—¿Por qué?
—Sólo un loco se adentra en territorio motilón.
—Agitó la cabeza mostrando a las claras su incredulidad—. Y lo hizo únicamente por ayudar a
Azabache
. ¡Una mujer que ni siquiera era la suya!
—¿Realmente era tu mujer?
—Era una mujer… ¡Y negra! —Lanzó un bufido—.
Cosas muy raras van a ocurrir en el mundo cuando se permite que haya mujeres negras.
—He visto algunos negros, pero nunca a una negra —admitió el chiquillo, como si se considerara inferior por ello—. Me gustaría verla. ¿Crees que los encontraremos?
—No.
Lo dijo con tanta seguridad que el otro no pudo por menos que lanzarle una larga mirada de soslayo.
—¿No? Entonces, ¿por qué has venido con nosotros?
—Porque me pagan por buscarle, no por encontrarle. —Hizo una corta pausa—. ¿Tú quieres encontrarle?
—No lo sé, —admitió, con sinceridad, el muchacho—. Me da un poco de miedo. Me gusta navegar y si le encontramos, tal vez regresemos a Santo Domingo para siempre.
—¿Cómo es Santo Domingo?
El muchacho se enfrascó entonces en una de aquellas largas explicaciones que dejaban al pobre nativo boquiabierto, y así transcurrían las horas mientras el navío costeaba para que los vigías no perdieran detalle de cuanto ocurría en tierra.
Al oscurecer, el capitán solía ordenar alejarse mar adentro y permanecer al pairo, o fondear en alguna quieta ensenada manteniendo en ese caso una guardia en cubierta, pues aunque hasta el momento los aborígenes apenas habían dado señales de vida, y desde luego no se habían mostrado en absoluto hostiles, Yakaré aseguraba que en cuanto se encontrase frente al territorio de los ladinos itotos, de los mil tatuajes, las cosas cambiarían radicalmente.
—Son muy amables —dijo—. Te reciben amistosamente, te ofrecen cuanto tienen, dejan que comas y bebas chicha hasta reventar, y en cuanto te descuidas… ¡Zasss!
—¿Te matan? —se horrorizó el cojo.
—No. No te matan. Sólo… ¡Zasss!
Su gesto fue ahora tan explícito que todos quedaron como anonadados, casi incapaces de dar crédito a lo que estaban oyendo.
—¿Quieres decir que son «sodomitas»? —aventuró por fin Don Luis de Torres, visiblemente confuso.
—No. No son eso…; son itotos, pero… ¡Zasss!
—¿Pretendes hacernos creer que por estos pagos existe una tribu indígena cuyos hombres se dedican a violar a los forasteros?
Yakaré necesitó tomarse un tiempo para captar lo que pretendían decirle, pero acabó por negar:
—Los itotos no violan. Son siempre amables y hospitalarios, pero en cuanto te descuidas…
—¡Zass…! —concluyó la frase el renco Bonifacio Cabrera—. Cuesta creerlo.
—A un joven guerrero cuprigueri también le costaba creerlo… —puntualizó el estrábico—. Ahora es gran jefe entre los itotos. —Rió divertido al tiempo que señalaba la pierna enferma del gomero—. Y a los cojos los agarran antes.
—¡Pandilla de salvajes!
—No hace falta ser salvaje para ser «sodomita»… —señaló serenamente el converso—. Lo fueron los griegos y los romanos, y es tradición que para algunos árabes un tierno mancebo vale tanto como una hermosa doncella. Incluso se asegura que ha habido un par de Papas con tales aficiones.
—Cuidad vuestra lengua —le advirtió la alemana—. Por menos de eso más de uno ha muerto en la hoguera.
—¡Han quemado a tantos por decir la verdad!
Si era cierto o no lo que Yakaré contaba sobre la tribu de los itotos que poblaba la ancha franja que separa la serranía de Santa Marta del mar, nadie podía saberlo, pero lo cierto fue que cuando tres días más tarde el
Milagro
fondeó en una paradisíaca bahía flanqueada de altas palmeras, dos anchas piraguas cargadas de indígenas que por toda vestimenta lucían una alargada calabaza que les protegía el pene, e infinidad de bellos tatuajes negros, acudieron en son de paz, subiendo a bordo sin demostrar temor alguno, e invitando a los presentes a visitarles en tierra, donde, serían magníficamente agasajados.
—Yo no bajo, ni aun llevando una coraza que me cubra hasta las corvas —aseguró el amoscado Bonifacio Cabrera.
—Si el tamaño de esas calabazas sirve para dar una idea de lo que ocultan, ¡Dios nos proteja! —añadió, horrorizado, el contramaestre.
La unánime negativa a aceptar la amable oferta de conocer sus hogares no pareció ofender a los nativos, como si tuvieran plena conciencia de su fama, limitándose a partir de aquel momento a curiosear el extraño navío y a responder a las preguntas de un Yakaré que se entendía con ellos con total fluidez.
De sus respuestas pudo deducirse que no era aquélla la primera vez que tenían conocimiento de que existiesen hombres peludos que semejaban simios, pues tiempo atrás habían divisado dos navíos, y les habían llegado confusas noticias de que entre los pacabueyes de tierra adentro habitaba un gigantesco araguato capaz de hablar.
