma, pues el diablillo malicioso se había ido de ellos—, Smith, jamás te pedí que me prometieras nada, pero… ahora creo que me he merecido el derecho de hacerlo, por eso te pido que me prometas sólo una cosa.

Los pálidos ojos de Smith se encontraron, irresolutos, con la mirada oscura. En ellos había indecisión y un poco de miedo por lo que la promesa pudiese significar. Por un instante, Yarol estuvo mirando, no los familiares ojos de su amigo, sino un inmenso vacío gris, embargado de horror y disfrute…, un pálido mar que escondía en sus profundidades placeres indecibles. Después, la inmensa mirada se encontró de nuevo y los ojos de Smith fueron los de siempre, y la voz de Smith dijo:

—Adelante, lo prometo.

—Que si vuelves a encontrarte de nuevo a una Shambleau, cuando sea, donde sea, sacarás tu pistola y la enviarás al infierno en el mismísimo instante en que te des cuenta de que lo es. ¿Me lo prometes?

Hubo un largo silencio. Los serenos ojos negros de Yarol se hundieron lentamente en los incoloros de Smith, sin pestañear. Y las venas se marcaron en la frente curtida de Smith. Jamás rompía su palabra… No la había dado en su vida más de una docena de veces, pero una vez que la daba era incapaz de romperla. Y una vez más, los mares grises se agitaron en una incierta marea de recuerdos, más dulces y horribles que cualquier sueño. Una vez más Yarol miró fijamente la vacuidad que ocultaba cosas sin nombre. En la habitación reinaba una gran quietud.

La marea gris menguó. Los ojos de Smith, pálidos y resueltos como el acero, fueron al encuentro de los de Yarol.

—Lo… intentaré —dijo.

Y su voz tembló.

SUEÑO ESCARLATA
1

Northwest Smith había comprado el chal en el mercado de Lakkmanda, en Marte. Uno de sus mayores placeres consistía en vagabundear entre los puestos y casetas del mayor mercado, cuyas mercancías proceden de todos los planetas del sistema solar e incluso de más lejos. Como se han compuesto tantas canciones y escrito tantas historias sobre ese caos fascinante llamado el mercado de Lakkmanda, apenas será necesario hablar ahora de él.

Se abrió paso entre la multitud cosmopolita y abigarrada, con los acentos de mil razas resonando en sus oídos, y la mezcla de olores a perfume, sudor, especias, alimentos y los mil aromas innombrables del lugar que asaltaban su olfato. Los vendedores anunciaban a gritos sus productos en las lenguas de una veintena de mundos.

Mientras deambulaba entre la apretada muchedumbre, saboreando la confusión, los olores y las imágenes de incontables lugares, su mirada fue atraída por un fogonazo de peculiar tono escarlata geranio que parecía asomarse físicamente del entorno para llamar su atención con una violencia casi física. Provenía de un chal extendido de manera descuidada sobre un cofre labrado, típico trabajo de las Tierras Áridas de Marte por el detalle exquisito con que había sido esculpido, algo que no cuadraba con las características de aquella ruda raza. Reconoció el origen venusiano de la bandeja de bronce que había sobre el chal, y en el grupo de animales tallados en marfil que se encontraban sobre él identificó el trabajo de una de las razas menos conocidas de la mayor luna de Júpiter; pero a pesar de su vasta experiencia, no pudo recordar ningún tejido similar al del chal. Sin otra cosa que hacer, se detuvo ante el puesto y preguntó a quien lo atendía:

—¿Cuánto vale el echarpe?

El hombre, un marciano de los Canales, miró por encima del hombro y dijo:

—¡Oh, eso! Puede tenerlo por medio cris… Cada vez que lo miro me da dolor de cabeza.

Smith hizo una mueca y comentó:

—Le daré cinco dólares.

—Diez.

—Seis y medio, y es mi última oferta.

—Oh, lléveselo —el marciano sonrió y quitó de encima del cofre la bandeja con los animales de marfil.

