Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
Scott no volvería a permanecer a la sombra de Dusty, ni de ningún otro corredor. “Cualquiera que lo haya visto correr a toda velocidad en terreno montañoso durante las últimas millas de una carrera de cien sufrirá una metamorfosis”, declaró un sobrecogido corredor en
Letsrun.com
, el foro de Internet número uno para todo lo relacionado con correr, después de ver a Scott destrozar el récord de Western States. Scott era un héroe para los últimos del pelotón, aquellos demasiado lentos para poder verlo en acción, por una razón completamente distinta. Luego de ganar una carrera de cien millas, Scott mataría por una ducha caliente y sábanas limpias. Pero en lugar de marcharse, se envolvía en su saco de dormir y permanecía en vigilia en la línea de meta. Cuando el sol empezaba a salir al día siguiente, ahí seguía, animando con la voz ronca hasta al último corredor, dejándole saber que no estaba solo.
Para cuando Scott cumplió treinta y uno, era prácticamente invencible. Cada junio, un montón de pistoleros a sueldo llegaban a Western States deseosos de quitarle el título, y cada año, cuando llegaban a la meta, se lo encontraban envuelto en su saco de dormir. “¿Y ahora qué?”, se preguntaba Scott. Ahora que había convertido a su cuerpo en un Ferrari, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Seguir corriendo contrarreloj y contra los pistoleros hasta que empezaran a ganarle? Correr no se reducía a ganar. Scott lo sabía ya desde aquellos días solitarios en que era conocido como Jerker, cuando se quedaba jadeando con la cara llena de barro lejos de Dusty. La verdadera belleza de correr estaba en… estaba en…
Bueno, Scott ya no estaba tan seguro. Pero, cuando selló su séptima victoria en la Western States en 2005, sabía bien dónde debía empezar a buscar.
Dos semanas después de la Western States, Scott bajó de las montañas y manejó un buen trecho a través del desierto de Mojave hasta llegar a la línea de partida de la tristemente célebre ultramaratón de Badwater. Cuando Ann Trason corrió dos ultramaratones en un mes, por lo menos se limitó al planeta Tierra; Scott, por su parte, iba a correr la segunda sobre la superficie solar. El Valle de la Muerte es la barbacoa perfecta, la Foreman Grill en la cocina de la madre naturaleza. Un reluciente mar de sal rodeado de montañas que encapsulan el calor y lo concentran directamente sobre tu cabeza. La sensación térmica ronda los 125 grados Fahrenheit, pero una vez que sale el sol y comienza a encender el suelo del desierto, la tierra bajo los pies de Scott podía alcanzar unos estupendos y achicharrantes 200 grados Fahrenheit. Exactamente la temperatura que hace falta para asar lentamente un buen filete. Además, el aire es tan seco que para cuando empiezas a sentir sed, probablemente puedas estar ya muerto: el sudor es extraído de tu cuerpo con tanta velocidad que puedes estar peligrosamente deshidratado antes de que se entere tu garganta. Si intentas conservar líquidos, puedes convertirte en un hombre condenado.
Pero cada julio, noventa corredores provenientes de todo el planeta marchan durante más de sesenta horas a lo largo del ardiente lazo de la carretera 190, asegurándose de pisar siempre sobre las líneas blancas para que no se les derritan las suelas de las zapatillas. En la milla 17, pasarán por Furnace Creek, el lugar donde se ha registrado la temperatura más alta de la historia en Estados Unidos (134 grados Fahrenheit). A partir de ahí, las cosas solo irán a peor: aún tendrán que escalar tres montañas y lidiar con posibles alucinaciones, estómagos rebeldes y, por lo menos, una larga noche corriendo en la oscuridad antes de llegar a la meta.
Si
llegas a la meta: Lisa Smith-Batchen es la única americana que ha ganado la Maratón de las Arenas, que recorre el Sahara, pero incluso ella tuvo que abandonar Badwater en 1999 y ser rehidratada vía terapia intravenosa para evitar que sus riñones desecados se pararan. “Este es el paisaje de la catástrofe”, escribió un cronista sobre el Valle de la Muerte. Es una experiencia extraña y algo
transilvanesca
correr a través del corazón de un terreno asesino donde los excursionistas perdidos se clavan las uñas en su lengua ennegrecida antes de morir de sed, como puede contarnos por experiencia el doctor Ben Jones. El doctor Jones estaba corriendo Badwater en 1991 cuando fue reclutado a toda prisa para que examinara el cuerpo de un expedicionista que había sido encontrado en la arena.
“Hasta donde sé, soy el único médico que ha realizado una autopsia en medio de una carrera”, me dijo. Y no es que fuera un extraño en lo que a espectáculos morbosos se refiere. “Badwater Ben” era también famoso por hacer que su equipo arrastrara un ataúd lleno de agua helada por la autopista para ayudarlo a mantenerse fresco. Cuando los corredores más lentos lo alcanzaban, se sobresaltaban al ver al atleta más experimentado sobre el terreno tumbado en un ataúd al lado del camino, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho.
