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Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Relato

Miedo y asco en Las Vegas (7 page)

—Sí, telefonista, la palabra fue
policial
. ¿Qué más? Eso es todo en realidad, un Especial
Life

El Tiburón Rojo estaba allí fuera en Fremon, donde lo habíamos dejado. Di vuelta hasta el garaje y lo dejé allí… el coche del doctor Gonzo, no hay problema, y si alguno de los empleados tiene un rato, que le de una lavada para mañana. Sí, claro… la factura en la habitación.

Cuando volví, mi abogado estaba en la bañera. Sumergido en agua verde… aceitoso producto de unas sales de baño japonesas que había cogido en la tienda de regalos del hotel, junto con una radio nueva AM/FM que tenía conectada al enchufe de la afeitadora. A todo volumen. Un galimatías de una cosa llamada «Three Dog Night», sobre una rana que se llamaba Jeremías y que quería «Alegría para el mundo».

Primero Lennon, ahora esto, pensé. Luego veremos a Glenn Campbell aullando «¿Adónde se fueron todas las flores?»

¿Adónde, en realidad? En esta ciudad no hay flores, sólo plantas carnívoras.

Bajé el volumen y vi un montón de papel blanco mascado junto a la radio. Mi abogado pareció no enterarse del cambio de volumen. Estaba perdido en una niebla de vapores verdes. Sólo se le veía la mitad de la cabeza por encima de la línea del agua.

—¿Te comiste esto tú? —pregunté, alzando el papel blanco.

Me ignoró. Pero lo supe. Sería muy difícil llegar a él las próximas seis horas. Se había masticado todo el secante.

—Cabrón, hijoputa —dije—. Reza porque haya algo de torazina en el maletín, si no lo vas a pasar muy mal mañana.

—¡Música! —masculló con una risilla—. Más alto. ¡Y el magnetófono!

—¿Qué magnetófono?

—El nuevo. Está dentro.

Cogí la radio y me di cuenta de que era también magnetófono, uno de esos chismes que tienen una unidad de cassette incorporada. La cinta era
Cojín Subrealista
; sólo había que darle la vuelta. Había oído ya toda una parte …a un volumen tal que debía haber llegado a todas las habitaciones en un radio de cien metros, a pesar de las paredes.

—«Conejo Blanco» —dijo—. Quiero un ruido
creciente
.

—Estás listo —dije—. Me voy de aquí a dos horas… Y entonces subirán a esta habitación y te machacarán los sesos con grandes cachiporras. Ahí mismo, en esa bañera.

—Yo me cavo mis tumbas —dijo él—. Agua verde y el Conejo Blanco… Venga, no me obligues a usar esto.

Brotó el brazo del agua, el cuchillo de caza sujeto en el puño.

—Hostias —murmuré.

Y en ese momento, pensé que no se podía hacer nada ya por mi abogado… allí tumbado en la bañera con la cabeza llena de ácido y el cuchillo más afilado que he visto en mi vida, totalmente incapaz de razonar, exigiendo el «Conejo Blanco». Se acabó pensé. He ido ya todo lo lejos que podía con este cabeza hueca. Esta vez es un viaje suicida. Esta vez lo quiere. Está dispuesto…

—Vale, vale —dije, dando vuelta a la cinta y apretando el botón—. Pero hazme un último favor, ¿lo harás? ¿Puedes darme dos horas? Sólo te pido eso… que me dejes dormir dos horas. Sospecho que va a ser un día difícil.

—Por supuesto —dijo él—. Soy tu
abogado
. Te daré todo el tiempo que necesites, a mis honorarios normales: cuarenta y cinco dólares la hora… pero querrás dar algo más a cuenta, me imagino, ¿por qué no dejas uno de esos billetes de cien dólares ahí junto a la radio y te largas?

—¿Vale un cheque? —dije—. Del Banco Nacional de Sierradientes. Allí no necesitarás carnet de identidad para cobrarlo. Me conocen.

—Vale cualquier cosa —dijo él, y empezó a retorcerse al compás de la música.

El baño era como el interior de un inmenso altavoz defectuoso. Nefandas vibraciones, ruido insoportable. Suelo lleno de agua. Separé la radio cuanto pude de la bañera y luego salí y cerré la puerta.

Segundos después, me gritaba:

—¡Socorro! ¡Eh, tú, Cabrón! ¡Necesito ayuda!

Volví corriendo, pensando que se habría cortado una oreja sin darse cuenta.

Pero no… intentaba llegar desde la bañera a la estantería de formica blanca donde estaba la radio.

—Quiero esa radio maldita —bufaba.

Se la quite de la mano.

—¡Imbécil! —dije—. ¡Vuelve a esa bañera! ¡Deja esa radio de una puta vez!