Smith cogió el chal. Se adhirió a sus manos como si estuviera vivo, más suave y ligero que la “lana de cordero” marciana. Tuvo la seguridad de que había sido tejido con el pelo de alguna bestia y no con fibra vegetal, pues su adherencia chispeaba de vida. Y su disparatado diseño le aturdía porque era completamente extraño. Distinto de cualquier otro que hubiera visto en todos los años de sus vagabundeos por lugares lejanos, aquel escarlata violento y chillón trazaba su innombrable motivo a lo largo de una línea continua y enmarañada, entre el azul crepúsculo del tejido del fondo. Aquel azul apagado estaba exquisitamente matizado de violeta y verde…, colores suaves del atardecer que resaltaban contra el chillón escarlata que llameaba como si encerrase algo más siniestro y con más vida que el color. Sintió que casi podía meter la mano entre el color y el tejido, por tanto como se destacaba del fondo.

—¿De qué parte del universo procede esto? —preguntó al vendedor.

El otro se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Llegó en un lote de ropa procedente de Nueva York. También a mí me llamó la atención y le pedí al gerente del mercado que lo investigase. Dijo que había sido vendido como saldo por un venusiano vagabundo que decía haberlo encontrado en una nave naufragada cerca de un asteroide. No conocía la nacionalidad de aquella nave…, pero dijo que era de un modelo muy antiguo, probablemente de uno de los primeros, construido antes de que se adoptasen los símbolos de identificación. Me pregunté por qué lo vendería como saldo. Con sólo molestarse un poco, hubiera conseguido el doble por él.

—Curioso —Smith siguió mirando el sorprendente motivo que se entrelazaba en la tela que tenía entre sus manos—. Bien, es bastante cálido y ligero. Si no me vuelvo loco, intentaré seguir ese dibujo. Dormiré caliente por la noche.

Lo arrugó en una mano, y aquel cuadrado de seis pies de lado de dobló dócilmente y cupo en la palma de su mano. Deslizó el sedoso ovillo en un bolsillo… y después se olvidó de él hasta que no regresó a su alojamiento por la tarde.

Ocupaba uno de los cubículos de los grandes edificios de acero que el gobierno de Marte ofrece, por una renta simbólica, a quienes se hallan de paso. Su propósito original era albergar a aquellas abigarradas hordas de viajeros del espacio que pululan por todas las ciudades provistas de espaciopuerto de los planetas civilizados, ofreciéndoles un acomodo barato lo suficientemente satisfactorio para que no fueran a parar a los bajos fondos de la ciudad, ni fuesen presa de sus habitantes, cuyo desprecio de las leyes es proverbial entre quienes viajan por el espacio.

Pero el gran edificio de acero que albergaba a Smith y a muchos otros no se hallaba totalmente libre de las influencias de los bajos fondos marcianos. Si la policía hubiera rastreado el lugar con cierto grado de meticulosidad, un buen porcentaje de sus moradores hubiese ido a parar a las prisiones del emperador… Smith, ciertamente, entre ellos, pues sus actividades raramente caían dentro de la ley; y aunque él no pudiera recordar en aquel momento ningún delito particular cometido en Lakkdarol, hasta el detective más inepto hubiese podido encontrar algún cargo contra él. No obstante, la factibilidad de una redada de la policía era muy remota. Smith, apenas entró bajo los portales de acero de la gran puerta, comenzó a codearse con contrabandistas, piratas, fugitivos y delincuentes de todo tipo, que siempre atestan las rutas del espacio.

Ya en su pequeño cubículo, dio la luz y vio una docena de imágenes difusas, réplicas de sí mismo, reflejadas borrosamente en las paredes de acero, que habían cobrado vida con aquel súbito resplandor. En tan curiosa compañía, movió una silla hacia delante y sacó de su bolsillo el arrugado chal. Al desplegarlo en aquella habitación rodeada de espejos, produjo sobre paredes, suelo y techo un súbito y enloquecedor torbellino de dibujos escarlata, y, durante un instante, la habitación giró en el remolino de un inexplicable calidoscopio, mientras le asaltaba la impresión de que la entrada a la cuarta dimensión se abría súbitamente ante vastedades nunca soñadas, donde, a través del vacío, un vívido escarlata se agitaba en motivos salvajes e indomeñables.

