Multimillonarios por accidente, El nacimiento de facebook. Una historia de sexo, dinero, talento y traición. (4 page)

Sólo había que ver la piragua: la forma como los remos rompían la superficie del Charles en perfecta sincronía, la forma como se deslizaba sobre el agua, y era evidente que los dos jóvenes que pilotaban el elegante artefacto habían dedicado años a perfeccionar su arte, y era igualmente evidente que no era sólo la práctica lo que les había llevado a ese nivel de perfección.

Desde la orilla, los dos remeros parecían robots: cada uno la réplica exacta del otro, desde sus melenas color arena hasta sus rasgos faciales bien cincelados y muy americanos. Al igual que el avance de su embarcación, eran casi físicamente perfectos. Sus músculos se ondulaban bajo las camisetas Harvard Crew grises, sus cuerpos eran largos y flexibles, ambos debían medir más de metro noventa y cinco; dos presencias imponentes que aún lo eran más por el hecho de que eran genuinamente idénticas, desde el azul penetrante de los ojos hasta las expresiones firmemente determinadas en sus rostros de ídolos de matiné.

Técnicamente, los hermanos Winklevoss eran gemelos idénticos especulares: el resultado de un único óvulo que se había desdoblado como las páginas de una revista. Tyler Winklevoss, en la proa de la piragua, era diestro y el más lógico y serio de los hermanos. Cameron Winklevoss, en la popa de la embarcación, era zurdo; también era el más creativo y artístico de los dos.

En aquel momento, sin embargo, sus dos personalidades se habían fundido por completo; nunca hablaban mientras remaban, no se comunicaban en absoluto, ni verbalmente ni de ningún otro modo, mientras se propulsaban sin esfuerzo por el río Charles. Su concentración era casi inhumana, el resultado de años de perfeccionamiento de sus habilidades innatas bajo la dirección de varios entrenadores en Harvard, y antes de eso en Greenwich, Connecticut, donde los gemelos habían crecido. En muchos sentidos, su esfuerzo ya había dado sus frutos; como alumnos universitarios de último curso, estaban a punto de entrar en el equipo olímpico de remo. En Harvard estaban entre los mejores; campeones nacionales júnior el año anterior, habían llevado al Crimson a numerosas victorias de equipo y en aquel momento figuraban en el lugar más alto de los
rankings
de la Ivy League en todas las categorías de remo.

Pero nada de eso importaba a los gemelos Winklevoss mientras empujaban su piragua sobre las gélidas aguas. Llevaban desde las cuatro en el Charles, navegando arriba y abajo entre los dos embarcaderos, y su silenciosa vigilia se alargaría al menos dos horas más. Remarían hasta el agotamiento, hasta que el resto del campus cobrara vida finalmente, hasta que unas vetas brillantes de luz solar rompieran al fin la niebla gris.

* * *

Tres horas después, Tyler todavía podía oír el sonido del río bajo el casco mientras se sentaba pesadamente al lado de Cameron, ante una larga mesa de madera gastada en el comedor de la Residencia Pforzheimer. La sala era bastante amplia y moderna, rectangular, de techos altos y bien iluminada, con más de una docena de mesas alargadas; la mayoría estaban llenas de estudiantes, pues hacía rato que había comenzado el desayuno.

La Residencia Pforzheimer era una de las casas para estudiantes más nuevas de Harvard —«nuevo» era un concepto relativo en un campus que tenía más de trescientos años de antigüedad— y una de las más grandes, que alojaba a unos ciento cincuenta alumnos de segundo, tercero y cuarto curso. Todos los alumnos de primero vivían en Harvard Yard; al final del primer año, se realizaba un sorteo entre los alumnos para determinar dónde pasarían el resto de su carrera en Harvard, y Pforzheimer no era exactamente la primera de la lista para nadie; ubicada en el centro del «Quad», un encantador cuadrángulo de edificios alrededor de una amplia extensión de hierba, situado exactamente en medio de ninguna parte. El Quad formaba parte de la expansión de la universidad hacia Cambridge, en principio para dar respuesta a la saturación de alumnos, pero más probablemente para dar salida a la gran dotación financiera de la universidad.

El Quad no era exactamente Siberia, pero a los estudiantes que eran destinados allí, al término de su primer año, ciertamente les parecía una especie de gulag. Las residencias del Quad estaban a veinte minutos a pie de Harvard Yard, donde se daban la mayoría de las clases. Para Tyler y Cameron, ir a parar al Quad había supuesto una condena aún mayor: tras el paseo hasta Harvard Yard había otros diez minutos hasta el río, donde se hallaba el embarcadero de Harvard, justo al lado de las residencias más conocidas: Eliot, Kirkland, Leverett, Mather, Lowell, Adams, Dunster y Quincy.

Allí, las residencias eran conocidas por sus nombres. Aquí, todo era el Quad.

