Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara medio derruida en la que vivía Momo todo lo bien que pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó incluso un pequeño hogar. También encontraron un tubo de chimenea oxidado. Un viejo carpintero construyó con unas cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una vieja cama de hierro fuera de uso, con adornos de madera, un colchón que sólo estaba un poco roto y dos mantas. La cueva de piedra debajo del escenario se había convertido en una acogedora habitación. El albañil, que tenía aptitudes artísticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared. Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro.
Entonces vinieron los niños y los mayores y trajeron la comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el otro un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y así los demás. Y como eran muchos niños, se reunió esa noche en el anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta en honor de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy divertida, como sólo saben celebrarlas la gente modesta.
Así comenzó la amistad entre la pequeña Momo y la gente de los alrededores.
D
esde entonces, Momo vivió muy bien, por lo menos eso le parecía a ella. Siempre tenía algo que comer, unas veces más, otras menos, según fuesen las cosas y según la gente pudiera prescindir de ellas. Tenía un techo sobre su cabeza, tenía una cama, y, cuando tenía frío, podía encender el fuego. Y, lo más importante: tenía muchos y buenos amigos.
Se podía pensar que Momo había tenido mucha suerte al haber encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba así. Pero también la gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha suerte. Necesitaban a Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella antes. Y cuanto más tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más imprescindible se hacía, tan imprescindible que todos temían que algún día pudiera marcharse.
A eso se debe que Momo tuviera muchas visitas. Casi siempre se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Y a quien todavía no se había dado cuenta de que la necesitaba, le decían los demás:
—¡Vete con Momo!
Estas palabras se convirtieron en una frase hecha entre la gente de las cercanías. Igual que se dice: «¡Buena suerte!», o «¡Que aproveche!», o «¡Y qué sé yo!», se decía, en toda clase de ocasiones: «¡Vete con Momo!».
Pero, ¿por qué? ¿Es que Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?
No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada de todo eso.
Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que —ya que vivía en una especie de circo— sabía bailar o hacer acrobacias?
No, tampoco era eso.
¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?
Nada de eso.
Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es nada especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar.
Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque dijera o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era importante a su manera, para el mundo.
¡Así sabía escuchar Momo!
Una vez fueron a verla al anfiteatro dos hombres que se habían peleado a muerte y que ya no se querían hablar, a pesar de ser vecinos. Los demás les habían aconsejado que fueran a ver a Momo, porque no estaba bien que los vecinos vivieran enemistados. Los dos hombres, al principio, se habían negado, pero al final habían accedido a regañadientes.
Ahí estaban los dos, en el anfiteatro, mudos y hostiles, cada uno en un lado de las filas de asientos de piedra, mirando sombríos ante sí.
Uno era el albañil que había hecho el hogar y el bonito cuadro de flores que había en la «salita» de Momo. Se llamaba Nicola y era un tipo fuerte con un mostacho negro e hirsuto. El otro se llamaba Nino. Era delgado y siempre parecía un poco cansado. Nino era el arrendatario de un pequeño establecimiento al borde de la ciudad, en el que por lo general sólo había unos pocos viejos que en toda la noche no bebían más que un solo vaso de vino y hablaban de sus recuerdos. También Nino y su gorda mujer estaban entre los amigos de Momo y muchas veces le habían traído cosas buenas que comer.
Como Momo se dio cuenta de que los dos estaban enfadados, no supo, al principio, con quién sentarse primero. Para no ofender a ninguno, se sentó por fin en el borde de piedra de la escena a la misma distancia de uno y de otro y miraba alternativamente a uno y a otro. Simplemente esperaba a ver qué ocurría. Algunas cosas necesitan su tiempo, y tiempo era lo único que Momo tenía de sobra.
Después de que los hombres hubieran estado así un buen rato, Nicola se levantó de repente y dijo:
—Yo me voy. He demostrado que tenía buena voluntad al venir aquí. Pero tú ves, Momo, lo obstinado que es él. ¿A qué esperar más?
Y, efectivamente, se volvió para irse.
—Sí, ¡lárgate! —le gritó Nino—. No hacía ninguna falta que vinieras. Yo no me reconcilio con un criminal.
Nicola giró en redondo. Su cara estaba roja de ira.
