—De ascensos paso… —señaló un andaluz de Ubeda llamado Molina, que tenía bien ganada fama de enamoradizo y pendenciero—. Y como recompensa, ninguna otra me apetecería tanto como pasar un par de horas con
Doña Mariana
a la sombra de un árbol como éste.
—¡En marcha entonces! —fue la respuesta de su superior—. Quizás esta misma noche recibas tu premio.
Montaron de nuevo, ahora un tanto abotargados por la suculencia y abundancia del ágape, y avanzaron a prisa siguiendo el ancho rastro que habían dejado las carretas, hasta que, al cabo de tres o cuatro leguas, el propio Molina señaló nerviosamente:
—¡Un momento, alférez! Tengo que detenerme.
—De detenciones, nada —replicó su superior en tono autoritario—. Y nadie puede separarse del grupo.
—¡Pero es que tengo que hacerlo!
—Inténtalo y te fusilo.
—¿Fusilarme? ¿Por qué?
—Por desertar.
—No se trata de desertar —replicó el otro en tono de guasa—. Sino de defecar. Me estoy cagando vivo.
—¡Pues te aguantas! ¡Andando!
De un sonoro fustazo obligó al caballo de Molina a seguir su camino, y así marcharon agrupados hasta que un enorme vasco cuyo rostro aparecía marcado por una rojiza cicatriz masculló con voz de trueno:
—¡Y pues que yo también me estoy cagando!
—¡Silencio y adelante!
Siguieron de igual modo dos leguas más, pero fue entonces el propio Pedraza el que alzó el brazo cuando alcanzaban un bosquecillo de acacias, y al tiempo que saltaba precipitadamente de su montura, exclamaba furioso:
—¡Alto! ¡A cagar!
—¡A buenas horas…! —se lamentó el andaluz—.
Yo ya me lo hice encima.
Los demás ni siquiera le escucharon—, pues todos sin excepción se apresuraron a lanzarse al suelo buscando acomodo entre los árboles al tiempo que se iban desabrochando los calzones, y al poco las bestias comenzaron a relinchar y agitarse inquietas, pues a los lamentos y los inequívocos rumores que llegaban de la espesura, se unió pronto una insoportable pestilencia que obligaba a pensar que el mundo se había descompuesto.
—¡Malditas judías…! —masculló alguien, sin dejar por ello de apretar y lamentarse—. Algo les han puesto que nos han envenenado…
—¡Yo creo que fue el vino!
—¡El vino extriñe, imbécil, y yo me voy patas abajo!
—¡Mataré al culpable!
—¡Me cago en su padre, y nunca mejor dicho…!
Permanecieron allí un largo cuarto de hora, y cuando a duras penas treparon de nuevo a sus monturas, no eran ya la feroz y animosa tropa de antaño, sino más bien un puñado de sudorosos, pálidos y desencajados guiñapos humanos que ni fuerzas tenían para espolear a sus asqueadas bestias.
El sube y baja de las cabalgaduras y su continuo bamboleo no constituía a buen seguro el mejor remedio para tan maltrechos vientres, y no fue por ello extraño que uno por uno se fueran deteniendo en sucesivas etapas, lo que frenó por completo la marcha.
—¡Sabotaje! —renegaba una y otra vez el indignado Pedraza—. Se trata, sin duda, de un sucio sabotaje.
—¡Y que lo diga, alférez…! —replicaba zumbón el de Ubeda, que no parecía perder su humor por ello—. El más sucio y maloliente sabotaje de que se tenga memoria. La mierda me llega al pecho.
—¡Calla o te fusilo!
Comenzaba a caer la tarde cuando coronaron a duras penas una alta colina al otro lado de la cual se extendía el mar, y lo hicieron a tiempo de descubrir la altiva silueta del
Milagro
, así como las distantes figuras del grupo de tripulantes que se aprestaba a embarcar en dos lanchones el pesado contenido de las carretas.
—¡Al ataque! —ordenó el alférez, con apenas un hilo de voz—. Aún podemos detenerles.
—¡Un momento…! —protestó el vasco al tiempo que se acuclillaba una vez más—. Lo primero es lo primero.
Los demás le imitaron, y el desalentado Pedraza permaneció con la espada en alto, sin saber a ciencia cierta qué partido tomar, aunque insistiendo:
—¡Al ataque, he dicho! —repitió de mala gana—. ¿Qué dirán de nosotros si se llega a saber que los tuvimos al alcance de la mano y no les detuvimos…?
—Que somos unos cagones… —replicó Molina, jocosamente—. Y tendrán razón.
Por su parte, abajo, en la costa, el pequeño Haitiké fue el primero en descubrir las lejanas figuras de la colina, lo que hizo cundir el pánico hasta que se llegó a la conclusión —no sin sorpresa— de que permanecían absolutamente inmóviles.
—¿Pero son o no son soldados? —quiso saber
Doña Mariana
—. Desde aquí no los distingo.
—Lo son —afirmó un vigía con fama de vista de lince—. Aunque muy bajitos.