Luego, en un instante, los muros volvieron a cerrarse y los confusos reflejos se aquietaron, convirtiéndose simplemente en las imágenes de un hombre alto y bronceado, de ojos pálidos, que tenía entre las manos un curioso chal. Había un placer extraño y sensual en acariciar con los dedos la sedosa lana, su ligereza, su tibieza. Lo extendió sobre la mesa y pasó un dedo por su chillón motivo escarlata, intentando seguir con el dedo la línea retorcida a través de lo intrincado de su recorrido; pero cuanto más la miraba tanto más se convencía —y ello le irritaba— de que había un propósito en aquel torbellino de color, y que si lo miraba el tiempo suficiente, posiblemente, acabaría encontrándolo…

Antes de irse a dormir aquella noche, extendió encima de su cama el reluciente chal, y su brillo coloreó de un modo fantástico sus sueños…

Aquel escarlata delirante era un camino laberíntico que él seguía a ciegas y a trompicones. Se volvía a cada recodo para verse a sí mismo en una miríada de réplicas, vagando siempre perdido y solo a través del recorrido de aquel dibujo. En ocasiones, se agitaba bajo sus pies y cuando creía haber llegado al fin, volvía a enmarañarse en nuevos laberintos…

El cielo era un gran chal hilvanado con luz escarlata que fluctuaba y se retorcía mientras lo miraba y que acabó convirtiéndose en el motivo familiar y enloquecedor que se mudaba en la Palabra poderosa de un escrito sin nombre cuyo significado le hacía estremecerse cuando estaba a punto de saberlo. Aquello duró hasta el momento en que se despertó, helado de terror, justo antes de que su significado entrase en su cerebro…

Volvió a dormirse y vio el chal suspendido en una oscuridad azul, el color del entorno, y él lo miraba y lo miraba hasta que su contorno cuadrado se fundía imperceptiblemente en la penumbra y el escarlata era un motivo grabado de forma cegadora encima de una puerta…, una puerta de factura extraña en un muro alto, vislumbrada a través de aquel curioso y anublado crepúsculo surcado por exquisitos matices de verde y violeta, de forma que no se parecía a ninguno de los crepúsculos de los mortales, sino a algún atardecer extraño y hermoso en una tierra donde el aire estuviera bañado de nieblas coloreadas, donde no soplase el viento. Sintió que avanzaba sin esfuerzo y que la puerta se abría ante él…

Subía por un largo tramo de escaleras. En una de las metamorfosis de aquel sueño no le sorprendió que la puerta hubiera desaparecido, o que no recordase haber subido el largo tramo de peldaños que se encontraba tras él. El bellísimo y colorido atardecer aún velaba el aire, de forma que sólo podía ver vagamente los escalones que surgían ante él y que se desvanecían en la bruma.

Y entonces, súbitamente, fue consciente de que algo se movía en la penumbra, y una joven apareció corriendo escaleras abajo, presa de terror espantoso, cuya sombra pudo ver en su rostro. Su largo y brillante cabello flotaba a su espalda. Estaba bañada en sangre de pies a cabeza. Bajaba los peldaños de tres en tres, y en su ciega carrera no había debido de ver al indeciso Smith, que mientras tanto la contemplaba, porque chocó contra él. El impacto le hizo perder el equilibrio, pero sus brazos se cerraron instintivamente alrededor de ella. Durante un momento se abandonó a su abrazo, completamente agotada, sollozando contra su amplio pecho vestido de cuero y sin resuello para preguntar, siquiera, el nombre de quien la había detenido. Su olfato captó el olor a sangre fresca de sus ropas atrozmente manchadas.

Finalmente, alzó la cabeza y dirigió hacia el hombre un rostro febril, levemente tostado, y aspiró el aire a través de unos labios del color de las bayas del acebo. Su cabello empapado, tan fantásticamente dorado que casi parecía naranja, se agitó a su alrededor mientras levantaba hacia Smith su rostro encantador. En aquel sorprendente momento, él vio que sus ojos eran del color del jerez oscuro, con reflejos de rojo, y que la fantástica y encendida belleza de su rostro tenía el matiz salvaje de algo que era completamente diferente a cualquier cosa que hubiera visto antes. Quizá fuera la mirada de aquellos ojos…

—¡Oh! —sollozó—. ¡La… la ha cogido!… ¡Suéltame!… ¡Suelta…!

Smith la zarandeó con suavidad.

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