Volví a quitársela de la mano. Estaba tan alta que resultaba difícil saber lo que tocaban a menos que conocieses
Cojín Subrealista
casi nota a nota… que era mi caso, por entonces. Por lo cual supe que había terminado «Conejo Blanco». El punto álgido había llegado y pasado.

Pero al parecer mi abogado no lo entendía. El quería más.

—¡Otra vez! —gritó—. ¡Necesito oírlo otra vez!

Sus ojos eran ahora locura absoluta, no podía centrarlos. Parecía al borde de una especie de orgasmo psíquico totalmente sobrecogedor…

—¡Ponla otra vez! —aullaba—. ¡A todo lo que dé ese trasto! Y cuando llegue esa fantástica nota en que el Conejo se arranca la cabeza de un mordisco, quiero que tires esa maldita radio aquí a la bañera conmigo.

Le miré fijamente, agarrando con fuerza la radio.

—Ni hablar —dije por fin—. Me gustaría mucho meter un aguijón eléctrico de cuatrocientos cuarenta voltios en esa bañera ahora mismo. Pero esta radio
no
. Te haría atravesar esa pared… liquidado en diez segundos.

Luego me eché a reír.

—Me obligarían a
explicarlo
, coño… me someterían a uno de esos interrogatorios tan jodidos para que explicara… sí… los
detalles exactos
. No me apetece nada.

—¡Chorradas! —gritó él—. ¡No tienes más que decirles que yo quería
Subir Más
!

Lo pensé un momento.

—Vale, vale —dije por fin—. Tienes razón. Probablemente sea la única solución.

Cogí la radio grabadora (que estaba aún enchufada) y la puse sobre la bañera.

—Espera que compruebe sí está todo aclarado —dije—. Tú quieres que yo tire este trasto en la bañera en mitad de «Conejo Blanco», ¿no es eso?

Se tumbó en el agua y sonrió agradecido.

—Sí, joder —dijo—. Empezaba a pensar que iba a tener que salir para decirle a una de esas malditas
doncellas
que lo hiciera.

—No te preocupes —dije—. ¿Listo?

Apreté el botón y empezó a alzarse otra vez «Conejo Blanco».

Casi inmediatamente, él empezó a aullar y gemir… otra vez a la carrera por la ladera arriba de aquella montaña, pensando que, ahora, llegaría por fin a la cima. Tenía los ojos cerrados muy fuerte y sólo le sobresalían del agua verde y aceitosa la cabeza y la punta de las rodillas.

Deje que la canción siguiera y busqué entre el montón de pomelos maduros y gordos que había junto al lavabo. El más grande pesaba ochocientos gramos. Agarré aquel cabrón… y justo cuando «Conejo Blanco» llegaba al punto culminante, lo dejé caer en la bañera como una bala de cañón.

Mi abogado lanzó un alarido descomunal, se estiró en la bañera como tiburón detrás de carne, llenando el suelo de agua, mientras luchaba por agarrar algo.

Desenchufé la radio y salí de allí a toda prisa… El aparato seguía funcionando, pero volvía a hacerlo otra vez con su inofensiva batería. Fui oyendo cómo se enfriaba el ritmo mientras cruzaba la habitación, hasta el maletín y sacaba la lata de Mace… justo en el momento en que mi abogado abría de un golpe la puerta del baño e irrumpía furioso en la sala. Aún tenía los ojos extraviados, pero enarbolaba el cuchillo como si estuviese dispuesto a cortar algo.

—¡Mace! —grité—. ¿Quieres de
esto
?

Agité la bomba de Mace ante sus ojos acuosos.

Se detuvo.

—¡Cabrón! —silbó—. Ibas a hacerlo, ¿no?

Me eché a reír, sin dejar de agitar la bomba ante él.

—No te preocupes, hombre, te
gustará
. Qué coño, no hay nada en el mundo como un coloque de Mace… cuarenta y cinco minutos de rodillas con náuseas secas, ahogándote. Te calmará inmediatamente.

Él miraba fijo más o menos en mi dirección, intentando centrar la vista.

—¡Blanco mamón, hijoputa! —mascullaba—. Ibas a hacerlo, ¿no?

—Pero vamos, hombre —dije—. ¡Qué demonios pasa, hace sólo un minuto estabas pidiéndome que te
matara
! ¡Y ahora quieres
matarme
tú a mí! ¡Lo que debía hacer, maldita sea, es llamar a la
policía
!

Se encogió.

—¿La pasma?

Asentí.

—Sí, no hay elección. No me atrevería a dormir estando tú por aquí en las condiciones que estás… la cabeza llena de ácido y queriendo hacerme picadillo con ese maldito cuchillo.

Revolvió los ojos un momento y luego intentó sonreír.

—¿Quién habló de hacerte picadillo? —masculló—. Yo sólo quería grabarte una zeta pequeñita en la frente… nada serio…

Luego, se encogió de hombros y cogió un cigarrillo de encima del televisor.