—¿Bajitos? —se sorprendió la alemana.
—Enanos de largos brazos… —replicó el otro muy serio—. A no ser que estén agachados.
—¿Y qué pueden hacer agachados?
—Ni idea.
—Tal vez estén rezando antes de lanzarse al combate.
—No me parece que hagan eso exactamente —replicó el otro, aguzando aún más la vista—. Pero por si acaso lo mejor será apresurarnos.
Se encontraban ya a salvo, a bordo del navío, cuando el grupo de jinetes alcanzó por fin la orilla, donde, contra toda lógica, no hicieron ademán alguno de intentar agredirles, sino que todos a una se introdujeron rápidamente en el agua, desnudándose y comenzando a frotarse la ropa con extraña fruición.
—Esto sí que no me lo esperaba —admitió Don Luis de Torres, perplejo—. En lugar de soldados, nos mandan lavanderas. ¿Alguien entiende algo?
—Ni falta que nos hace —replicó la alemana—. ¡Capitán…: zarpamos!
—¡Zarpamos!
Levaron anclas y el hermoso navío tomó el viento de través, viró muy despacio y comenzó a alejarse mar adentro, ante la indiferente mirada de una malencarada soldadesca que tan sólo parecía interesada en arrancar de sus cuerpos y sus ropas una densa e insoportable pestilencia.
C
ienfuegos
se acostumbró bien pronto a la extraña apariencia de Quimari-Ayapel, dado que en realidad las dos muchachas no ofrecían más diferenciación digna de ser tenida en cuenta que la producida por el hecho de que se habían adelantado a su tiempo, visto que el primer caso de hermanos siameses oficialmente reconocidos no saldría a la luz hasta tres siglos más tarde y al otro lado del planeta.
La convivencia con ellas le resultaba sumamente agradable, puesto que sus propias limitaciones físicas traían aparejado el hecho de que intelectualmente se las pudiese considerar muy avanzadas, en especial Ayapel que daba continuas muestras de una agudeza y un ingenio auténticamente ilimitados.
Una y otra vez repitieron bajo las narices del gomero el sorprendente truco de «licuar» una esmeralda para volver a «solidificarla» minutos más tarde, sin que ni una sola vez consiguiera éste averiguar de dónde diablos sacaban el verde líquido de olor a menta, ni cómo diantres se las ingeniaban para hacer que la primitiva piedra hiciese de nuevo su aparición como por arte de magia.
Pero si bien supieron guardar celosamente tan curioso secreto, no se comportaron de igual modo en lo referente a sus conocimientos del mundo en que vivían, ya que de alguna forma los pacíficos pacabueyes se habían esforzado por convertir a las dos hermanas en depositarias de la mayor parte de la sabiduría «científica» de su tribu.
Lo sabían prácticamente todo sobre cada árbol, cada planta y cada especie animal de su entorno, y demostraban una inusual habilidad a la hora de preparar pociones curativas o disecar un ave convirtiéndola en un objeto de adorno del que en cualquier momento se esperaba que comenzara a cantar o a poner huevos.
Pero lo que en verdad dejó perplejo al isleño fue el hecho de advertir cómo, una mañana, se presentaron ante él provistas de una especie de segunda piel, muy blanca y muy fina, que les cubría las manos hasta casi la altura del codo.
—¿Qué es eso? —quiso saber, desconcertado, sin atreverse ni siquiera a rozarlas.
—«Kuitchú» —fue la divertida respuesta de Quimari, que agitó la mano ante sus ojos burlonamente—. Lo utilizamos como protección cuando tenemos que tocar ortigas o plantas venenosas.
—¿De dónde lo habéis sacado?
Por toda respuesta le condujeron al pie de un alto árbol que crecía en un extremo de la pequeña isla y cuya corteza aparecía marcada por infinitos cortes del que iba manando una espesa y blanca savia que concluía por depositarse en una gran calabaza encajada entre sus raíces.
—Este es el árbol del «kuitchú» —señalaron—. Su sangre se espesa y constituye una magnífica protección que luego se quita fácilmente. ¡Ven! Prueba.
Intentó resistirse, pero Quimari le demostró de modo harto evidente cómo en un instante se desprendía sin problemas la gomosa resina, por lo que no pudo resistir la tentación de permitir que le embadurnaran de igual modo para agitar luego las manos al viento hasta conseguir que la goma se solidificara.
—Resulta divertido —admitió—. Como guantes hechos a medida.
Ayapel, por su parte, había formado una pequeña bola de la misma materia, y tras ahumarla unos instantes sobre el fuego le mostró cómo saltaba y rebotaba enloquecida, con lo que estuvieron jugando como niños hasta el momento en que el excesivo calor impulsó al canario a despojarse de los guantes.
Se presentó entonces un problema con el que las indígenas no habían contado, y era que los vellos del peludo brazo de
Cienfuegos
habían hecho cuerpo con el caucho, por lo que los alaridos de éste al arrancárselo resonaron sobre la quieta laguna espantando a las aves y obligando a reír a carcajadas a ambas hermanas.
