Le alzó la muñeca y le tomó el pulso. Volvió a dejar su mano en el suelo.
—No se mueva —dijo, tajante.
—Sssueño… —Jake seguía moviendo la cabeza y respirando con grandes escalofríos—. Sál… veme… Mmmire… el… vi…no.
—¡Deje de moverse! ¡Pare de una vez! —El doctor le sujetó la cabeza con una mano—. ¡Estése quieto!
Jake obedeció. No podía hacer otra cosa. De la manera que le tenía cogido el doctor, podía haberse despellejado el cuero cabelludo.
El médico le levantó primero un párpado y luego el otro. Se puso de pie, sacudiéndose las rodilleras y dirigiéndose a Kendall.
—Phil, ¿quiere contarme cómo ha sucedido esto?
—Bien, doctor. —Kendall se quitó la pipa de la boca—. No sé qué más puedo añadir, después de lo que ha dicho Mrs. Winroy.
—Mrs. Winroy estaba bastante excitada. Cuéntemelo usted.
—Bueno, veamos. Ella y yo… Mrs. Winroy y yo, estábamos en el salón leyendo los periódicos del domingo, y Miss Dorne se hallaba en la cocina preparando la comida. ¿No es así, Ruth?
—Sssí, señor.
—Eso no importa. Vamos a lo esencial. —El doctor miró impaciente a su reloj—. No puedo perder aquí toda la mañana. Usted oyó a Jake que bajaba por la escalera, haciendo mucho ruido. Continúe.
—Yo me levanté. Creo que nos levantamos los dos. Nos imaginamos que estaba… que estaba…
—Borracho. Continúe.
—Salimos al recibidor y pasó por delante de nosotros tambaleándose; murmuraba que le habían drogado, que le habían adulterado el vino o algo semejante. Su expresión oral era muy imprecisa. Entró al comedor y se derrumbó, y nosotros, Mrs. Winroy y yo, llamamos…
—Traía con él la botella, ¿verdad? ¿Muy bien tapada? —La cara del médico estaba sofocada; la rojez parecía aclararse en sus ojos—. Déjenme verla otra vez.
Kendall cogió la botella de encima de la mesa y se la entregó. El doctor se puso a olerla, probó con la lengua su contenido y se tomó un trago generoso. Se limpió la boca sin más miramientos, clavando la vista en Fay.
—¿Toma píldoras para dormir? ¿Cuántas…? ¿Muy a menudo?
—No… no lo sé, doctor.
—¿Sabe cuántas le quedan? ¿Le faltan muchas?
—No… yo —Fay sacudió la cabeza—, le traje algunas de la ciudad, pero no sé cuántas tenía…
—¿Qué tenía? ¿Disponía de receta médica? ¿No? ¿Sabe usted que eso es ilegal? Qué más da. Esto no nos lleva a ninguna parte.
—¿No estará…?
El doctor lanzó un gruñido. Tocó a Jake en las costillas con la puntera del zapato.
—Basta ya —le espetó—. Déjese de cuentos y póngase de pie.
Jake parpadeó, abriendo los ojos.
—Algo… en el vi…
—Algo hay en el vino, en efecto. Alcohol. De veinte grados.
Echó mano a su maletín profesional, mirando severamente a Fay.
—No le ocurre nada. Absolutamente nada. Échele un cubo de agua encima si no se levanta.
—Pero yo… —Ella también tenía ahora la cara sofocada, más aún que el médico—. Cómo…, no acabo de comprender…
—Exhibicionismo. Busca atenciones, simpatía. Lo emplean bastante, aunque no tenga mucho sentido… No, no está borracho. No ha bebido lo suficiente.
Fay hizo una mueca, tratando de sonreír.
—No sabe cuánto lo siento, doctor. Yo… Si me envía la factura…
—Lo haré. Y no vuelva a llamarme, ¿comprende? Tengo muchos enfermos que atender.
Se encasquetó el sombrero en la cabeza, estrechó la mano de Kendall y se fue de la casa dando un portazo.
