—En absoluto —dije.
—Hace tiempo que vengo pensando que nos haría falta un hombre que se encargara del almacén. Alguien que verificara los artículos, en vez de limitarnos a dejar que lo hagan los diferentes departamentos por sí mismos. Se lo he dicho hoy al propietario y ha dado su aprobación. De manera que, si le interesa el trabajo, puede usted empezar inmediatamente.
—¿Y cree usted que yo debería hacerlo? —le dije—. Quiero decir, inmediatamente.
—Bueno… —dudó; luego asintió con firmeza—. Ciertamente, no creo que perdiera usted nada probándolo.
Encendí un cigarrillo, guardando silencio durante un minuto. Después de pensarlo rápidamente, decidí que, fuese él lo que fuese, yo era independiente. En eso consistía mi oficio, mi juego, y yo sabía cómo hacerlo. Y si alguien tenía que decirme lo que debía hacer, ése tenía que ser el Jefe.
—Le confesaré una cosa, Mr. Kendall —le dije—. He hecho un largo viaje, estoy bastante cansado y…
—No será un trabajo tan arduo. Podrá usted establecer prácticamente sus propias horas, y la mayor parte del tiempo no habrá nada que hacer…
—Pienso que más bien debería esperar —dije—. Mañana por la noche, o a más tardar el sábado, pienso ir a Nueva York. Hoy sería probablemente el único día que podría asistir antes del sábado.
—Oh —dijo—. Bueno, en tal caso…
—No obstante, me gustaría obtener el empleo —dije—. Es decir, si puede usted retenérmelo.
Dijo que podía, más bien de mala gana, al parecer no muy satisfecho de haber fracasado y no salirse con la suya. Luego se iluminó de repente su cara y se fue deslizando hasta bajarse de la mesa.
—Se lo puedo dar ahora —dijo—. Diremos que se marcha usted fuera un par de días.
—Estupendo —dije.
—Comprendo que soy excesivamente cauto y aprensivo. Pero siempre he considerado que, si podemos erigir una pequeña barrera ante las potenciales dificultades, debemos aprovecharnos de ella.
—Tal vez tenga usted razón —dije.
Mientras caminábamos por entre las hileras de estantes, él iba señalando los diferentes botes y paquetes de ingredientes de la fábrica y comentándome cómo se empleaba cada uno de ellos.
—Tengo preparadas algunas fichas sobre pedidos; es decir, peticiones de ingredientes que le presentarán a usted los distintos departamentos. Lo único que tendrá que hacer es rellenarlas. Y ahora llegamos a nuestra cámara frigorífica, donde guardamos los artículos perecederos…
Accionó la palanca que abría la puerta de una amplia cámara frigorífica, semejante a las que hay en los supermercados, y entramos en su interior.
—Claras de huevo —dijo, tocando con la punta del pie un bidón de quince galones—. Éstos son de yemas de huevo, y estos otros de huevos completos. —Tocó dos bidones más—. Las panaderías compran estas cosas así por dos razones: salen más baratas, naturalmente, y son mucho más fáciles de medir.
—Comprendo —dije, procurando ocultar mis tiritones. Llevaba allí solamente un minuto y ya me estaba entrando el frío hasta los huesos.
—Ahora, la puerta —dijo, volviendo a abrirla con sólo empujarla—. Habrá visto usted que no he cerrado el pestillo. Le sugiero que haga lo mismo si no quiere arriesgarse a morir congelado. Pero —sonrió alegremente— estoy convencido de que no le ocurrirá.
—Ya puede usted estar bien seguro de ello —dije saliendo de la cámara tras él—. Quiero decir…
Se echó a reír y me obsequió con dos golpecitos en la espalda.
—Excelente, Mr. Bigelow. Como le dije antes, me inclino por la excesiva cautela… Bueno, creo que con esto será suficiente por hoy. Ah, sé que no es demasiado, pero en vista de las otras ventajas de este trabajo… ¿le parecen bien doce dólares semanales?
