Read Mis rincones oscuros Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Biografía

Mis rincones oscuros (33 page)

Es mi vida en el nivel cero. Estoy demasiado aturdido, aliviado o perdido en cálculos como para dar señales de simple pena.

La foto tenía treinta y seis años y definía a mi madre como un cuerpo en una cuneta y como fuente de inspiración literaria. Yo no me sentía capaz de separar lo que era suyo de lo que era mío.

Me gusta encerrarme en suites de hotel. Me gusta apagar las luces y poner el acondicionador de aire. Me gustan los ambientes contenidos y con temperatura controlada. Me gusta sentarme en la oscuridad y dejar vagar la mente. Por la mañana me encontraría con Bill Stoner. Pedí al servicio de habitaciones que me subieran algo de cenar y una jarra enorme de café. Apagué las luces y dejé que la pelirroja me llevara por ahí.

Conocí cosas de nosotros. Otras, las presentí. Su muerte corrompió mi imaginación y me proporcionó unos dones explotables. Me enseñó autosuficiencia mediante ejemplos negativos. Mi tendencia a la autoconservación estaba a la altura de mis impulsos autodestructivos. Mi madre me aportó el don y me maldijo con la obsesión. Empezó como curiosidad en lugar de hacerlo como pena infantil. Floreció como una búsqueda de oscuro conocimiento y mutó en una horrible avidez de estimulación. Los impulsos obsesivos estuvieron a punto de matarme. La furia por convertir mis obsesiones en algo bueno y útil me salvó. Sobreviví a la maldición. El don adoptó su forma final en el lenguaje.

Ella me cargaba de energía para el sexo y para la muerte. Era la primera mujer en mi camino hacia la mujer brillante y valerosa con que me había casado. Ella me daba un rompecabezas resistente sobre el cual reflexionar y del que aprender. Me proporcionaba el tiempo y el lugar de su muerte para extrapolar cosas de ella. Era el centro, tácito o susurrado, del mundo de ficción que yo había creado y del mundo placentero en el cual vivía. Y, hasta aquel momento, apenas se lo había reconocido de manera suficientemente rutinaria.

Escribí mi segunda novela,
Clandestine
, en el 80. Era mi primera confrontación mano a mano con Jean Ellroy. La retrataba como una borracha torturada con un pasado hiperbólicamente torturado en un pueblucho de Wisconsin. Le di un hijo de nueve años y un ex marido malvado que se parecía físicamente a mi padre. Incluí detalles autobiográficos en el libro y situé la acción a principios de los años cincuenta para desarrollar un subargumento policiaco sobre la amenaza roja.
Clandestine
hablaba de Jean Ellroy de forma anecdótica. La historia giraba en torno a su hijo, de treinta y dos años. El héroe era un policía joven y ambicioso dispuesto a follarse a cuanta mujer se le pusiera por delante y a ascender a toda costa. Yo era un joven escritor ambicioso, impaciente por ascender.

La ascensión significaba dos cosas: escribir una gran novela policiaca y atacar la historia fundamental de mi vida.

Me dispuse a ello. Llevé a la práctica mi decisión consciente de manera inconsciente.
Clandestine
era más rico y complejo que mi libro anterior. La madre y el hijo estaban perfectamente logrados. Sólo fallaban en comparación con la vida real. No éramos mi madre y yo, sino producto de la ficción. Yo quería que se hicieran a un lado y siguiesen su camino. Había creído que podría perfilar a mi madre con detalles fríos y de ese modo expulsarla de mi vida. Había pensado que podría confesar unos cuantos secretos de juventud y darme por satisfecho. Mi víctima del crimen preferida no era Jean Ellroy. Era Elizabeth Short. De nuevo, dejé a un lado a la pelirroja por la Dalia.

Aún no estaba preparado para Elizabeth. Quería dirigirme a ella como novelista maduro, pero antes quería ampliar mi diálogo con las mujeres.

