—Hace un año, aproximadamente, una de las hermanas fue trasladada.
—¿Sí? —preguntó Messini con escaso interés, evidentemente confuso por el cambio de tema.
—Fue trasladada de la residencia de Dolo a la de San Leonardo de esta ciudad.
—Si usted lo dice, comisario. No estoy al corriente de los asuntos de personal.
—¿Aparte las enfermeras extranjeras?
Messini sonrió. En el tema de las enfermeras pisaba terreno conocido.
—Me gustaría saber si conoce usted las razones del traslado. —Antes de que Messini pudiera decir algo, Brunetti agregó—: Puede considerar su respuesta como una especie de derechos de gestión,
dottor
Messini.
—No sé si lo he entendido.
—Eso no importa,
dottore.
Me gustaría que me dijera qué sabe del traslado de esta hermana. No creo que pudiera pasar de una de sus residencias a otra sin que usted se enterase.
Messini reflexionaba, y Brunetti observaba su expresión mientras el hombre trataba de adivinar qué peligro encerraría para él la respuesta que pudiera dar. Finalmente, dijo:
—Ignoro qué información desea, comisario, pero sea cual fuere, no puedo dársela. De las cuestiones de personal se encarga la jefa de enfermeras. Créame, si pudiera ayudarle, lo haría, pero no es cosa de la que yo me encargue directamente.
Aunque, en general, si una persona pide que la creas, es señal de que está mintiendo, Brunetti creyó que Messini decía la verdad. El comisario movió la cabeza afirmativamente y dijo:
—Esta misma monja dejó la residencia hace varias semanas. ¿Lo sabía?
—No.
También esto lo creyó Brunetti.
—¿Cómo es que la orden de la Santa Cruz ayuda a atender sus residencias,
dottore?
—Es una historia larga y complicada —dijo Messini con una sonrisa que quizá a otra persona que no fuera Brunetti le hubiera parecido encantadora.
—Yo no tengo prisa,
dottore.
¿La tiene usted? —La sonrisa de Brunetti estaba totalmente desprovista de encanto.
Messini echó mano del paquete de cigarrillos, pero volvió a guardarlo sin sacar ninguno.
—Cuando, ocho años atrás, me hice cargo de la dirección de la primera residencia, éstas eran atendidas únicamente por la orden, que me contrató sólo en calidad de director médico. Pero, con el tiempo, se hizo evidente que, si seguían dependiendo exclusivamente de la caridad, tendrían que cerrar. —Messini miró fijamente a Brunetti—. La gente carece de generosidad.
—Vaya —fue lo único que Brunetti se permitió decir.
—Yo, que ya me dedicaba a la tarea de ayudar a los ancianos y enfermos, consideré entonces la pésima situación económica de la institución y comprendí que ésta sólo sería viable si se convertía en centro privado. —Al ver que Brunetti lo seguía, prosiguió—: Hubo una reorganización, lo que en el lenguaje de la economía llamaríamos hoy una privatización… de la que pasé a ser administrador a la par que director médico.
—¿Y la orden de la Santa Cruz? —pregunto Brunetti.
—La principal tarea de la orden ha sido siempre la atención a los ancianos, por lo que se decidió que las monjas formaran parte del personal de las residencias, pero en calidad de asalariadas.
—¿Y los salarios?
—Se pagan a la orden, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Brunetti, pero antes de que Messini pudiera hacer alguna objeción al tono, preguntó—: ¿Y quién los cobra?
—No tengo ni idea. La madre superiora, probablemente.
—¿A qué nombre se extienden los cheques?
—A nombre de la orden.
A pesar de que Brunetti le hablaba con una cortés sonrisa, Messini estaba profundamente desconcertado. No entendía nada. Encendió otro cigarrillo, dejando la cerilla al lado del filtro vertical.
—¿Cuántos miembros de la orden trabajan para usted,
dottore
?
—Eso tendrá que preguntarlo a mi contable. Yo diría que unas treinta monjas.
—¿Cuánto se les paga? —Antes de que Messini pudiera volver a invocar al contable, Brunetti repitió la pregunta—: ¿Cuánto se les paga?
—Yo diría que unas quinientas mil liras mensuales.
—O sea, aproximadamente una cuarta parte de lo que cobraría una enfermera.
—La mayoría no son enfermeras —replicó Messini—. Son auxiliares.
—Y, tratándose de miembros de una orden religiosa, supongo que no tendrán ustedes que pagar seguros sociales.
—Comisario —dijo Messini por primera vez con irritación en la voz—, puesto que usted ya lo sabe todo, no veo de qué puede servirle tenerme aquí contestando preguntas. Además, si va a seguir por ahí, creo que será mejor que esté presente mi abogado.
—Sólo una pregunta más,
dottore.
Y le aseguro que no es necesaria la presencia de su abogado. Yo no pertenezco a la
Guardia di Finanza
ni a la
Guardia di Frontiere.
