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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Muerte en las nubes

 

El avión se acercaba ya al canal de la Mancha cuando la pasajera del asiento número doce, madame Giselle, inclinó la cabeza hacia adelante. Cualquiera hubiese dicho que se había quedado dormida. Cualquiera, menos el asesino que acababa de matarla. El pequeño dardo se clavó en el cuello de la víctima y el veneno surtió su efecto sin que ninguno de los demás pasajeros ni ningún miembro de la tripulación se diese cuenta de nada. El caso tendría todos los visos de lo insoluble si no fuera porque en el avión viajaba también Hercules Poirot.

Agatha Christie

Muerte en las nubes

ePUB v1.2

Ormi
19.11.11

Título original:
Death In The Clouds

Traducción: A. Nadal

Agatha Christie, 1935

Edición 1985 - Editorial Molino - 256 páginas

ISBN: 84-272-0148-6

A Ormond Beadle

Pasajeros del avión Prometheus

Asientos
2. Madame Giselle
4. James Ryder
5. Armand Dupont
6. Jean Dupont
8. Daniel Clancy
9. Hércules Poirot
10. Doctor Bryant
12. Norman Gale
13. Condesa de Horbury
16. Jane Grey
17. Lady Venetia Kerr
Viajan también en el avión:
Henry Mitchell, camarero
Albert Davis, camarero ayudante
Madeleine, doncella de lady Horbury
Capítulo I
-
De París a Croydon

El sol de septiembre caía a plomo sobre el aeropuerto de Le Bourget, mientras los pasajeros cruzaban la pista para subir al avión Prometheus, que iba a salir de inmediato hacia la ciudad de Croydon.

Jane Grey fue de las últimas en entrar y ocupar su asiento, el número 16. Varios pasajeros ya habían entrado por la puerta posterior y pasado por delante de la cocina y de los dos lavabos, de camino hacia la parte delantera de la cabina. La mayoría de pasajeros ya estaban sentados.

Del otro extremo del pasillo llegaba un murmullo de conversaciones dominado por una voz femenina chillona y penetrante. Jane frunció ligeramente los labios. Aquella voz le era vagamente familiar.

—Querida, es extraordinario. No tenía la menor idea... ¿Dónde dices? ¿Jean les Pins...? ¡Ah! No. Le Pinet... Sí, la gente de siempre... Pues claro que sí, sentémonos juntas... ¡Oh! ¿No es posible? ¿Quién...? ¡Ah!, ya veo...

Luego, oyó la voz de un caballero extranjero y muy cortés:

—... con el mayor placer, madame.

Jane echó una mirada por el rabillo del ojo.

Un hombre menudo y maduro, de grandes bigotes y cabeza ovalada, abandonaba su asiento con sus pertenencias, para trasladarse a una plaza posterior.

Jane giró un poco la cabeza y vio a las dos mujeres cuyo inesperado encuentro había proporcionado al desconocido ocasión de mostrarse tan cortés. El hecho de mencionar Le Pinet despertó la curiosidad de Jane, que también había estado allí.

Recordaba perfectamente a una de las mujeres por haberla visto apretar nerviosamente los puños en la mesa de bacarrá y palidecer de un modo que dio a su maquillada faz la apariencia de una frágil porcelana de Dresde. Se dijo que no tendría que esforzarse mucho para recordar su nombre. Una amiga lo había mencionado, añadiendo que no era aristócrata por nacimiento, sino que era una corista o algo por el estilo.

Su amiga lo había dicho con un profundo desdén. Sin duda había sido Maisie, la que era tan buena masajista.

La otra mujer, en opinión de Jane, era una auténtica dama, de las que poseen caballos en su casa de campo. Pero pronto se despreocupó de las dos mujeres para distraerse con la contemplación del aeropuerto de Le Bourget, que podía observarse desde la ventanilla. Había allí otros aparatos, y le llamó especialmente la atención uno que parecía un ciempiés metálico.

Estaba decidida a no mirar al frente, al joven que se sentaba frente a ella, que llevaba un jersey de un azul intenso. Jane estaba resuelta a no levantar los ojos más arriba del jersey para no tropezar con la mirada del muchacho. ¡Eso nunca!

Los mecánicos gritaron algo en francés, los motores rugieron con un ruido espantoso que luego se mitigó ligeramente. Retiraron los calzos y, finalmente, el avión empezó a moverse.

Jane contuvo el aliento. Solo era su segundo vuelo y aún mantenía despierta su capacidad de emocionarse. Por un instante, pensó que iban a estrellarse contra las vallas de enfrente. Pero no: el avión se estaba elevando, giraba suavemente en el aire y Le Bourget iba quedando tras ellos.

El vuelo del mediodía rumbo a Croydon había comenzado, transportando a veintiún pasajeros: diez en el compartimiento anterior y once en el posterior. Llevaba además dos pilotos y dos camareros. El ronquido de los motores quedaba bastante amortiguado y no era necesario taparse los oídos con algodón. Con todo, el ruido era lo bastante intenso como para perturbar la charla e invitar a la meditación.

Mientras el avión rugía sobre las tierras de Francia rumbo al canal de la Mancha, los viajeros del compartimiento posterior se entregaban a sus pensamientos respectivos.