—Será estupendo —dije.
—Fije usted mismo sus horarios; que sean razonables. Los ingredientes para las distintas hornadas de masas serán comprobados antes de que estén listos para su uso, y a partir de entonces estará usted libre para estudiar o hacer lo que quiera.
Abandonamos el almacén principal y entramos en otro más pequeño, una especie de antesala, donde había elevadas hacinas de sacos de sal, azúcar y harina. Al final de un estrecho pasillo formado entre los sacos había una puerta que daba a la calle.
—¿Ve, Mr. Bigelow? Ésta es su puerta privada de entrada y salida. Se supone que no hay nadie que tenga llave de esto más que yo, pero si hubiera usted acabado el trabajo y necesitara salir a respirar un poco de aire, no veo razones para que…
Me dirigió una de sus remilgadas y dignas sonrisas y me abrió la puerta. Cuando salí a la calle encendí otro cigarrillo y miré despreocupadamente en una y otra dirección. La puerta por la que acababa de salir estaba situada bastante más a la derecha de la entrada a las oficinas. Aunque se quedara alguien trabajando en ellas hasta bien tarde, como me quedaría yo después de venir del colegio, podía entrar y salir sin ser visto. Y la casa estaba en la misma calle, a unos ciento cincuenta metros de distancia.
Con Fay Winroy estimulándome desde hacía algún tiempo, cualquier noche bien oscura resultaría facilísimo. Yo podía situarme en la puerta observando hasta que él se fuera y entonces…
Era un pastel demasiado bueno. Tan bueno que no estaba convencido de que me gustara. Me fui paseando despacito por la calle y me metí en el bar que había enfrente de la casa. Pedí una cerveza y tomé asiento.
Pensé en Kendall. ¿Era sólo un simpático viejo entrometido, un hombre que me había tomado aprecio igual que otras muchas personas mayores, u obraba por orden del Jefe? No las tenía todas conmigo respecto a él. Dos veces, bueno, ahora tres, me figuré que le conocía. Cada vez, incluso ahora, después de que me contara prácticamente cuál era su situación y me sirviera el trato en bandeja, comencé a dudar de mis figuraciones. Todavía no estaba seguro.
Sencillamente, no encajaba en el rompecabezas. No importa lo que me dijera o hiciese, no me lo imaginaba como un sujeto mezclado en un asesinato entre bandas rivales. Y sin embargo…, bueno, ¿comprenden ustedes? Eso era lo que le convertía en una apuesta casi segura. Si el Jefe tuviera la menor sospecha de mí,
si
se guardaba un as en la manga, el vejete Kendall tenía que ser su hombre. Tenía que ser él o alguien como él.
Lo estuve removiendo en mi cabeza, imaginándomelo primero de una forma y luego de otra… Quienquiera que fuese Kendall, distaba mucho de ser un estúpido. No haría por sí mismo el trabajo, suponiendo que se tratara de algo que podía hacer cualquier aficionado. No trabajaría conmigo en calidad de cómplice. Manejaría su propósito sin incurrir en alguna cosa de la que pudieran acusarlo. Y si yo no manejaba el mío, si yo fracasaba en mi trabajo o lo echaba a perder…
No me gustaba pensar en ello. Porque si fracasaba o lo echaba a perder, no viviría para hacer otro. De cualquier modo, puede que, sin embargo, no lo lograra, pero tendría una oportunidad. Primero había realizado el acto de desaparecer y quedarme escondido durante más de seis años. Pero con Kendall vigilándome —si es que
era
él— y dándole el soplo al Jefe, desde el momento en que me torciera en el trato o el trato me torciera a mí…
Ajá. El Jefe no admitía excusas ni toleraba deserciones. No me alejaría lo suficiente para encontrar otro trabajo.