Dejé Los Ángeles en el 81. Era demasiado conocido y demasiado fácil. Alcohólicos Anónimos era demasiado fácil. Quería desembarazarme de toda aquella gente enganchada a la terapia y a la religión de los doce peldaños. Sabía que podía mantenerme sobrio de todas maneras. Quería volar Los Ángeles y limitar mi dosis de la urbe a lo meramente ficticio. En octubre tenía fijada su salida al mercado
Réquiem por Brown
. La publicación de
Clandestine
estaba prevista para algún momento del año 82. Tenía un tercer libro terminado. Quería volver a empezar en algún nuevo local sexy.

Me trasladé a Eastchester, Nueva York, a treinta kilómetros al norte de la Gran Manzana. Alquilé un apartamento en un sótano y conseguí un trabajo de cadi en el Wykagyl Country Club. Tenía treinta y tres años y me creía un auténtico valor en alza. Quería probarme en Nueva York. Quería entrar a saco con la Dalia y encontrar a la mujer trascendental de la vida real que, estaba seguro, nunca encontraría en Los Ángeles.

Nueva York era puro cristal de metadona. Se enredaba con mi vida en un mundo dual. Escribía en mi apartamento y cargaba bolsas de golf a cambio de un sueldo de subsistencia. Manhattan estaba a un latido de distancia. Manhattan estaba lleno de mujeres provocativas.

Mis amigos varones desdeñaban mis gustos en cuestión de mujeres. Las estrellas de cine y las modelos me aburrían. Me gustaban las mujeres de negocios con trajes de chaqueta. Me gustaba la costura de una falda a punto de reventar a causa de los siete kilos de más. Me atraían las personalidades serias. Me interesaban las visiones del mundo radicales y no programáticas. Desdeñaba a diletantes, envidiosos, incompetentes, roqueros, seguidores de extrañas terapias, ideólogos chiflados y a todas las mujeres que no eran ejemplo del equilibrio entre el protestantismo del Medio Oeste y el libertinaje que había heredado de Jean Ellroy. Me gustaban las mujeres atractivas más que las que otros hombres consideraban guapas. Admiraba la puntualidad y la pasión y consideraba ambas como virtudes iguales. Era un fanático moralista y sentencioso que actuaba en una dinámica tiempo perdido / vida recuperada. Esperaba de mis mujeres que observasen las reglas más estrictas, se sometieran a la fuerza carismática que yo pensaba poseer, me follaran hasta ponerme en coma y me sometieran a su carisma y a su rectitud moral sobre una base equitativa.

Todo eso era lo que deseaba. No lo que conseguí. Mis aspiraciones eran ligeramente irrazonables. Las revisaba cada vez que conocía a una mujer con la que deseaba acostarme.

Rehacía a esas mujeres a la imagen de Jean Ellroy, salvo el alcohol, la promiscuidad y el asesinato. Yo era un tornado que pasaba por sus vidas. Tomaba el sexo y escuchaba sus historias. Les contaba la mía. Intenté que funcionara una serie de emparejamientos, breves y más prolongados, pero nunca me esforcé tanto como las mujeres con quienes estaba.

Mientras lo hacía, aprendí cosas. Nunca rebajé mis expectativas románticas. Era un tipo falso e imprevisible y un rompecorazones con una fachada convincentemente suave. En la mayor parte de mis asuntos de faldas yo llevaba la iniciativa cuando de poner fin a la relación se trataba. Me encantaba cuando alguna mujer me veía las intenciones y me daba puertas primero. Yo nunca di puertas a mis expectativas románticas. Nunca acepté un comentario tierno de amor. Me sentía mal por las mujeres con quienes follaba. Con el tiempo, me acerqué a las mujeres con menos ferocidad. Aprendí a disimular mi ansia, que pasaba directamente a mis libros, cada vez más obsesivos.

Yo era una antorcha perpetua con tres llamas.

Mi madre. La Dalia. La mujer que yo sabía que Dios me daría.