¿En qué estaba pensando Scott? Había sido criado en las colinas para
cross-country
de Minnesota. ¿Qué sabía él de zapatillas derritiéndose y ataúdes helados? Incluso el director de Badwater, Chris Kostman, sabía que Scott estaría fuera de su elemento: “Esta carrera iba treinta y cinco millas más allá que la más larga que había corrido hasta ahora —comentaría Kostman—, y era el doble de larga que cualquiera que hubiese corrido en pavimento, esto sin mencionar que hacía significativamente más calor del que jamás había experimentado”.
Kostman no sabía ni la mitad. Ese año, Scott había estado tan concentrado en afilar sus habilidades en tierra para la Western States, que no había corrido más de diez millas seguidas sobre asfalto. Y en lo concerniente a la aclimatación. bueno, no es que lloviera a diario en Seattle, pero podría haberlo hecho perfectamente. El Valle de la Muerte estaba en medio de uno de sus veranos más calurosos de la historia, con temperaturas alrededor de los 130 grados Fahrenheit. En el lugar más fresco en el día más fresco hacía muchísimo más calor que el día más caluroso de todo el verano en Seattle.
La única esperanza de sobrevivir a Badwater pasaba por tener un equipo experimentado monitoreando sus constantes vitales y suministrándole calorías digestibles y bebidas isotónicas. Uno de los rivales de Scott ese año había traído consigo un nutricionista y cuatros furgonetas equipadas con todo lo necesario para ayudarle en su desempeño. Por su parte, Scott tenía a su mujer, dos amigos de Seattle y Dusty, esto siempre y cuando Dusty se recuperase de la resaca que todavía tenía cuando apareció poco antes de que empezara la carrera.
La competencia de Scott iba a ser tan fiera como el calor. Iba a correr contra Mike Sweeney, dos veces ganador de la sofocante H.U.R.T. 100 en Hawái, y Ferg Hawke, un canadiense sumamente preparado que acabó segundo, muy cerca del primero, el año anterior en Badwater. La doble ganadora de Badwater Pam Reed estaba de vuelta, al igual que el mismísimo Mr. Badwater: Marshall Ulrich, el ultramaratonista que se extirpa las uñas de los pies. Marshall no solo ha ganado Badwater cuatro veces, sino que ha hecho el recorrido las cuatro veces sin detenerse. Una vez, tan solo por el placer de hacerlo, Marshall corrió solo a través del Valle de la Muerte, empujando él mismo sus provisiones de agua y comida en un carrito con ruedas de bicicleta. Y si Marshall era algo además de resistente, era astuto. Una de sus estrategias favoritas consistía en hacer que, una vez oscurecía, su equipo cubriera gradualmente las luces traseras de la camioneta. Los corredores que intentaban darle alcance se daban por vencidos, creyendo que Marshall había desaparecido en la distancia cuando en realidad estaba tan solo a media milla.
Unos segundos antes de que dieran las diez de la mañana, alguien le dio al play de un estéreo. Las manos se posaron sobre el pecho mientras el himno nacional sonaba a duras penas. Ya solo estar ahí de pie bajo el resplandor del sol de la mañana resultaba insoportable para cualquiera excepto para los verdaderos veteranos de Badwater, cuya experiencia podía verse en su indumentaria: Pam y Ferg y Mike Sweeney, vestidos con shorts sedosos y camisetas sin mangas, parecían completamente despreocupados ante el sol que ardía sobre sus cabezas. Scott, por otra parte, bien podría estar a punto de ingresar en una sala de riesgo biológico: estaba cubierto desde la barbilla hasta la punta de los pies por una especie de traje de baño de cuerpo entero color blanco, como un pueblerino de Minnesota, con el cabello largo atado dentro de una estúpida gorra de la legión extranjera francesa.
¡Vamos!
Scott salió disparado emulando a Braveheart. Pero por una vez, sus alaridos sonaron débiles y lastimeros; la asombrosa enormidad del Mojave se los tragó como un pozo profundo se traga el eco. También Mike Sweeney tenía su propio plan para acallar a Scott: por si el Chico Maravilla tenía intenciones de colgarse de su hombro para luego ponerse juguetón en las millas finales, Sweeney salió decidido a establecer una ventaja invencible desde el principio. Y era muy capaz de hacerlo. En un deporte nada famoso por su agresividad, Sweeney era uno de los tipos duros de verdad. Cuando tenía veinte años había sido clavadista en Acapulco (“Debí darme unos cuantos golpes en la cabeza para hacerla más dura”), para luego convertirse en piloto práctico en la bahía de San Francisco, comandando un equipo de marinos que guiaba enormes buques de carga. Mientras Scott disfrutaba a lo largo del verano de la fresca brisa con olor a pino de las montañas, Sweeney estaba luchando con el timón de un barco en medio de un vendaval y corriendo dos horas al día en una sauna hirviente.