Jake se incorporó e hizo un esfuerzo hasta ponerse de pie, donde se mantuvo tambaleante, flaqueándole la cabeza, con la vista clavada en el suelo.
—Ruth —Fay no le quitaba los ojos de encima—, ¿no tienes nada que hacer?
—Yo… sí, señora. —Ruth giró sobre su muleta y volvió apresuradamente a la cocina.
—Jake. —Fay se acercó despacio hacia él—. Jake. ¡Mírame!
—Ha habido… ha habido algún error —musitó.
—Oh —dijo ella con voz ronca—. ¿Conque algún error, eh? Un error. Nos has dado a todos un susto de muerte, haciendo esta tremenda escena en domingo. Has dado lugar a que ese maldito y presumido Dodson me eche un rapapolvo. ¡Conque un error, eh! ¡Mírame, Jake Winroy!
Él la miró a los pies, murmurando que algo había ido mal, retrocediendo a medida que ella se le acercaba.
Llegó a la puerta y, una vez allí, como había hecho la primera noche, giró rápidamente sobre sus talones y se fue a la calle. Le oí que tropezaba y resbalaba por los escalones, pero no se cayó como la otra vez. Traspasó la cancela exterior, y, al mirar por la ventana, le vi que se encaminaba hacia el pueblo, con los hombros hundidos y el paso largo.
Fay se volvió hacia nosotros. Le temblaban los labios y se retorcía las manos con nerviosismo. Se encogió de hombros con despreocupación; o eso fue lo que nos quiso dar a entender. Tratando de sonreír, dijo:
—Bueno, esto se acabó… —A continuación se sentó a la mesa y escondió la cabeza entre sus brazos.
Kendall me tocó en el codo y salimos al recibidor.
—No es la mejor forma de celebrar el domingo, ¿verdad? ¿Se sentiría usted capaz de hacer una pequeña libación, Mr. Bigelow?
—Desde luego —dije—. Pero no es preciso que sea pequeña.
—¿En serio? Entonces, hágame ese honor.
Cruzamos la calle en dirección al bar. Había algunos clientes, pero el camarero salió de detrás del mostrador y nos acomodó en un reservado.
Eso no lo había hecho nunca conmigo. Jamás le había visto hacerlo con nadie. Kendall pareció tomarlo como la cosa más normal. Yo puse cara de sorprendido ante aquello —ante aquello y ante la forma un tanto halagadora en que le saludó el médico—, y creo que se me notó.
—Mr. Bigelow, yo he vivido aquí gran parte de mi vida. ¿O debo decir la mayor parte de ella? He crecido con muchas de estas personas. A muchas les he enseñado en el colegio.
El camarero nos trajo las bebidas, whiskies dobles. Kendall rodó el hielo dentro de su copa y levantó lentamente la cabeza para mirarme. Sus ojos centelleaban.
—Resulta extraño este Winroy, ¿verdad? Ahora bien, nadie mejor que él debería saber que si usted
hubiera
sido enviado aquí para matarle…
Si
hubiera sido así, Mr. Bigelow…
—Ese
si
no resulta muy agradable que digamos —agregué.
—Lo siento. Qué descuidado soy. Hablemos, entonces, hipotéticamente de una persona. ¿De qué le iba a servir a Winroy liquidándola? No haría más que aplazar lo inevitable.
—¿De veras? —dije—. Creo que yo no entiendo mucho de esas cosas.
—¡Pero si es elemental! Ellos, es decir, sus antiguos compinches, estarían, si cabe, más resueltos a hacerlo. Suponga que los funcionarios encargados de ejecutar nuestras leyes permitieran la impunidad de un malhechor, meramente porque resultara difícil o peligroso castigarle. Nos encontraríamos ante el caos, Mr. Bigelow. Simplemente, eso no se podría permitir.
Alcé mi copa y tomé un trago.
—Me parece que tiene usted razón —dije—. Eso ocurriría, ¿no? Pero el malhe…, el criminal, trata generalmente de escapar. Puede que sepa que eso no le hará mucho bien, pero llega a intentarlo. No se cruza de brazos.