Escribí cuatro novelas en cuatro años. Mantuve separados mis dos mundos, Eastchester y Manhattan. Me sentía cada vez mejor. Desencadené una especie de fenómeno de culto y elaboré un álbum de recortes de revistas de cuatro estrellas. Los anticipos que me daban por mis libros se incrementaron. Jubilé mis zapatos de cadi. Me encerré durante un año y escribí
La dalia negra
. El año pasó volando. Viví con una mujer muerta y con una docena de hombres malos. Betty Short me guió. Construí el personaje a partir de diversos aspectos del deseo masculino e intenté describir el mundo de hombres que había sancionado su muerte. Cuando acabé la última página, lloré. Dediqué el libro a mi madre. Sabía que podía unir a Jean con Betty y encontrar oro de veinticuatro quilates. Financié mi propia gira de promoción. Hice público el vínculo. Convertí
La dalia negra
en un best-seller nacional.

Conté una docena de veces la historia de Jean Ellroy y la Dalia. Reduje la narración a fragmentos de sonido y la vulgaricé en aras de la accesibilidad. Procedí a contarla con desapasionamiento minucioso. Me retraté como un hombre formado por dos mujeres asesinadas y por un hombre que ahora vivía en un plano por encima de tales cuestiones. Mis actuaciones en los medios eran convincentes a primera vista y faltas de sinceridad cuando se reflexionaba sobre ellas. Explotaban la desacralización de mi madre y me permitían trocear su recuerdo en porciones manejables.

La dalia negra
fue mi libro decisivo. Era pura pasión obsesiva y una elegía a la patria chica. Quería seguir en los años cuarenta y en los cincuenta. Quería escribir novelas más ambiciosas. Sentía la llamada de unos hombres malvados que hacían cosas perversas en nombre de la autoridad. Deseaba mearme en el mito del noble solitario y exaltar a policías dedicados a joder a los privados de derechos civiles. Quería canonizar el Los Ángeles secreto que había vislumbrado, por primera vez, el día en que murió la pelirroja.

La dalia negra
quedaba atrás. Mi gira promocional cerraba un tránsito de veintiocho años. Comprendí que debía dejar atrás el libro. Supe que podía volver al Los Ángeles de los años cincuenta y reescribir esa antigua pesadilla según mis propias especificaciones. Era mi primer mundo separado. Supe que podía extraerle sus secretos y contextualizarlos, reclamar el tiempo y el lugar, cerrar el paso a aquella pesadilla y forzarme a encontrar otra nueva.

Escribí tres secuelas de
La dalia negra
y denominé a esa obra colectiva «El cuarteto de Los Ángeles». Mi reputación y mi imagen pública se agrandaron como una bola de nieve. Conocí a una mujer, me casé y me divorcié de ella en el plazo de tres años. Rara vez pensaba en mi madre.

Dejé de centrarme en el Los Ángeles de los años cincuenta y me pasé a la Norteamérica de la era de Jack Kennedy. El salto modificó mi ámbito geográfico y temático y me impulsó hasta la mitad de una nueva novela negrísima. El Los Ángeles de los años cincuenta quedaba atrás. Jean Ellroy, no. Conocí a una mujer y ella me empujó hacia mi madre.

El nombre de la mujer era Helen Knode. Escribía para un periódico izquierdoso llamado
L.A. Weekly
. Nos conocimos. Nos emparejamos. Nos casamos. Fue un amor extravagante. Fue un reconocimiento mutuo con el motor a seis mil revoluciones por minuto.

Progresamos. Las cosas fueron cada vez mejor. Helen era hiperbrillante. Era todo elevada rectitud y risas profanas. Dos imaginaciones desatadas se combinaron y colisionaron.

Helen estaba obsesionada con el siempre desconcertante asunto de la relación entre hombres y mujeres. Lo disecaba, lo satirizaba, lo desmontaba y volvía a montarlo. Se lo tomaba a broma y se burlaba de mi enfoque melodramático del tema.

