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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (6 page)

—Voy a echar un vistazo a los papeles —dijo mi madre.

Se quitó los guantes, los tiró a la basura y salió a la recepción. Margaret buscó en la bolsa una vez más, pero negó con la cabeza: el riñón no estaba. Yo apenas podía contener la emoción.

Volvió con una copia de los papeles que Lauren le había dado al forense.

—Lo dice aquí, en la sección de comentarios: «Ausencia del riñón izquierdo.» No dice que se lo hayan quedado como prueba o para hacer alguna comprobación, sólo que no está. A lo mejor se lo habían quitado o algo.

Margaret cogió el riñón que quedaba y señaló el conducto cercenado que hubiese conducido hasta el que faltaba.

—Este corte es reciente —dijo—. No está cicatrizado ni nada.

—Pues Lauren ya podría haber dicho algo —dijo mi madre airadamente. Dejó los papeles y sacó otro par de guantes de la caja—. Al final tendré que hablar con ella.

Mi madre y Margaret se pusieron de nuevo a trabajar pero yo me quedé quieto; un zumbido eléctrico me invadía y me dejaba vacío al mismo tiempo. No era un asesinato cualquiera ni tampoco había sido obra de un animal salvaje.

Jeb Jolley había sido víctima de un asesino en serie.

A lo mejor venía de otro pueblo o quizá ésta fuera su primera víctima, pero de todos modos era un asesino en serie. Las señales estaban muy claras: la víctima estaba indefensa y no tenía enemigos conocidos ni amigos íntimos ni familiares. Los amigos del bar dijeron que había estado tranquilo y contento toda la noche antes de marcharse, que no se había peleado ni discutido con nadie, así que no era un crimen pasional ni por culpa del alcohol. Alguien que necesitaba matar había estado esperando en el patio de detrás de la lavandería y Jeb fue un objetivo oportuno que se encontraba en el sitio erróneo en el momento equivocado.

El periódico y la propia escena del crimen relataban una historia confusa de furia mezclada con simplicidad, de violencia ciega y animal que daba lugar a un comportamiento tranquilo y racional. El asesino colocó los órganos en un montón y, al parecer, después de haber despedazado el cuerpo, se detuvo un momento para quitarle un único órgano.

La muerte de Jeb Jolley era prácticamente un ejemplo de manual de un asesino desorganizado que se ensañaba ferozmente y después se quedaba en la escena del crimen, carente de emoción o empatía, para ritualizar el cadáver, disponerlo de una forma concreta, coger un souvenir y dejar el resto para que lo viera todo el mundo.

No me extrañaba que la policía no hubiese hablado del riñón perdido. Si se extendía el rumor de que un asesino en serie estaba robando partes del cuerpo, cundiría el pánico. La gente empezaba a no sentirse segura y ésta había sido solamente la primera muerte.

Pero no la última. Después de todo, ése era el rasgo que definía a los asesinos en serie: que seguían matando.

Capítulo 4

Era principios de octubre, la estación de quemar hojas. El otoño era mi época favorita del año, no porque empezara el instituto ni por las verduras de temporada ni por cualquier otro motivo mundano, sino porque los ciudadanos del condado de Clayton recogían las hojas con un rastrillo y las quemaban: las llamas se alzaban en el fresco aire otoñal. Nuestro jardín era pequeño y en él no había árboles, pero la pareja de ancianos del otro lado de la calle tenían un jardín grande lleno de robles y arces, y no tenían hijos ni nietos que se ocuparan de él. Durante el verano les cortaba el césped por cinco dólares a la semana; en invierno quitaba la nieve del camino de entrada a cambio de chocolate caliente y en otoño rastrillaba las hojas por el puro placer de verlas arder.

El fuego es breve y temporal: la misma definición de lo efímero. Aparece de pronto, nace con un rugido cuando el combustible y el calor se juntan y prenden, y baila vorazmente mientras todo a su alrededor se ennegrece y se eriza. Cuando no queda nada por consumir, desaparece sin dejar atrás nada más que las cenizas del combustible que no ha utilizado, los pedazos de madera, y hojas y papel que son demasiado impuros para arder, excesivamente indignos para bailar con él.

Yo creo que el fuego no deja nada tras de sí: la ceniza en realidad no forma parte de él, sino del combustible. El fuego lo hace mutar, le saca la energía y lo convierte en… bueno, en más fuego. Éste no crea nada nuevo, simplemente existe. Si es necesario destruir otras cosas para que haya fuego, a él no le importa; por lo que a él respecta, para eso están esas cosas. Cuando ellas desaparecen, él también y, aunque puedes encontrar pruebas de su paso por allí, no hallarás restos del propio fuego: ni luz ni calor ni diminutos pedazos enrojecidos de llama. Vuelve al lugar de donde vino y si siente o recuerda, no hay forma de saber si nos siente o nos recuerda a nosotros.

A veces, escudriñando el corazón azul intenso de una llama danzarina, le pregunto si se acuerda de mí. «Ya nos hemos visto antes. Nos conocemos. Recuérdame cuando ya no esté.»