Tyler lanzó una mirada a Cameron, que estaba inclinado sobre una bandeja roja de plástico atestada de productos de desayuno. Una montaña de huevos revueltos se elevaba sobre colinas de patatas, tostadas con mantequilla y fruta: gasolina suficiente para poner en marcha un coche deportivo, o a una estrella del remo de metro noventa y cinco. Tyler contempló cómo Cameron atacaba los huevos, y se dio cuenta de que su hermano estaba tan agotado como él mismo. Llevaban varias semanas a toda máquina —no sólo en el río, sino también con las clases— y el esfuerzo les comenzaba a pasar factura. Levantarse cada mañana a las cuatro, bajar al río; luego las clases, los trabajos asignados; luego otra vez al río para seguir con el entrenamiento, pesas,
footing.
La vida de un atleta universitario era dura; había días en los que parecía que no habían hecho otra cosa que remar, comer y, de vez en cuando, dormir.

Tyler apartó su mirada de Cameron y de sus huevos revueltos para fijarse en el chico que estaba al otro lado de la mesa. Divya Narendra estaba casi totalmente oculto detrás del
Crimson,
el diario de la escuela, que sostenía con las dos manos delante de su cara. Detrás del periódico había un bol de cereales aún sin tocar, y Tyler tenía bastante claro que si Divya no dejaba el periódico pronto era probable que Cameron diera cuenta también de eso. Si Tyler no se hubiera ventilado una bandeja casi el doble de cargada que la de Cameron antes de reunirse con ellos en la mesa, se hubiera encargado personalmente de los cereales.

Divya no era ningún atleta como ellos, pero sin duda comprendía su pasión y su ética del trabajo; era uno de los chicos más listos que había conocido, y los tres llevaban algún tiempo trabajando con bastante intensidad en un proyecto en cierto modo secreto. Una especie de negocio secundario en sus vidas, que había ido ganando importancia —irónicamente— a medida que sus vidas se volvían más ajetreadas.

Tyler se aclaró la garganta y esperó a que Divya bajara el periódico para empezar. Divya levantó un dedo, pidiendo un minuto; Tyler giró los ojos, exasperado. Al hacerlo su atención fue a parar a una mesa que había detrás de Divya. Un grupo de chicas les estaban mirando. Cuando él les devolvió la mirada directamente, ellas apartaron enseguida la suya.

Tyler estaba bastante acostumbrado a eso, porque ocurría todo el tiempo. Pues sí, él y Cameron
eran
gemelos idénticos. Era consciente de que eso era infrecuente, incluso de que resultaba un poco friki. Pero aquí, en Harvard, era más que eso. Iban a convertirse en atletas olímpicos, pero eso también era sólo parte del motivo. Tyler y Cameron tenían un cierto estatus en el campus, un estatus que se basaba en el hecho de que eran atletas de élite, pero que tenía que ver también con otra cosa.

Naturalmente, Tyler no tenía problema para identificar cuál había sido el punto de inflexión. En tercero, él y su hermano se habían convertido en miembros del Club Porcellian. Que hubieran sido «fichados» en su tercer curso era bastante infrecuente; el Porcellian no sólo era el Club Final más prestigioso, secreto y antiguo del campus, también era el más reducido en términos de número de miembros y de nuevos ingresos; y era especialmente raro que unos estudiantes ingresaran en el Porc un año más tarde de lo normal.

Tyler estaba convencido de que el club había esperado un año más a aceptarlos por culpa de sus orígenes. La mayoría de los miembros del Porc tenían apellidos con historias centenarias en Harvard. Por más inmensamente rico que fuera el padre de Tyler y Cameron, había ganado el dinero por su cuenta, con la creación de una consultoría de gran éxito. Tyler y Cameron no tenían dinero antiguo, aunque ciertamente tenían dinero. En el Fly o en el Phoenix, con eso habría bastado. En el Porc, hacía falta algo más.

El Porc, después de todo, no era una institución social como el Phoenix. Para empezar, no se permitía la entrada de mujeres en el club. El día de la boda de uno de los miembros se le permitía que llevara a su esposa a dar una vuelta por el edificio; luego, en su vigésimo quinta reunión, podía volver a traerla. Y eso era todo. Sólo la famosa Bycicle Room —un punto caliente antes de las fiestas, adyacente al club propiamente dicho— era accesible para los no miembros y las chicas.

En el Porc no se trataba de montar fiestas o de conseguir sexo como en los demás clubes del campus. Se trataba del futuro. Se trataba del estatus, la clase de estatus que hacía que te miraran en el comedor, en las clases, cuando caminabas por Harvard Yard. El Porc no era un club social. Era un asunto serio.

Eso era algo que Tyler sabía apreciar. Un asunto serio: después de todo, por eso se estaban reuniendo él y su hermano con Divya aquella mañana en el comedor, una hora después de su hora habitual del desayuno.
Un asunto jodidamente serio.

Tyler desvió su atención de las ruborizadas chicas de la mesa de al lado, luego tomó una manzana a medio comer de la bandeja de su hermano. Antes de que su hermano pudiera protestar, lanzó la manzana en una parábola que terminó en el centro del bol de cereales de Divya. Los cereales saltaron por los aires y dejaron el periódico empapado de un engrudo blanquecino y pegajoso.