Se concentró en mi madre. La llamaba «Geneva». Imaginábamos escenas en las que aparecían mi madre y algunos hombres famosos de su época. Nos partíamos de risa. Metimos a Geneva en la cama con Porfirio Robirosa y criticamos la misoginia americana. Geneva volvía heterosexual a Rock Hudson, Geneva le daba unos meneos a JFK y lo volvía monógamo. Hablamos una y otra vez de Geneva y de la polla monolítica de mi padre. Nos preguntábamos por qué coño no me habría casado con una pelirroja.

Helen encontró la foto. Me instó a estudiarla. Era la abogada de mi madre y su agente provocadora.

Me conocía. Citó a un autor teatral muerto y me llamó bala perdida sin otra cosa que un futuro. Comprendía mi falta de autocompasión. Sabía la razón de mi desprecio a todo lo que pudiese limitar mi impulso hacia delante. Sabía que las balas no tienen conciencia. Pasan ante las cosas a toda velocidad y fallan el blanco tan a menudo como aciertan en él.

Helen quería que conociera a mi madre. Quería que descubriese quién era y por qué había muerto.

15

Aparqué delante de la Brigada de Homicidios. Bebí un trago de café en el coche e hice un poco de tiempo. Pensé en las fotos de la escena del crimen.

La había visto muerta. La había visto por primera vez desde que aún estaba viva. No guardaba ninguna foto de ella. Lo único que tenía eran retratos mentales, vestida y desnuda.

Los dos éramos altos. Yo tenía sus facciones y la tez de mi padre. Estaba volviéndome gris y calvo. Ella había muerto con la cabeza cubierta de brillantes cabellos rojizos.

Subí y llamé al timbre. Me respondió el crepitar de un altavoz situado sobre la puerta. Pedí por el sargento Stoner.

La puerta se abrió con un chasquido. Bill Stoner apareció en el quicio y se presentó.

Medía cerca de un metro ochenta y debía de pesar unos ochenta kilos. Tenía los cabellos castaños, finos, y lucía un gran bigote. Llevaba traje oscuro, camisa a rayas y corbata a juego.

Nos dimos la mano y volvimos a entrar en Casos No Resueltos. Stoner me mostró brevemente un ejemplar de mi novela,
Jazz Blanco
. Me preguntó por qué todos los policías eran extorsionadores y pervertidos. Le dije que los buenos policías no daban bien en la ficción. Él señaló la foto de la contracubierta. En ella yo aparecía con mi bull terrier tendido sobre mis muslos.

Le dije que el perro parecía un cerdo blanqueado. Añadí que se llamaba
Barko
. Era un cabronazo muy listo. Lo echaba de menos. Mi ex esposa había conseguido la custodia.

Stoner se echó a reír. Nos sentamos en escritorios contiguos. Me pasó un archivo de acordeón marrón.

Dijo que las imágenes de la escena del crimen eran explícitas. Me preguntó si aún quería verlas.

Contesté que sí.

Estábamos solos en la oficina. Nos pusimos a hablar.

Le conté que en los años sesenta y setenta había pasado algún tiempo en el condado. Hablamos de las ventajas y desventajas del Biscailuz Center y del Wayside Honor Rancho. Dije que me encantaban los pimientos rellenos del almuerzo. Stoner me contó que él los comía cuando iba por el Wayside.

Tenía una voz suave de inquisidor y adornaba los monólogos con breves pausas. Nunca interrumpía, pero ni por un instante apartaba la mirada de quien le hablaba.

Sabía cómo sonsacar a la gente. Sabía extraer secretos íntimos. Noté que me incitaba a ello. No me resistí. Sabía que Stoner había reparado en mi lado exhibicionista.

Other books

The Cowboy Poet by Claire Thompson
Death in a Beach Chair by Valerie Wolzien
Better Than Gold by Mary Brady
The Judas Blade by John Pilkington
The Lost Empress by Steve Robinson
misunderstoodebook by Kathryn Kelly
Geography Club by Hartinger, Brent
In the Field of Grace by Tessa Afshar


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024