Al final, el pobre pelirrojo se encontró con que le habían depilado de raíz hasta los codos, por lo que se pasó el resto del día y gran parte de la noche maldiciendo las ocurrencias de un par de locas que no parecían tener otra cosa que hacer que complicarle tontamente la vida.
Otro día advirtió que Ayapel rumiaba y rumiaba como una vaca aburrida, y aunque en un principio lo atribuyó a que tal vez masticaba un pedazo de carne seca, más tarde se alarmó al descubrir que lo que tenía en la boca era una pasta gomosa que, de tanto en tanto, se entretenía en estirar entre los dedos.
—¿Pero qué porquerías estás haciendo? —inquirió, indignado.
La otra le observó sin entender.
—¿A qué te refieres?
—A eso que tienes en la boca. ¿Qué es?
—«Zticli».
—¿Y para qué sirve?
—Para masticar.
—¿Sin tragártelo…?
—Claro.
—¿Por qué?
—Me entretiene… Y me ayuda a no fumar. Antes fumaba mucho y eso me hacía toser. Ahora masco «zticli» y me olvido del tabaco.
—¿Y de dónde lo sacas?
—De los arbustos que están junto al agua. Es su savia, como la del «kuitchú», pero sin mal sabor. Si la mezclas con menta o jugo de frutas está muy buena… ¿Quieres un poco?
—¡Dios me libre! Rumiar como una vaca por capricho debe ser cosa de idiotas.
—Fumar es peor… ¡Prueba!
—¡He dicho que no!
Pero como resulta lógico suponer, también en esta ocasión la curiosidad fue más fuerte, por lo que el canario
Cienfuegos
se convirtió en el primer europeo en practicar una costumbre que bien pronto sería relegada al olvido para resucitar con increíble vigor tres siglos más tarde.
Sin que se conozcan con seguridad las razones que tuviera para hacerlo, lo cierto es que a mediados del 1500, la Iglesia Católica ordenó quemar inmensas extensiones de árboles del «zapote» —una planta pinácea de la que los indígenas de Centro y Sudamérica obtenían el látex básico para fabricar goma de mascar— por lo que tan sólo fue a principios del siglo XIX cuando un grupo de aventureros norteamericanos descubrió que una pequeña comunidad mexicana continuaba practicando tan curioso hábito, lo que dio origen a uno de los imperios industriales más atípicos de la Historia.
Nada se encontraba más lejos, sin embargo, de la mente del canario que el destino final que tuviera en su día la blanca pasta gomosa que Ayapel rumiaba sin cesar, dado que en aquellos tiempos su única preocupación estribaba en disfrutar en paz del paradisíaco islote al que le había arrojado su buena estrella, charlar con las hermanas siamesas, o jugar con unos rústicos dados que había fabricado con sendos pedazos de madera.
Tan sólo un pequeño incidente vino a empañar ligeramente la hermosa e inocente relación que les unía, y ocurrió una calurosísima mañana de verano en que
Cienfuegos
dormía completamente desnudo y ajeno a todo en su ancha hamaca.
Las muchachas quisieron darle una sorpresa colocándole sobre el pecho un diminuto tití que habían encontrado entre los árboles, pero resultaron ellas en verdad las sorprendidas al descubrir que debía estar soñando con algo erótico, dado que una parte muy determinada de su anatomía presentaba un aspecto desproporcionado y sorprendente.
Permanecieron muy quietas, turbadas por algo que les provocaba rechazo y atracción al propio tiempo, y quizá por primera vez sus cuerpos reaccionaron de modo muy distinto, puesto que mientras Ayapel hacía un instintivo gesto de marcharse, Quimari quedaba como clavada en el sitio, observando hipnotizada el extraño fenómeno.
Un leve chillido del monito —tal vez igualmente asombrado— hizo que, instantáneamente,
Cienfuegos
abriera los ojos para hacerse cargo de inmediato de cuál era su incómoda y comprometida situación.
—Lo siento —musitó apenas.
—¿Siempre está así cuando duermes? —inquirió Quimari, con lo que demostraba una vez más no ser la más lista del pueblo.
—No. No siempre.
—¿Entonces?
—Soñaba.
—¿Con una mujer?
—¡Naturalmente!
—¿Quién era?
—La única a la que realmente he amado… —Agitó la cabeza con gesto de incredulidad—. Hacía años que no soñaba con ella —añadió.
La muchacha no pudo vencer su curiosidad, y muy despacio extendió la mano para pasar suavemente el dedo, por el desmesurado objeto que tanto la turbaba.
—Es suave —murmuró—. Suave, firme y caliente.
—¡Por favor!
—¿Te molesta que lo toque?
—No. No me molesta… Pero soy un hombre y me excita.
—A mí también me excita —admitió Quimari, como si acabara de hacer un curioso descubrimiento al tiempo que se volvía a su hermana—. ¿Y a ti…? —quiso saber.
Ayapel alargó a su vez la mano y palpó decididamente el erecto pene que pareció cobrar nueva vida ante el tibio contacto.