—¿Qué es un araguato? —quiso saber de inmediato
Doña Mariana Montenegro
.
—Un mono aullador de pelaje rojizo —aclaró el cuprigueri.
—¿
Cienfuegos
?
—Tal vez.
—¿Dónde viven esos pacabueyes?
Los ladinos y serviciales itotos se apresuraron a afirmar que muy lejos, detrás de las altísimas montañas que se divisaban, en la distancia, ofreciéndose a servir de guías hasta el territorio de los burede, una «simpática» tribu colindante con el extremo sur del país de los pacabueyes.
—¿No hay otro acceso?
—A través del Gran Río que desemboca al Oeste —aseguraron—. Pero ahí se ocultan las «sombras verdes» de las ciénagas, gente hostil y poco «colaboradora».
—Eso de poco «colaboradora» debe significar que no se dejan tocar el trasero —masculló el cojo en su más puro castellano, y luego se volvió a su «ama»—. Temo, señora, que esta cuadra de «bujarrones» está intentando llevarnos al huerto.
—Averigua algo más sobre ese río —le rogó la alemana a Yakaré—. ¿Crees que es el que tú conoces?
El otro negó convencido.
—«El Gran Río del que Nacen los Mares» corre hacia el Este —replicó, seguro de sí mismo—. Este corre hacia el Norte. He oído hablar de él. Es mucho más pequeño, pero sus ciénagas son muy peligrosas.
—¿Más que los itotos?
—¡Diferentes! —rió el otro—. «Muy» diferentes.
El Capitán Salado, que ocupaba gran parte de su tiempo en ir trazando un mapa de la costa aderezado con apuntes de lo que podía encontrarse tierra adentro según las explicaciones que obtenía de los aborígenes, fue de la opinión de que las montañas que tenían enfrente debían formar parte de una importante cordillera que tal vez dividía en dos el continente.
—… Y si los ríos son tan caudalosos como esta gente asegura, debe ser gigantesco —sentenció Luis de Torres.
Lejos estaba el converso de suponer que todo cuanto pudiera imaginar no era apenas más que una sombra de la realidad, ya que ninguno de los miembros de su generación tendría ocasión de hacerse una idea exacta del auténtico tamaño del mundo que comenzaban a entrever.
De haberlo sabido, tal vez allí mismo hubieran renunciado a tan absurda empresa, pero como la ignorancia suele ser en ocasiones una magnífica aliada, durante la reunión que mantuvieron esa noche en torno a la mesa del Capitán, el converso votó por seguir navegando hasta dar con la desembocadura del gran río que según todos los indicios debía encontrarse frente a ellos.
—Por hostiles y traidoras que sean esas «sombras verdes» —concluyó—, confío en que al menos no nos ataquen «por la espalda».
Al amanecer levaron anclas tras despedirse afectuosamente de los desencantados itotos; entre los cuales no habían conseguido distinguir ni una sola mujer, lo que les obligó a pensar que, probablemente, la versión que Yakaré les había dado se ajustaba bastante a la realidad.
—Cuando viajé por «El Gran Río del que Nacen los Mares» —aseguró luego éste, seriamente— me contaron que en sus orillas habita una tribu de mujeres guerreras que viven sin hombres.
—¿Y cómo se reproducen?
—Hacen «razzias» en las que capturan prisioneros con los que cohabitan hasta quedar embarazadas. Luego los convierten en esclavos o los matan.
—¡Espero que
Cienfuegos
no las haya encontrado! —exclamó, alarmada, la alemana.
—Y si las encuentra, capaz le creo de convertirlas a todas al «cristianismo» —rió Don Luis de Torres—. ¡Menudo es!
Pero por suerte para él,
Cienfuegos
no había tropezado en los últimos días ni con mujeres ni con hombres, y tras dejar atrás las ciénagas y el gran río, vagaba sin rumbo por lo que parecía ser tierra de nadie, pese a que constituía un territorio fértil de clima templado, en cierto modo parecido al de los pacabueyes.
Se preguntó la razón por la que los indígenas prefiriesen esconderse en insalubres pantanos plagados de caimanes y mosquitos, a poblar unas praderas por las que corrían libremente los venados y los sabrosos conejillos de indias, pero no encontró respuesta alguna que le satisficiera.
Fue el suyo, por tanto, un largo paseo, aunque manteniéndose siempre a la defensiva, hasta divisar a lo lejos un pequeño villorrio semiderruído que se alzaba a orillas de un diminuto riachuelo de aguas cristalinas.
Advirtió al fin presencia humana, por lo que permaneció largo rato oculto entre la maleza, comprobando la posible presencia de hombres armados, hasta que llegó a la conclusión de que los únicos seres vivos de los alrededores parecían ser una anciana encorvada y una niña de poco más de doce años, que no mostraron temor alguno al verle aparecer, sino que, por el contrario, se aproximaron hasta la orilla a observar cómo se introducía en el agua y avanzaba hacia ellas alzando la mano en son de paz.