Divya hizo una pausa; luego dobló cuidadosamente el malogrado periódico y lo colocó sobre la mesa, al lado del bol.

—¿Por qué lees esa basura? —le preguntó Tyler a su amigo, con una sonrisa—. Es una completa pérdida de tiempo.

—Me gusta saber qué se traen entre manos mis compañeros —respondió Divya—. Pienso que es importante mantenerse atento al pulso de la vida estudiantil. Algún día vamos a tener que lanzar esta jodida empresa, y entonces toda esta basura será realmente importante para nosotros, ¿no te parece?

Tyler se encogió de hombros, pero sabía que Divya tenía razón. Divya acostumbraba a tener razón, lo cual era el motivo principal por el que Tyler y Cameron se habían juntado con él. Tenían esta clase de reuniones una vez por semana, a veces incluso con más frecuencia, desde diciembre de 2002.
Casi un año entero.

—Bueno, no creo que vayamos a lanzar
nada
a menos que encontremos a alguien para sustituir a Victor —interrumpió Cameron, con la boca llena de huevos revueltos—. Eso seguro.

—¿Está realmente fuera? —preguntó Tyler.

—Sip —respondió Divya—. Dice que tiene demasiadas cosas entre manos, que no puede dedicar más tiempo a este asunto. Necesitamos a un nuevo programador. Y será difícil encontrar a alguien tan bueno como Victor.

Tyler suspiró. Dos años enteros y parecía que no se habían acercado un solo paso al lanzamiento. Victor Gua había sido un gran activo: un informático experto que había comprendido lo que estaban tratando de montar. Pero no había sido capaz de terminar la página, y ahora se había ido.

El problema no existiría si Tyler, Cameron o Divya tuvieran los suficientes conocimientos informáticos para poner el asunto en marcha; y Tyler sabía en lo más hondo que la empresa iba a ser un gran éxito. Era una idea buenísima, en un principio de Divya pero que luego Cameron y él habían ayudado a perfilar hasta convertirla en lo que todos ellos consideraban humildemente una genialidad.

El proyecto se llamaba Harvard Connection y consistía en una página web que iba a revolucionar la vida en el campus… en cuanto encontraran a alguien que escribiera las líneas de programa que lo hicieran funcionar. La idea básica era muy sencilla: poner toda la vida social de Harvard online, convertirla en un lugar donde tipos como Tyler o Cameron —que se pasaban todo el tiempo remando, comiendo y durmiendo— pudieran conocer a chicas —como las que les robaban miradas desde la mesa de al lado— sin todo ese merodeo lento e ineficaz por el campus que la vida real exigía habitualmente.

Como miembros de la élite de Harvard, Tyler y Cameron estaban en una posición única para reconocer las deficiencias de su vida social. Los mejores partidos —como ellos— nunca tenían ocasión de entrar en contacto con la cantidad suficiente de oferta femenina porque estaban demasiado ocupados haciendo la clase de cosas que les convertían en tan buenos partidos. Una página web orientada a la socialización podría resolver ese problema, crear un entorno fluido donde las chicas y los chicos pudieran conocerse.

Harvard Connection respondía a una necesidad evidente dentro de lo que era ya una vida social estancada. En aquellos momentos, si practicabas el remo, el baloncesto o el fútbol, eso era todo lo que hacías durante el día. Las únicas chicas que conocías eran las que iban por el río, o a los terrenos de juego. Si vivías en el Quad, sólo tendías acceso a las chicas del Quad. Sin duda, siempre podías arrojar la «Bomba H» sobre cualquier persona que estuviera dentro de tu radio de influencia —es decir, podías usar tu estatus de Macho Harvard para someter a las partes interesadas que estuvieran en las proximidades— pero una página como Harvard Connection ampliaría enormemente tu radio de influencia.

Simple, perfecto, respuesta a una necesidad.
La página tendría dos secciones: citas y contactos. Y una vez triunfara en Harvard, Tyler y Cameron tenían previsto trasladar la página a otras universidades, tal vez a todas las de la Ivy League. Después de todo, cualquier escuela tenía su propia versión de la Bomba H.

El único defecto que tenía su plan de negocio era que no tenían forma de hacer la página sin la ayuda de un auténtico genio de la informática. Tyler y Cameron habían aprendido HTML por su cuenta cuando estaban en el instituto, pero no eran lo bastante buenos como para construir una página como ésta. La verdad era que necesitaban un auténtico friki de la informática para que su página de relaciones sociales funcionara. No sólo alguien inteligente; tenía que ser alguien que pillara lo que querían hacer. Harvard Connection iba a recibir visitas constantes de los alumnos de Harvard durante los fines de semana, iba a ser una ampliación de sus rutinas sociales. Te ducharías, te afeitarías, harías unas cuantas llamadas y luego le echarías una ojeada a Connection para ver quién te había echado una ojeada
a ti.

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