Pedí otra cerveza. ¿Qué ocurriría, por tanto, si fuera así? Yo había aceptado hacer el trabajo y, mientras lo hiciera, no habría problemas. Si era así como estaban las cosas, ¿qué diferencia podía haber en cuanto a Kendall?
La había, y mucha. Estaba claro que el Jefe no confiaba en mí; y no era bueno que el Jefe no confiara en uno. O desconfiaba de uno o desconfiaba del trabajo, y esto no era bueno tampoco. El Jefe no actuaba por meras sospechas. Si desconfiaba, tenía buenas razones para ello.
Yo me preguntaba qué diría él si de repente le hablara de Kendall. No tuve que esperar mucho tiempo para saberlo; salí de mis dudas casi antes de empezar a preguntárselo.
Se lo tomaría a risa. Me echaría el brazo por encima del hombro y me confesaría lo mucho que me apreciaba…, y aquello sería el comienzo de un maldito y rápido final. Tendría que deshacerse de mí. Tendría miedo si no lo hiciera. Miedo de que yo pudiera ser presa del pánico, preocupación ante una deslealtad.
Terminé mi cerveza y me dispuse a salir del bar. En el instante que salía por la puerta se presentó Fay Winroy.
—Oh, así que estás aquí, queri… —se contuvo—. Pensé que estarías en este lugar. El she…, hay alguien en casa que quiere verte.
Me llevó a la calle, bajando la voz.
—Es el sheriff, querido. Puede que sea mejor que vayas solo y que yo me quede aquí tomando un trago.
—Está bien —dije—. Gracias por venir a avisarme.
—Carl —me miró algo inquieta—, ¿estás seguro de que todo va bien? ¿Hay algo que…?
—Nada —contesté—. ¿Por qué?
—No, por nada. Él ha dicho que todo va bien, pero…
—¿De veras? —añadí.
—Carl, el sheriff se lo está tomando de una manera tan cómica. Tan… tan terriblemente cómica…
Me estaba esperando en el salón. Cuando entré, se incorporó unos centímetros sobre su asiento, como si pretendiera estrecharme la mano. Luego volvió a arrellanarse otra vez y yo me senté frente a él.
—Lamento haberle tenido esperando —dije—. He estado en la panificadora gestionando un trabajo para mis horas libres.
—Ajá —asintió—. Me dijo Miss Ruth que podía estar allí, pero cuando fui ya se había usted marchado. ¿Consiguió el empleo, eh?
—Sí, señor —dije—. No he comenzado a trabajar todavía, pero…
—Ajá. ¿Entonces, tiene pensado quedarse aquí? Irá al colegio y todo.
—Pues, sí —dije—. Por eso he venido aquí.
—Ah, claro. —Siguió arrastrando las palabras—. Bueno, espero que le vaya bien. Aquí tenemos una pequeña y bonita ciudad, un pequeño y bonito colegio. Nos gustaría mantenerlo así.
Le miré algo serio y directamente a los ojos.
—Sheriff, yo no siento una particular predilección por esto —le dije—. A decir verdad, preferiría no haber visto nunca su población ni su colegio. Pero ya que estoy aquí, he pensado quedarme. Y si a usted se le ocurre alguna razón para que no me quede, quizá sería mejor que me la dijera.
Tragó saliva enérgicamente. No estaba acostumbrado a que le hablaran de este modo.
—Yo no he dicho que hubiera alguna razón, ¿verdad? Tal vez haría usted bien en decirme si se le ocurre alguna.
Ni siquiera me molesté en contestar.
Se aclaró la garganta, un tanto molesto. Al cabo de un rato se suavizó su mirada y me dirigió una tímida sonrisa.
—¡Bah! —dijo entre dientes—. ¿Por qué demonios he empezado a hablarle de esta forma? Puede que se me hayan agriado dentro las buenas noticias que le tengo reservadas. ¿No le ha sucedido nunca a usted? Cuando tiene algo bueno que decirle a un tipo y no logra dar con él…
—¿Buenas noticias? —pregunté—. ¿En qué consisten?