—¿Quién es un criminal? —preguntó en tono amenazador y volvió a su sitio—. ¡Repítelo!
—¡Lo repetiré cuantas veces quieras! —gritó Nino—. ¿Tú te crees que porque eres grande y fuerte nadie se atreve a decirte las verdades a la cara? Yo me atrevo, y te las cantaré a ti y a cualquiera que quiera escucharlas. Adelante, ven y mátame, como ya dijiste una vez que harías.
—¡Ojalá lo hubiese hecho! —chilló Nicola y apretó los puños—. Ya ves, Momo, cómo miente y calumnia. Sólo lo agarré una vez por el cuello y lo tiré al charco que hay detrás de su covacha. Allí no se ahoga ni una rata —volviéndose de nuevo a Nino, gritó—. Por desgracia vives todavía, como se puede ver.
Durante un rato volaron en una y otra dirección los peores insultos, y Momo no podía entender de qué iba la cosa y por qué estaban tan enfadados los dos. Pero poco a poco fue sabiendo que Nicola sólo había cometido aquella salvajada porque Nino, antes, le había dado una bofetada delante de algunos de sus parroquianos. A eso, por su parte, le había antecedido el intento de Nicola de hacer añicos toda la vajilla de Nino.
—¡No es verdad! —se defendió amargamente Nicola—. Sólo tiré a la pared una sola jarra que, además, ya tenía una grieta.
—Pero la jarra era mía, ¿sabes? —respondió Nino—. Y, además, no tienes derecho a eso.
Nicola pensaba que sí tenía derecho a eso, porque Nino lo había ofendido en su honor de albañil.
—¿Sabes lo que dijo de mí? —gritó dirigiéndose a Momo—. Dijo que yo no era capaz de construir una pared derecha, porque estaba borracho día y noche. Que era igual que mi tatarabuelo, que había trabajado en la torre inclinada de Pisa.
—Pero, Nicola —contestó Nino—, si eso era una broma.
—¡Bonita broma! —protestó Nicola—. No tiene ninguna gracia.
Resultó que Nino sólo había devuelto una broma anterior de Nicola. Porque una mañana se había encontrado con que en su puerta habían escrito con grandes letras rojas:
GATOS Y VENTEROS, TODOS RATEROS
Y eso, a su vez, no le había hecho ninguna gracia a Nino.
Durante un rato se pelearon, muy en serio, sobre cuál de las dos bromas era peor, y volvieron a encolerizarse. Pero de repente se quedaron cortados.
Momo los miraba con grandes ojos, y ninguno de los dos podía explicarse bien, bien, su mirada. ¿Es que, por dentro, se estaba riendo de ellos? ¿O estaba triste? Su cara no se lo decía. Pero a los dos hombres les pareció, de repente, que se veían a sí mismos en un espejo, y comenzaron a sentir vergüenza.
—Bien —dijo Nicola—, puede ser que no debiera haber escrito aquello en tu puerta, Nino. No lo hubiera hecho si tú no te hubieras negado a servirme un vaso de vino más. Eso iba contra la ley, ¿sabes? Porque siempre te he pagado y no tenías ninguna razón para tratarme así.
—¡Ya lo creo que la tenía! —contestó Nino—. ¿Es que ya no te acuerdas de aquel asunto del san Antonio? ¡Ah, ahora te has puesto blanco! Porque me estafaste con todas las de la ley, y no tengo por qué aguantártelo.
—¿Que yo te estafé a ti? —gritó Nicola—. ¡Al revés! Tú querías engañarme a mí, sólo que no lo conseguiste.
El asunto era el siguiente: en el pequeño establecimiento de Nino colgaba de la pared una pequeña imagen de san Antonio. Era una foto en color que Nino había recortado una vez de una revista.
Un día, Nicola le quiso comprar esa imagen; según decía, porque le gustaba mucho. Regateando hábilmente, Nino había conseguido que Nicola le diera, a cambio, su vieja radio. Nino se creyó muy listo, porque Nicola hacía muy mal negocio. Se pusieron de acuerdo.