Mike Sweeney lideraba el pelotón cuando llegó a Furnace Creek poco antes del mediodía. Los termómetros marcaban 126 grados Fahrenheit, pero Sweeney seguía imperturbable, acrecentando su ventaja. Hacia la milla setenta y dos, iba unas buenas diez millas por delante de Ferg Hawke, que iba segundo. El equipo de Sweeney funcionaba de maravilla. Como asistentes tenía a tres ultramaratonistas de élite, entre los que se contaba Luis Escobar, ganador de la H.U.R.T. 100. Como nutricionista tenía a Sunny Blende, una preciosa especialista en resistencia deportiva que no sólo monitoreaba sus calorías sino que se levantaba la camiseta y le mostraba las tetas a Sweeney cada vez que necesitaba un poco de ánimo.
El equipo de Jerker no estaba tan bien engrasado. Uno de los asistentes de Scott iba por detrás abanicándolo con una sudadera, sin caer en cuenta de que Scott estaba demasiado cansado para quejarse de que el cierre estaba rasgándole la espalda. Mientras tanto, la mujer y el mejor amigo de Scott estaban peleándose. Dusty estaba molesto porque Leah insistía en darle falsos parciales para animarlo, mientras que ella tampoco estaba demasiado contenta con el hábito de Dusty de llamar a su marido “jodido mariquita”.
Llegado a la milla sesenta, Scott estaba vomitando y temblando. Sus manos cayeron sobre sus rodillas, y después sus rodillas cayeron al pavimento. Se desplomó a un lado del camino, tumbado sobre su propio sudor y salive. Leah y el resto ni siquiera se molestaron en intentar animarlo, sabían bien que no había en el mundo voz más persuasiva que la que Scott tenía dentro de su cabeza.
Scott permaneció tumbado pensando en cuán pocas esperanzas le quedaban. No había llegado siquiera a la mitad del trayecto y ya había perdido de vista, literalmente, a Sweeney. Ferg Hawke había escalado ya la mitad de la cuesta hacia el mirador de Father Crowley, mientras que Scott no había ni siquiera empezado la escalada. ¡Y el viento! Era como correr dentro del chorro de una turbina de avión. Un par de millas antes, Scott había intentado refrescarse sumergiendo la cabeza y el torso dentro de un congelador gigante repleto de hielo, manteniéndose ahí dentro hasta que sus pulmones empezaron a gritar. Tan pronto como salió, se estaba asando de nuevo.
No hay manera
, se dijo Scott.
Estás acabado. Tendrías que hacer algo completamente descabellado para ganar esto a estas alturas
.
¿Descabellado como qué?
Como empezar de nuevo. Como pretender que acabas de despertarte de una noche de sueño espléndido y que la carrera ni siquiera ha empezado. Tendrías que correr las próximas ochenta millas más rápido de lo que nunca has corrido ochenta millas
.
Ni hablar, Jerker
.
Ya, lo sé
.
Scott se quedó tumbado como un cadáver durante diez minutos. Luego se levantó y lo hizo, destrozando el récord de Badwater con un tiempo de 24:36.
Rey del sendero, rey de la pista. Esos dos títulos seguidos en 2005 supusieron una de las más grandes actuaciones en la historia de las ultramaratones, y no podían haber llegado en mejor momento: justo cuando Scott se convertía en la mayor estrella del deporte, las ultramaratones empezaban a ser sexis. Por un lado estaba Dean Karnazes, arrancándose la camiseta en las portadas de las revistas y contándole a David Letterman cómo había pedido unas pizzas usando su celular en el medio de una carrera de doscientas cincuenta millas. Y estaba también Pam Reed: cuando Dean anunció que se preparaba para correr trescientas millas, Pam se lanzó a correr e hizo trescientas una, para conseguir luego una aparición en el programa de Letterman, un contrato para un libro y uno de los mayores titulares de revista jamás escritos:
ama de casa desesperada sigue los pasos de supermodelo masculino en una marcha deportiva mortal
.
Así queeeeeee…
¿dónde estaba la autobiografía de Scott Jurek? ¿la campaña publicitaria? ¿la carrera en la cinta de correr sobre Times Square, al estilo Karnazes? “Si estamos hablando de carreras de cien millas, o más, en tierra, no hay nadie en la historia que se le acerque siquiera. Si queremos decir que es el mejor ultramaratonista de todos los tiempos, habría suficientes argumentos para defender esa afirmación”, dictaminaría el editor de
UltraRunning
, Don Allison. “Tiene el talento suficiente para enfrentarse a cualquiera”.
Así que, ¿dónde estaba?
Muy lejos. En lugar de autopromocionarse después de ese glorioso verano, Scott y Leah desaparecieron inmediatamente en la profundidad del bosque para celebrar en soledad. A Scott le importaban un bledo los programas de entrevistas, ni siquiera tenía televisor. Había leído los libros de Dean y Pam, y todos los artículos en las revistas, y le habían revuelto el estómago. “Payasos”, masculló. Estaban hablando de este deporte hermoso, este regalo de los dioses, y lo estaban convirtiendo en un circo.