—Sí, supongo que sí —asintió—. Mientras hay vida, hay esperanza, etcétera. Pero Winroy…
—Yo…, yo no sé qué tiene que ver todo esto conmigo —comenté—. Me refiero a lo que acaba usted de decir. Suena como si él tratara de implicarme a mí.
—Y seguramente usted era consciente de ello.
—Oh, no —sacudí la cabeza—. Yo creía que era como el doctor…
—Dígame, Mr. Bigelow. ¿Cuál cree usted que habría sido la reacción del doctor si en el vino hubiera habido cierta cantidad de amital? ¿Cuál cree usted que habría sido el resultado final del subsiguiente curso de los acontecimientos?
Le miré con fijeza. ¡Qué pensaba yo! ¡Por Cristo, yo no tenía que pensar!
Él asintió parsimoniosamente.
—Cierto. Él trataba de… de implicarle a usted; ésa es la frase, ¿verdad? Si está usted aquí es gracias a Dios y a mi innata desconfianza y aversión hacia ese hombre. Está aquí en vez de encontrarse en la cárcel por un cargo de intento de asesinato… o por algo peor.
—¡Pero… por amor de Dios! —exclamé—. ¿Cómo podía…?
—Winroy no es un gran madrugador. Tampoco se siente inclinado a mostrar consideración hacia los demás, en lo concerniente a guardar silencio. Así, cuando esta mañana temprano le oí por ahí haciendo ruido, moviéndose intentando ser silencioso pero sin conseguirlo, me sentí molesto. Bajé de la cama y me puse a escuchar en la puerta de mi cuarto. Le oí deslizarse fuera de su habitación y entrar en la de usted. Cuando salió y bajó la escalera, yo me puse a investigar. Es… espero que no me crea un atrevido por entrar en su cuarto, pero lo primero que pensé es que podía haberle causado daño…
—No. Ni mucho menos —dije—. Precisamente…
—Lo que hacía era demasiado obvio. Si él hubiera empleado la menor delicadeza…, pero… Mr. Bigelow, se valió de una caja de amital. Había vaciado seis de sus cápsulas y dejó en la caja las vacías junto con las llenas. Y escondió la caja tras la cortina de la ventana, para que si alguien sospechaba que se estaba cometiendo algún mal las encontrase fácilmente. Pues, bien, yo sospeché. Vi que algo malo se proponía. Entré en la habitación de Winroy y examiné el vino, con el resultado que, naturalmente, ya conoce usted. Yo podía haberme limitado a pedirle cuentas de sus actos, pero me pareció mejor frustrar sus propósitos; hacerle quedar tan en ridículo, que no tuviera más ganas de repetirlo… Lo entiende usted, ¿verdad?
Lo comprendí. Jake no repetiría una jugarreta como aquélla.
—Vertí en el retrete las cápsulas de amital y el vino. Luego enjuagué bien la botella y volví a llenarla hasta su anterior nivel, con vino de una botella mía. Yo no soy ordinariamente un hombre que guste de beber, pero a veces, un vasito de vino cuando estoy leyendo…
—Y él tenía que beber de la botella —aclaré—, sabiendo que iba a ingerir un poco de amital. Resulta extraño que no se…
—¿Que no se diera cuenta del gusto? —Kendall rió entre dientes, centelleándole los ojos—. Verá, no creo que esté acostumbrado a beber licor con amital, así que difícilmente iba a saber el gusto que tenía. Y como mi vino es mucho mejor del que él está acostumbrado a beber, me imagino que le sabría de un modo más bien peculiar.
Bajé la mirada hacia la mesa.
—Caramba —exclamé—, no sé ni qué decir. Excepto gracias. No quiero pensar lo que hubiera sucedido si…
—Entonces no lo piense, Mr. Bigelow, he disfrutado haciéndolo. No recuerdo haber tenido nunca una experiencia tan interesante.
—¿Qué opina? —dije—. ¿Que debería marcharme a otra parte?
—¿Qué opina
usted
?
Me quedé dudando. ¿Sería él o no? Si él estaba vinculado al Jefe, lo mejor que yo podía hacer era no pensar en marcharme. Pero si no lo estaba, bueno, el mudarme de casa sería lo primero en que debía pensar.