Al señor Crowley, el viejo a quien le quemo las hojas, le gustaba sentarse en el porche y, como él decía, «ver el mundo pasar». Si yo estaba recogiendo las hojas de su jardín mientras él estaba por ahí fuera, se sentaba y me hablaba de su vida. Había trabajado prácticamente toda la vida para el condado como ingeniero hidráulico, hasta el año anterior, cuando su salud empeoró y se acabó jubilando. De todos modos, era bastante mayor. Aquel día salió sin ninguna prisa y después de sentarse, dolorido, apoyó una pierna en un taburete.

—Buenas tardes, John —dijo—, buenas tardes.

Era viejo, pero muy grande, robusto y potente. Le fallaba la salud, pero estaba lejos de ser débil.

—Hola, señor Crowley.

—Puedes dejarlo, ¿sabes? —dijo señalando el césped cubierto de hojas—. Queda mucho otoño por delante, tendrás que volver a hacerlo más adelante.

—De esta manera dura más —dije y él asintió con satisfacción.

—Es cierto, John, es cierto.

Seguí rastrillando un rato más, juntando las hojas con gestos suaves y regulares. El otro motivo por el que quería arreglarle el jardín aquella tarde era que ya había pasado casi un mes y el asesino no había vuelto a atacar. La tensión me ponía nervioso y necesitaba hacer algo. No le había dicho a nadie que sospechaba que se trataba de un asesino en serie porque ¿quién me iba a creer? Dirían que estoy obsesionado, que claro que pensaba que había sido un asesino en serie. No me importaba: cuando tienes razón, no importa lo que piensen los demás.

—Eh, John, ven aquí un momento —dijo el señor Crowley.

Me hizo un gesto para que me acercara a la silla; y la interrupción me provocó una mueca contrariada pero me tranquilicé y fui hacia allá igualmente. Hablar era normal, es lo que la gente normal hace cuando se junta. Me iría bien practicar un poco.

—¿Sabes algo de teléfonos móviles? —preguntó enseñándome el suyo.

—Un poco.

—Quiero enviarle un beso a mi mujer.

—¿Quiere enviarle un beso?

—Kay y yo los compramos ayer —dijo manoseando el teléfono torpemente— y se supone que podemos hacer fotos y enviárnoslas. Así que quiero enviarle un beso a Kay.

—¿Quiere hacerse una foto poniendo morritos y enviárselo?

A veces no entendía a la gente en absoluto. Oír al señor Crowley hablar de amor era como escucharle hablar en otro idioma: no tenía ni idea de lo que estaba pasando.

—Me parece que tú esto ya lo has hecho… —dijo dándome el teléfono con una mano temblorosa—. Enséñame cómo se hace.

El botón de la cámara estaba señalado de forma bastante clara, así que le enseñé cómo hacerlo y él se sacó una foto borrosa de los labios. Le mostré cómo enviarla y seguí rastrillando.

La noción de que yo fuera un sociópata no era nueva para mí; sabía desde hacía mucho tiempo que no conectaba con los otros. No les entendía y ellos tampoco me comprendían a mí, y fuera cual fuese el lenguaje emocional que utilizaran, aprenderlo parecía estar fuera de mi alcance. El trastorno antisocial de la personalidad no se podía diagnosticar oficialmente hasta los dieciocho años; antes de ese momento era simplemente un «trastorno de conducta». Pero, sinceramente, este último término no es más que una manera agradable de decir a los padres que sus hijos tienen un trastorno antisocial de la personalidad. En mi opinión no había motivo para esquivar el tema: era un sociópata y lo mejor era hacerse a la idea ya mismo.

Arrastré el montón de hojas hasta un gran agujero preparado para hacer fuegos que había en el lateral de la casa. Los Crowley lo utilizaban para hacer hogueras y asar perritos calientes en verano, e invitaban a todo el vecindario. Yo iba siempre: ignoraba a la gente y me centraba en el fuego. Si éste fuese una droga, el señor Crowley sería quien mejor alimentaba mi adicción.

—¡Johnny! —gritó el señor Crowley desde el porche—. ¡Me ha enviado otro beso! ¡Ven, mira!

Sonreí y me forcé a fingir la ausente conexión emocional. Quería ser un chico de verdad.

La falta de conexión emocional con otras personas tiene el extraño efecto de hacerte sentir separado y ajeno, como si observaras a la raza humana desde otro sitio, sin ataduras ni sentimiento de bienvenida. Llevo años sintiéndome así, desde mucho antes de conocer al doctor Neblin y de que el señor Crowley enviara ridículos mensajes de amor por el móvil. Las personas corretean de un lado a otro, hacen sus trabajitos, crían a sus familias de poca monta y le gritan al mundo sentimientos carentes de sentido a la cara, y mientras tanto tú miras desde la banda, perplejo. Esto hace que algunos sociópatas se sientan superiores al resto, como si la humanidad al completo fuera simplemente un atajo de animales que hay que cazar o sacrificar, mientras que otros sienten celos rabiosos y ardientes, desesperación por no poder conseguir lo que quieren. Yo simplemente me sentía solo, una hoja que yace a kilómetros de una gigantesca pila.