Pero después resultó que entre la imagen y el marco de cartón había un billete de banco, del que Nino no sabía nada. De repente era él el que hacía un mal negocio, y eso le molestaba. Exigió que Nicola le devolviera el dinero, porque éste no formaba parte del trato. Nicola se negó, y entonces Nino no le quiso servir nada más. Así había comenzado la pelea.
Cuando los dos llegaron al principio del asunto que los había enemistado, callaron un rato.
Entonces preguntó Nino:
—Dime ahora con toda honradez, Nicola, ¿ya sabías de ese dinero antes del cambio o no?
—Claro que sí; si no, no hubiera hecho el cambio.
—Entonces estarás de acuerdo en que me has estafado.
—¿Por qué? ¿En serio que tú no sabías nada de ese dinero?
—No, palabra de honor.
—¡Lo ves! Eras tú quien querías estafarme a mí. Porque, ¿cómo podías pedirme mi radio a cambio de un trozo de papel de periódico?
—¿Y cómo te enteraste tú de lo del dinero?
—Dos noches antes había visto cómo un cliente lo metía allí como ofrenda a san Antonio.
Nino se mordió los labios:
—¿Era mucho?
—Ni más ni menos que lo que valía mi radio —contestó Nicola.
—Entonces, toda nuestra pelea —dijo Nino pensativamente— solamente es por el san Antonio que recorté de una revista.
Nicola se rascó la cabeza:
—En realidad, sí. Si quieres te lo devuelvo, Nino.
—¡Qué va! —contestó Nino, con mucha dignidad—. Lo que se da no se quita. Un apretón de manos vale entre caballeros.
Y de repente, ambos se echaron a reír. Bajaron los escalones de piedra, se encontraron en medio de la plazoleta central, se abrazaron dándose palmadas en la espalda. Después, ambos abrazaron a Momo y le dijeron:
—¡Muchas gracias!
Cuando, al cabo de un rato, se fueron, Momo siguió diciéndoles adiós con la mano durante mucho rato. Estaba muy contenta de que sus amigos volvieran a estar de buenas.
Otra vez, un chico le trajo su canario, que no quería cantar. Eso era una tarea mucho más difícil para Momo. Tuvo que estarse escuchándolo toda una semana hasta que por fin volvió a cantar y silbar.
Momo escuchaba a todos: a perros y gatos, a grillos y ranas, incluso a la lluvia y al viento en los árboles. Y todos le hablaban en su propia lengua.
Algunas noches, cuando ya se habían ido a sus casas todos sus amigos, se quedaba sola en el gran círculo de piedra del viejo teatro sobre el que se alzaba la gran cúpula estrellada del cielo y escuchaba el enorme silencio.
Entonces le parecía que estaba en el centro de una gran oreja, que escuchaba el universo de estrellas. Y también que oía una música callada, pero aun así muy impresionante, que le llegaba muy adentro, al alma.
En esas noches solía soñar cosas especialmente hermosas.
Y quien ahora siga creyendo que el escuchar no tiene nada de especial, que pruebe, a ver si sabe hacerlo tan bien.
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e entiende que al escuchar, Momo no hacía ninguna diferencia entre adultos y niños, pero los niños tenían otra razón más para que les gustara tanto ir al viejo anfiteatro. Desde que Momo estaba allí, sabían jugar como nunca habían jugado. No les quedaba ni un solo momento para aburrirse. Y eso no se debía a que Momo hiciera buenas sugerencias. No, Momo simplemente estaba allí y participaba en el juego. Y por eso —no se sabe cómo— los propios niños tenían las mejores ideas. Cada día inventaban un juego nuevo, más divertido que el anterior.
Una vez, era un día pesado y bochornoso, había unos diez u once niños sentados en las gradas de piedra esperando a Momo, que se había ido a dar una vuelta, según solía hacer alguna vez. El cielo estaba encapotado con unas nubes plomizas. Probablemente habría pronto una tormenta.
—Yo me voy a casa —dijo una niña que llevaba un hermanito pequeño—. El rayo y el trueno me dan miedo.
—¿Y en casa? —preguntó un niño que llevaba gafas—. ¿Es que en casa no te dan miedo?
—Sí —dijo la niña.
—Entonces, igual te puedes quedar aquí —respondió el niño.
La niña se encogió de hombros y asintió. Al cabo de un rato dijo:
—A lo mejor Momo ni siquiera viene.