—He estado reflexionando sobre ello —dije—. No me gustaría irme. Habría que pensárselo muy bien; ya sabe, el precio es razonable. Y trabajando los dos juntos, estando tan cerca de la fábrica, sería cosa de…
—Yo, en su lugar, creo que no me marcharía.
—Bueno —dije—, no hay duda de que no quisiera irme.
—Espero que no se vaya. Lo espero de corazón. Por supuesto, no quisiera influir en su mejor criterio.
—Claro. Lo comprendo.
—Admiro mucho su comportamiento en el primer encuentro con Winroy. Su total serenidad, autocontrol y sangre fría frente a una alarmante y embarazosa situación como aquélla. Francamente, me dio usted un poco de envidia; hizo que me avergonzara. Yo había llegado a un punto en que estaba dispuesto a marcharme. En otras palabras, que estaba resignado a que este borracho patán, un gángster convicto, me diera órdenes a
mí
. Eso habría sido un error por mi parte, Mr. Bigelow. Muy grave. Pero necesitaba confesárselo a usted, naturalmente. No se puede imaginar lo que me decepcionaría si usted…, bueno, resulta un tanto acerbo, pero se lo diré: si se fuera con el rabo entre las piernas.
—No pienso irme —dije—. Está bien, me quedaré.
—Magnífico. Excelente. Seguiremos unidos, hombro con hombro, en todo este asunto. Cuente usted con todo mi apoyo, moral o de otro tipo. En caso de dificultades, estoy persuadido de que usted verá que mi palabra pesa mucho más que la de Winroy en esta comunidad.
—Estoy seguro de ello —dije.
—Bueno… —Levantó su copa—. Por cierto, ¿estoy equivocado al decir que el sheriff Summers y su esposa le trajeron a casa?
—Me tropecé con ellos esta mañana por el centro de la población. Les acompañé a la iglesia.
—¡Espléndido! Esas cosas aparentemente pequeñas representan mucho en una ciudad como ésta… ¿Otra copa?
Negué con la cabeza. Yo quería otra, pero no creo que me hubiera hecho ningún bien tomarla.
Él podía pensar que yo necesitaba beber para vivir.
Regresamos a la casa y almorzamos los dos solos. Creo que Fay estaba en su cuarto, todavía molesta y dolida como para tener ganas de comer.
Cuando acabamos, él se fue a la fábrica de pan y yo le acompañé. Regresamos a las siete para tomar bocadillos, café y otras cosas, que era lo que solían poner de cena, hubieras salido de la casa o no. Luego volvimos a la fábrica, y permanecí con él hasta que terminó a las diez.
Me daba miedo quedarme en la casa a solas con Ruth mientras los demás estaban fuera. Tenía la esperanza de que se hiciera pronto a la idea de que no quería saber nada de ella a partir de ahora.
Kendall me explicó que la noche del domingo es la más movida en la fábrica. El sábado prácticamente no hay nada que hacer, puesto que la mayor parte de los establecimientos de venta al por menor están cerrados al día siguiente. Pero el domingo se cuece para el lunes, y, como casi todos se quedan sin existencias al llegar el fin de semana, resulta el día de mayor ajetreo.
Tuvo mucho trabajo en la planta, y la mayor parte del tiempo lo pasé solo en el almacén. Me mantuve ocupado, tan ocupado como pude. Habría resultado extraño andar haraganeando por el pueblo siete u ocho horas. Me entregó un equipo de ropa blanca para que me la pusiera —ambos gastábamos una talla similar—, y fui viendo todas las existencias, familiarizándome con ellas y haciendo inventario de todo menos del material más importante.
—Eso otro lo podrá usted inventariar mañana —me dijo Kendall, cuando se dejó caer por donde yo estaba, durante un rato de descanso—. Va a necesitar a alguien que le ayude a pesarlo y le dé la tara; ya sabe, el peso de los recipientes. Aquélla tendrá que ser restada del peso bruto, ¿comprende?, para obtener el peso neto.