A quién contrate usted ni cuánto les pague no me interesa.
—Pregunte.
—¿Cuántos pacientes le han dejado dinero a usted o a la residencia?
Aunque sorprendido por la pregunta, Messini respondió rápidamente:
—Tres, si mal no recuerdo, y en todas las ocasiones he renunciado al legado. Procuro desterrar esa práctica. Si alguna vez me he enterado de que un paciente tenía esa intención, he hablado con sus familiares para que lo disuadieran.
—Muy generoso,
dottore,
y hasta altruista.
Messini estaba cansado de juegos, por lo que dijo la verdad, y la dijo ásperamente:
—Quien dijera tal cosa sería un idiota. —Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó—. Imagine el efecto. Si eso trascendía, a la gente le faltaría tiempo para sacar a sus familiares de nuestros centros y llevarlos a otro sitio.
—¿Adonde fue a parar el dinero de esos legados a los que renunció?
—No tengo ni idea.
—¿Podría haber ido a manos de alguna otra persona de la residencia?
—A nadie de mi personal. Del seglar por lo menos. Es causa de despido fulminante.
—¿Y al religioso?
—Han hecho voto de pobreza. Por lo menos, las mujeres.
—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Podría darme el nombre de una de esas personas a las que disuadió? Es decir, de sus familiares.
—¿Qué piensa hacer?
—Llamarles.
—¿Cuándo?
—En cuanto usted salga,
dottore.
Antes de que pueda llegar a un teléfono.
Messini ni se molestó en mostrarse ofendido.
—Caterina Lombardi. Su familia vive en Mestre. Su hijo se llama Sebastiano.
Brunetti tomó nota. Levantando la mirada dijo:
—Me parece que eso es todo,
dottore.
Gracias por su tiempo.
Messini se levantó pero no tendió la mano. Sin decir nada, cruzó el despacho y salió. No dio portazo.
Antes de que Messini tuviera tiempo de salir de la
questura
y usar su teléfono móvil, Brunetti ya había hablado con la esposa de Sebastiano Lombardi, quien confirmó que Messini les había sugerido que convencieran a la madre de su marido para que no cambiara el testamento a favor de la residencia. Antes de colgar, la
signora
Lombardi hizo grandes elogios del
dottor
Messini y de la atención humana y afectuosa que dispensaba a sus pacientes. El asentimiento de Brunetti fue tan efusivo como falso. En esta nota terminó la conversación.
Brunetti decidió pasar el resto de la tarde en la Biblioteca Marciana, y salió de la
questura
sin preocuparse de decir adonde iba. Antes de graduarse en Derecho por la Universidad de Padua, Brunetti había hecho tres años de Historia en Cà Foscari, donde había tenido ocasión de hacerse un documentalista competente, por lo que se movía con tanta soltura por los catálogos de la Marciana, como por los tortuosos pasillos del Archivio di Stato.
Mientras subía por la Riva degli Schiavoni, divisó a lo lejos la biblioteca de Sansovino y, como solía ocurrirle al contemplar su atrevida arquitectura, sintió que se le ensanchaba el corazón. Los grandes constructores de la Serena República, que sólo disponían de la fuerza de los brazos del hombre, habían conseguido obrar semejante milagro con balsas, cuerdas y poleas. Entonces pensó en los horrendos edificios con los que los venecianos de hoy desfiguran su ciudad: el hotel Bauer Grunwald, la Banca Cattolica, la estación del ferrocarril, doliéndose, y no por primera vez, de los estragos que causa la codicia humana.
Bajó por el último puente, salió a la Piazza y su tristeza de disipó a la vista de una belleza que sólo el hombre puede crear. Un viento de primavera jugaba con las grandes banderas que flameaban delante de la Basílica, y Brunetti sonrió al ver cómo el león de San Marcos, rampante en su campo escarlata, imponía más que las tres franjas paralelas de Italia.
Cruzó la Piazza, pasó bajo la Logetta y entró en la biblioteca, un lugar en el que no se veía ni a un turista, lo cual no era uno de los menores de sus muchos atractivos. Pasó entre las dos grandes estatuas, mostró su
tessera
en la ventanilla de recepción y entró en la sala. Buscó «Opus Dei» en los catálogos principales y, al cabo de un cuarto de hora, tenía referencias sobre cuatro libros y siete artículos de varias revistas.
Cuando mostró la lista a la bibliotecaria, ella sonrió, dijo que se tardarían unos veinte minutos en recopilar el material y le invitó a tomar asiento. Él, caminando en silencio por aquel lugar en el que hasta volver una página podía ser una intrusión, se instaló en el extremo de una de las largas mesas. Mientras esperaba, abrió uno de los tomos de la Biblioteca Clásica Loeb completamente al azar y pasó la mirada por el texto latino, curioso por averiguar si algo recordaba de esta lengua. Eran las cartas de Plinio el Joven, en las que Brunetti empezó a hojear lentamente, buscando la que describía la erupción del Vesubio, en la que había perdido la vida el tío del autor.