Jane Grey se decía: No voy a mirarle. No quiero. Es mejor no hacerlo. Fingiré mirar por la ventanilla y me concentraré en mis cosas. Elegiré algo en qué pensar, esa es la mejor manera. Mantendré mi mente entretenida. Empezaré por el principio y continuaré hasta aquí.

Con firme resolución, hizo retroceder su memoria hasta el momento en que adquirió un billete de la lotería irlandesa. Había sido una extravagancia, pero algo ciertamente muy emocionante.

Provocó los comentarios burlones de sus compañeras de la peluquería en la que estaba empleada:

—¿Qué harías si te tocase, querida?

—Lo tengo muy claro.

Castillos en el aire, un sinfín de proyectos.

Bien, no le tocó el primer premio, pero sí cien libras.

¡Cien libras!

—Gasta solo la mitad, querida, y guarda lo demás para cuando estés en apuros. Nunca se sabe lo que puede suceder.

—Yo me compraría un abrigo de pieles muy chic.

—¿Y por qué no haces un crucero?

Jane se había estremecido ante la sola idea de hacer un viaje por mar, pero se mantuvo fiel a su primera idea. Una semana en Le Pinet. ¡La de clientas suyas que iban allí! Cuántas veces se lo habían dicho, mientras sus manos acariciaban y arreglaban las ondas y su lengua pronunciaba maquinalmente las frases de rutina: «¿Cuándo se hizo la última permanente, madam?», «Su cabello tiene un color poco común, ¿no?», «¡Qué verano tan magnífico hemos tenido!, ¿no cree?». Cuántas veces había pensado: ¿Por qué diablos no puedo ir yo a Le Pinet? Bien, ahora podía darse ese gusto.

Por la ropa no había que preocuparse. Jane, como la mayoría de muchachas londinenses empleadas en establecimientos de belleza, sabía producir un milagroso efecto de ir a la moda con cuatro trapos. Las uñas, el maquillaje y el peinado no dejarían nada que desear en ella.

Jane fue a Le Pinet.

¿Era posible que ahora, al recordarlo, aquellos diez días pasados en Le Pinet se vieran ensombrecidos por un incidente?

Un incidente que tenía su origen en la ruleta. Jane destinaba cada noche una determinada cantidad al placer del juego, decidida a no excederse ni en un céntimo. Contra la superstición general, aceptada como norma, al principio Jane tuvo mala suerte. Todo sucedió en su cuarta velada y, precisamente, en la última apuesta. Hasta entonces había jugado con prudencia a color o a una de las docenas. Ganó algo, pero perdió aún más. Finalmente, se hallaba indecisa, con unas fichas en la mano.

Nadie había jugado aún a dos números: el cinco y el seis. ¿Y si apostase a uno de aquellos dos números? ¿A cuál de ellos? ¿Al cinco o al seis? ¿Por cuál se inclinaba su instinto?

Por el cinco, iba a salir el cinco. La bolita daba ya sus vueltas y Jane alargó la mano. No, al seis, apostaría al seis.

Lo hizo a tiempo. Ella y otro jugador habían apostado a la vez: ella al seis y él al cinco.


Rien ne va plus
—anunció el crupier.

La bola dio un último saltito y se detuvo.


Numero cinq, rouge, impar, manque.

A Jane estuvo a punto de escapársele una exclamación de contrariedad. El crupier recogió las apuestas y pagó. El jugador que Jane tenía ante sí preguntó:

—¿No recoge usted sus ganancias?

—¿Las mías?

—Sí.

—¡Si yo he apostado al seis!

—Se equivoca usted. Yo he apostado al seis y usted al cinco.

La obsequió con una sonrisa muy atractiva, mostrando unos dientes cuya blancura destacaba en un rostro moreno de ojos azules y pelo corto y crespo.

Sin acabar de creérselo, Jane recogió sus ganancias. ¿Sería cierto? Se sintió confundida. Quizá en su atolondramiento había apostado al cinco. Dirigió una mirada de duda al desconocido, que le correspondió con otra sonrisa.

—Cuidado —le advirtió él—. Si no recoge pronto sus ganancias, se las llevará cualquier desaprensivo. Es un truco muy viejo.

Luego, tras un saludo amistoso, se fue. Aquello también demostraba su delicadeza. De otro modo, le hubiera dejado suponer que le cedía sus propias ganancias como pretexto para conocerla. Pero no era de esos hombres, sino un chico encantador. Y ahora lo tenía sentado frente a ella.

Pero todo había terminado. Ya no le quedaba dinero. Dos días en París, dos días de desilusión y, ahora, el vuelo de vuelta a casita.

¿Y luego qué?

Alto ahí, le rebatió Jane a su mente. ¿Qué te importa lo que venga después? Pensar en eso no haría más que ponerte nerviosa.

Las dos mujeres se habían cansado de hablar. Miró hacia el otro lado del pasillo. La señora de cara de porcelana lanzó una exclamación petulante, examinándose una uña rota. Tocó el timbre y, al acercarse el camarero con su chaqueta blanca, le ordenó:

—Avise a mi doncella. Está en el otro compartimiento.

—Sí, señora.

El camarero, deferente y solícito, desapareció. Se presentó al poco una francesita de pelo castaño, vestida de negro, llevando un pequeño joyero.

Lady Horbury le habló en francés.

—Tráeme el neceser rojo de piel, Madeleine.

La doncella se dirigió por el pasillo al fondo del avión, donde había un montón de mantas y maletas y volvió con un neceser rojo.

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