—¡Buenos días! —saludó, sonriente.
—¡Buenos días! —replicó la anciana, con naturalidad—. Empezaba a temer que nadie llegaría.
La estudió desde abajo, aún con el agua a media pierna, para acabar por inquirir, sorprendido:
—¿Es que estáis siempre solas?
—Hace años —fue la sencilla respuesta, carente de dramatismo—. Muchos años, aunque confiábamos en que al fin los dioses se acordaran de nosotras.
Le invitaron a penetrar en su diminuta vivienda donde de inmediato colocaron ante él un gran recipiente de barro rebosante de gachas de maíz con carne, al tiempo que la niña colocaba sobre las brasas unos pequeños peces abiertos en canal.
Estaba en verdad hambriento de algo caliente y nutritivo, y durante el tiempo que dedicó a comer tan sólo se preocupó de disfrutar de lo que se le antojaron auténticos manjares, pero cuando se encontró ya satisfecho se volvió hacia la anciana de frágil aspecto pero expresión firme y serena.
—¿Qué esperabais en realidad? —quiso saber.
—Que se cumpliera lo que los dioses me anunciaron.
—¿Y qué te anunciaron?
—Que viajaríamos hasta el mar, donde seríamos testigos de grandes prodigios. Supongo que tú debes ser el encargado de llevarnos allí.
—¿Dónde está el mar?
La anciana señaló un punto a sus espaldas.
—Hacia allá. Muy lejos.
Cienfuegos
no hizo comentario alguno, agradeció la sabrosa guayaba que la chiquilla le ofrecía, y tras darle un fuerte mordisco hizo un amplio gesto como queriendo abarcar cuanto le rodeaba:
—¿Dónde están todos? —quiso saber.
—Se los llevaron.
—¿Quiénes?
—Los que viven en las altas montañas del Oeste.
—¿Por qué se los llevaron?
—Para ellos no somos más que aucas salvajes; poco más que animales. Antes venían con frecuencia, pero ahora creen que aquí ya no queda nadie. —Señaló a la muchachita—. La última vez Araya era un bebé de brazos y yo una vieja enferma.
—¿Es tu nieta?
—No. Pero ahora es más que mi hija.
—¿Cómo son esos hombres de las montañas?
—Crueles.
—¿Van vestidos? —quiso saber el canario, recordando lo que sobre ellos le habían comentado Quimari y Ayapel, y ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: ¿Son amarillos?
—¿Amarillos? —se sorprendió la vieja—. No. No son amarillos. Pero llevan hermosas túnicas, gorros de colores y armas muy poderosas. ¡Y son muchísimos! Más que los árboles del bosque.
—Entiendo —admitió el canario—. Lo que no entiendo, es por qué despueblan una tierra tan fértil.
—No quieren vecinos. —Hizo una larga pausa y añadió con naturalidad—. ¿Cuándo nos llevarás al mar?
—¿Al mar? —repitió, desconcertado—. ¿Por qué tienes tanto interés por ir al mar?
—Son los dioses los que lo tienen. —Señaló a la niña—. Aseguran que ella será algún día una mujer importante que viajará mucho y vivirá en un palacio de piedra. «Araya» quiere decir «Estrella Errante» y nació el año en que el gran cometa cruzó el cielo. El gomero bajó la vista hacia la muchachita que, sentada a sus pies, le contemplaba fijamente con unos inmensos ojos oscuros que parecían estar siempre haciéndose preguntas.
—¿Crees eso? —le preguntó—. ¿Crees que algún día vivirás en un palacio de piedra?
—Lo creo —replicó, con extraña dulzura y un leve gesto de asentimiento—. Los dioses lo dicen.
—Bien —exclamó el isleño con humor—. En ese caso espero que les recuerdes a tus dioses que fui yo quien te sacó de aquí. ¿Cuándo queréis marcharos?
—Ahora.
—¿Ahora? —se asombró—. ¿Así? ¿Sin preparar nada?
—Está todo preparado —le hizo notar la vieja—. Hace mucho tiempo que lo tenemos todo preparado.
Extrajeron de un rincón de la choza dos grandes cestas repletas de víveres que se acomodaron a la espalda, sujetándosela a la frente por medio de una ancha franja de cuero, y pese a que
Cienfuegos
protestó señalando que era él quien debía cargar con las provisiones, se negaron en redondo alegando que aquélla era tarea de mujeres y que él tan sólo tenía que preocuparse de encontrar el camino que las condujera hasta el mar.
La anciana, que respondía al brevísimo nombre de
Cu
, que quería decir simplemente «vieja» en arawac, avanzaba inclinada pero con paso firme soportando casi la mitad de su propio peso, mientras la chiquilla parecía no llevar carga alguna, brincando sobre piedras y matojos como si acabara de emprender una corta excursión.
—El mar está hacia allí —repitió la primera, marcando sin dudar un punto hacia el Nordeste—. Nunca lo he visto, pero lo sé, porque los jóvenes guerreros tenían que traerle a su novia una concha de tortuga como dote. —Sonrió mostrando sus dos carcomidos dientes—. Yo tuve tres, pues me casé tres veces.