—Las respuestas a los cables que mandé a Arizona. No recuerdo haber oído nunca que dijeran tantas cosas buenas de un hombre. Parece como si el juez y el jefe de Policía hubieran apostado a ver cuál de los dos habla mejor de usted.
—Son unos caballeros muy amables —dije.
—Seguro. No podían ser de otra manera —asintió firmemente—. Y con dos altas personalidades hablando bien de usted, no veo que…
—¿Cómo dice? —pregunté.
—No, nada. Más o menos, estaba hablando conmigo mismo. Una mala costumbre la mía. —Se puso de pie, sacudiéndose el sombrero contra el muslo—. Ahora veamos. ¿Decía usted que piensa irse a la ciudad este fin de semana?
—Mañana o el sábado —contesté—. Si todo marcha bien.
—Claro que marcha bien. Puede irse.
Alargó el brazo y me dio un firme apretón de manos.
Subí a mi habitación. Apenas había puesto mi cabeza sobre la almohada, cuando Fay Winroy se deslizó dentro.
—Carl. ¿Qué…, qué es lo que quería?
—No mucho. —Le hice un lado en la cama para que se sentara—. Sólo decirme que han informado favorablemente de mí en Arizona.
—¿Sí? Pues se portaba de forma muy extraña, Carl. Pensé que…
—¿Y eso por qué? —dije—. ¿No le recibirías mal cuando vino preguntando por mí?
—N-no —dudó—. No me gusta que anden por aquí los policías parando sus coches delante de mi casa, pero…, bueno, estoy segura de no haberle dicho nada fuera de tono.
Yo no me habría apostado un centavo a su favor.
—No creo que tampoco le gustara a Kendall verle entrar en la fábrica —dije—. Puede que esté ahí la causa. El sheriff estaba un poco resentido.
—¿No se te ocurre otra cosa?
Me encogí de hombros.
—No sé qué podría ser. ¿Cómo te fue con Jake?
Sus ojos echaron chispas.
—No quiero hablar de él.
—Ni yo tampoco. —Dejé escapar un bostezo—. A decir verdad, en estos momentos no hablaría de nada. Creo que me echaré una siestecita.
—Bien —se rió, levantándose—. Mi sombrero, que tengo prisa, ¿eh? Querido, es casi la hora de cenar.
—No tengo apetito —dije.
—Podrías tomar algo aquí mismo. ¿Te gustaría que subiera con la bandeja dentro de una hora?
—Bien… —fruncí el ceño.
—No pasará nada. Kendall habrá vuelto a la fábrica de pan… Ojalá se llevara allí la cama. Y Ruth tendrá trabajo de sobra en la cocina. Ya me encargaré yo de que lo tenga.
—Dentro de una hora, entonces —asentí.
Se marchó. Cerré los ojos y traté de olvidarme de Kendall, del sheriff, del Jefe, de Fruit Jar y de…
Todavía llevaba una hora intentándolo, cuando ella empujó la puerta y entró con la bandeja.
Encima traía medio vaso de whisky tapado con una servilleta. Me lo bebí de un trago y empecé a sentir hambre.
Era un buen menú; estofado de buey con verduras y pastel de manzana para postre. Fay se tendió boca arriba en la cama, mientras yo comía, apoyando la nuca en las palmas de sus manos.
Después de apurar mi café, me tendí como ella atravesado en la cama, rodeándola con mis brazos.
—Carl…
—Ése soy yo —respondí.
—¿Hablabas realmente en serio esta mañana… respecto a nosotros, a mí, sobre ir a Nueva York?
Me eché la mano al bolsillo, saqué la cartera y tomé dos de veinte. Se los introduje en la parte delantera del sostén.
—Oh, Carl, querido —suspiró—. Ya estoy impaciente.
Le dije que se reuniera conmigo en un hotel de la Calle 44, Oeste, donde podíamos estar seguros.