Con cuidado coloqué un poco de yesca en la base del montón y encendí una cerilla justo en el corazón. Las llamas prendieron y crecieron a medida que consumían el aire a su alrededor; un momento después la pila bramaba, caliente, y por encima un fuego resplandeciente bailaba una danza perversa.

Cuando el fuego se apagara, ¿qué quedaría de él?

***

Esa noche el asesino volvió a las andadas.

Lo vi por televisión mientras desayunaba. La primera muerte había llamado la atención fuera de Clayton puramente por su naturaleza morbosa, pero la segunda —tan sangrienta como la primera y mucho más pública— había captado el interés de un reportero de la ciudad y de su cámara. Por mucho que le pesara al
sheriff
del condado de Clayton, estaban emitiendo por todo el estado imágenes lejanas y borrosas de un cuerpo destripado. Alguien debía de habérselas arreglado para conseguir la imagen antes de que la policía tapara el cadáver y apartara a los mirones.

Ya no cabía duda: era un asesino en serie. Mi madre vino desde la otra habitación con el maquillaje a medio poner. La miré y ella me devolvió la mirada. Nadie dijo una palabra.

«Soy Ted Rask, emitiendo en directo desde Clayton, una pequeña ciudad, habitualmente muy tranquila, que hoy es el escenario de un asesinato verdaderamente truculento; el segundo de este tipo en menos de un mes. Éste es un reportaje exclusivo de la cadena Five Live News; me acompaña el
sheriff
Meier. Dígame,
sheriff
, ¿qué se sabe de la víctima?»

El
sheriff
Meier fruncía el ceño tras el ancho bigote gris y, mientras se le acercaba, miró al reportero con irritación. Rask era famoso por su melodramático sensacionalismo y, a juzgar por la cara de pocos amigos de Meier, hasta yo me di cuenta de que la presencia del reportero no le hacía ninguna gracia.

«En este momento no queremos causarle un dolor innecesario a la familia de la víctima —dijo el
sheriff
— ni asustar de manera innecesaria a los habitantes del condado. Agradecemos la colaboración de todo el mundo en este asunto manteniendo la calma y evitando que circulen rumores o información falsa sobre este incidente.»

Había esquivado por completo la pregunta del reportero. Al menos no iba a tirarse de un puente si Rask se lo pedía o no lo haría sin ponérselo difícil.

«¿Saben ya quién es la víctima?», preguntó el reportero.

«Llevaba la documentación encima, pero no queremos hacer pública esa información antes de notificar la muerte a la familia.»

«Y el homicida —prosiguió el reportero—, ¿tienen alguna pista sobre de quién podría tratarse?»

«De momento no vamos a hacer ningún comentario al respecto.»

«Este incidente ha ocurrido prácticamente en la estela del anterior y ambos son de naturaleza muy similar. ¿Cree que podrían estar relacionados?»

El
sheriff
cerró los ojos un instante, un suspiro visual, e hizo una pausa antes de seguir hablando.

«En este momento no vamos a hacer declaraciones sobre el caso ni su naturaleza con el fin de preservar la integridad de la investigación. Como ya he dicho, agradeceremos a todo el mundo que actúe con discreción y calma, y que no haga circular rumores sobre este incidente.»

«Gracias,
sheriff
—dijo el reportero y de pronto el cámara le enfocó sólo la cara—. Una vez más, si acaba de poner las noticias, estamos en el condado de Clayton: un lugar que ha recibido el azote, puede que por segunda vez, de un asesino que deja tras de sí un cadáver y un pueblo aterrorizado.»

—Menudo imbécil es ese Ted Rask —dijo mi madre de camino al frigorífico con paso firme—. Lo último que necesitamos aquí es que cunda el pánico por un asesino de masas.

Un asesino de masas y un asesino en serie son cosas completamente diferentes, pero en ese momento no tenía demasiadas ganas de discutir sobre la diferencia entre ambos.

—Creo que lo último que necesitamos son los asesinatos —repliqué cauto—. El pánico sería lo penúltimo.

—En una ciudad pequeña como ésta, el pánico sería igual de malo o peor —dijo mientras se servía un vaso de leche—. La gente se asusta y se marcha de aquí, o se queda en casa por la noche con la puerta cerrada; de repente los negocios empiezan a tener problemas y la tensión aumenta todavía más. —Bebió un trago de leche—. Sólo hace falta que alguna persona estrecha de miras empiece a buscar una cabeza de turco y en un abrir y cerrar de ojos el pánico se convierte en caos.

«No podemos mostrarles el cadáver en detalle —afirmó Rask en la tele—, porque se trata de una imagen realmente espeluznante, horrible, y la policía no nos permite acercarnos lo suficiente. Pero sí disponemos de algunos detalles. Parece que nadie presenció el asesinato, aunque aquellos que han visto el cadáver de cerca nos han informado de que el escenario es mucho más sangriento que el anterior. Si estamos hablando del mismo homicida, podría ser que el nivel de violencia vaya en aumento, lo que supone una mala señal para lo que pueda ocurrir en el futuro.»

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