Brunetti iba por la mitad del relato, admirándose de la poca atención que el autor dedicaba al que había llegado a considerarse uno de los mayores acontecimientos del mundo antiguo y de los muchos conocimientos que conservaba él de la lengua de aquel mundo, cuando se le acercó la bibliotecaria y dejó a su lado un montón de libros y revistas.
Él le dio las gracias con una sonrisa, devolvió a Plinio a su polvoriento retiro y concentró la atención en los libros solicitados. Dos de ellos parecían ser opúsculos de propaganda escritos por miembros del Opus Dei o, cuando lo menos, personas bien predispuestas hacia la organización y sus objetivos. Brunetti estuvo leyéndolos por encima, hasta que su entusiasta retórica y sus constantes alusiones a la «santa Obra» empezaron a irritarlo. Los otros dos eran de carácter más crítico y, quizá por ello, también más interesantes.
El Opus Dei, fundado en España en 1928 por don José Maria Escrivá, un sacerdote con pretensiones aristocráticas, tenía por objeto recuperar para la Iglesia católica la influencia política. Uno de sus fines declarados era el fomento de los principios cristianos y, por ende, del poder cristiano, en el mundo seglar. Con este fin, los miembros de la orden se dedicaban a propagar las doctrinas de la Iglesia en general y de la orden en particular en el lugar de trabajo, el hogar y en la sociedad en que vivían.
Para facilitar esta tarea, la orden se había dotado de una estructura militar, en la que el poder se concentraba en los grados más altos, y utilizaba un léxico semimilitar de su invención que fomentaba un sentimiento de unidad y —Brunetti no lo dudaba— de superioridad. Al parecer, se instaba a los miembros solteros a dar todos sus bienes a la orden, mientras que los casados sólo debían hacer «donaciones». Ahora bien, a todos se les entregaban unos impresos testamentarios que facilitaban el legado de todo su patrimonio a la orden. Cuando Brunetti leyó que, en general, la actividad sexual estaba mal vista, levantó la mirada del texto un momento. Todo se reducía siempre al sexo, el dinero o el poder: les tomas el dinero y les niegas el sexo, y aquí tenías el
quid
del Opus Dei.
La afiliación a la orden era secreta. A pesar de que sus portavoces —todos, hombres— negaban sistemática y categóricamente que esto hiciera del Opus Dei una sociedad secreta, se mantenía cierto hermetismo acerca de sus objetivos y actividades, y no podía hacerse un cálculo exacto del número de socios. Brunetti supuso que se daría la explicación habitual: la existencia de un «enemigo» que tramaba la destrucción de la sociedad… y no digamos, del orden moral universal. A causa del poder político de muchos de sus miembros y también de la protección y apoyo que les ofrecía el actual papa, el Opus Dei ni pagaba impuestos ni estaba sometido a control legal en ninguno de los países en los que se dedicaba a su sagrada misión. De los muchos misterios que envolvían a la sociedad, el de sus finanzas era el más impenetrable.
Brunetti hojeó lo que le quedaba del primer libro, leyendo por encima sus explicaciones sobre «numerarios», «fidelidades» y «electos» y después abrió el segundo. Había bastante especulación, mucha suspicacia, pocos hechos y ninguna prueba. Estos libros parecían poco más que el reverso de la reluciente medalla que presentaban los amigos de la orden: mucha pasión y poca concreción.
Pasó a las revistas, y enseguida vio, con la consiguiente decepción, que todos los artículos habían sido sistemáticamente recortados. Con las revistas en la mano, atravesó la sala principal hasta el escritorio de la bibliotecaria. Dos lectores canosos dormitaban en el linde de los círculos de luz que irradiaban las lámparas de sobremesa.
—En estas revistas faltan hojas —dijo poniéndolas encima de la mesa.
—¿Otra vez los antiabortistas? —preguntó ella con evidente disgusto pero sin sorpresa.
—No; el Opus Dei.
—Mucho peor —dijo la mujer con resignación atrayendo las revistas hacia sí. Todas se abrían por el sitio en que faltaban las hojas. Ella movió la cabeza tristemente ante aquellas mutilaciones implacables.
—No sé si habrá dinero para reponerlas todas —dijo apartando las revistas a un lado suavemente, como deseosa de evitarles más daño.
—¿Esto ocurre con frecuencia?
—Sólo desde hace unos años —dijo ella—. Debe de ser la última forma de protesta. Destruyen todos los artículos que contengan información que les desagrada. Creo que hace años hicieron una película sobre esto, gente que quemaba libros.
—Nosotros, por lo menos, no llegamos a tanto —dijo Brunetti, tratando de infundirle, con una sonrisa, este consuelo mínimo.