Yo volví a amenazarle con la lata de Mace.

—Vuelve a esa bañera —dije—. Tómate unas rojitas
[5]
… y procura calmarte. Fuma un poco de hierba, ponte un pincho… cojones, haz lo que
tengas
que hacer, pero déjame dormir un poco.

Se encogió de hombros y sonrió vagamente, como si todo lo que yo había dicho fuese muy razonable.

—Sí, que coño —dijo con vehemencia—.
Necesitas
realmente dormir algo. Mañana tienes que
trabajar
.

Luego cabeceó con cierta tristeza y se volvió hacia el baño.

—¡Maldita sea! ¡Qué mal viaje!

Luego me hizo un gesto de despedida.

—Venga, a descansar —dijo—. No estés levantado por mí.

Asentí y vi como entraba arrastrando los pies en el baño… con el cuchillo aún en la mano, aunque no parecía ya darse cuenta de él. El ácido le había cambiado las marchas por dentro; la fase siguiente probablemente sería una de esas pesadillas infernales de introspección profunda. Cuatro horas más o menos de desesperación catatónica, pero nada físico, nada peligroso. Vi cerrarse la puerta tras él y luego tranquilamente deslicé un pesado sillón de agudos bordes contra la puerta del baño y puse la lata de Mace junto al despertador.

La habitación estaba muy tranquila. Me acerqué al televisor y lo encendí en un canal muerto… ruido blanco a decibelios máximos, una música excelente para dormir, un poderoso silbido constante para ahogar cualquier cosa rara.

8. «LOS GENIOS DE TODO EL MUNDO SE DAN LA MANO, Y UN ESCALOFRÍO DE IDENTIFICACIÓN RECORRE TODO EL CÍRCULO»

ART LINKLETTER

Vivo en un sitio tranquilo, donde un ruido de noche significa que va a pasar algo: te despiertas rápido, pensando ¿qué significa
eso
?

Normalmente, nada. Pero a veces resulta difícil adaptarse a un trabajo urbano cuando la noche está llena de ruidos, todos ellos rutina normal. Coches, bocinas, pisadas… no hay manera de relajarse. Así que lo ahogas todo con el blanco y delicado rumor de un televisor bizco. Pones el chisme entre canales y te duermes apaciblemente…

Ignora esa pesadilla del baño. No es más que otro repugnante refugio de la Generación del Amor, otro lisiado, otro condenado, sin remedio que es incapaz de soportar la presión. Mi abogado nunca ha sido capaz de aceptar la idea (que tan a menudo exponen drogadictos reformados y que es especialmente popular entre quienes están en libertad vigilada) de que se puede subir muchísimo más sin drogas que con ellas.

Claro que en realidad tampoco yo la acepto.

Pero viví una vez muy cerca del Dr…, en la calle…
[6]
Un antiguo guru del ácido que luego pretendía haber dado ese gran salto del frenesí químico a la conciencia preternatural. Una hermosa tarde, durante las primeras embestidas de lo que pronto se convertiría en la Gran Ola del Acido de San Francisco, paré en casa del Buen Doctor con la idea de preguntarle (dado que era ya entonces una autoridad reconocida en drogas) qué tipo de consejo le daría a un vecino que sentía una sana curiosidad por el LSD.

Aparqué allí y subí el camino de grava, deteniéndome en ruta para saludar cortésmente a su mujer, que estaba trabajando en el jardín bajo el ala de un inmenso sombrero segador… una buena escena, pensé: el viejo está dentro preparando uno de sus fantásticos guisos-droga, y ahí vemos a su mujer en el jardín, podando zanahorias, o lo que sea… canturreando además una melodía que no conseguí identificar.

Canturreaba, sí… Pero habrían de pasar casi diez años para que yo identificase de verdad aquella canción: como Ginsberg perdido en el OM, estaba intentando
echarme tarareando
. Porque no era la señora la que estaba allí fuera en el jardín: era el buen doctor
mismo
… y su tarareo una frenética tentativa de impedirme entrar en su conciencia superior.

Intenté varias veces explicarme: era sólo un vecino que venía a pedirle al doctor consejo sobre si era prudente o no engullir un poco de LSD allí en mi choza, al lado de su casa. En fin, yo tenía armas. Y me gustaba disparar… sobre todo de noche, cuando salía una gran llama azul, además de todo aquel ruido… y, sí, las balas, también. Eso no podíamos ignorarlo. Grandes bolas de plomo/aleación volando alrededor del valle a velocidades superiores a los mil doscientos treinta metros por segundo.

Pero yo siempre disparaba a la colina más próxima, o, en caso contrario, a la oscuridad. No pretendía hacer daño; sólo me gustaban las explosiones y procuraba siempre no matar más de lo que pudiese comer.

¿«Matar»? Me di cuenta de que nunca podría explicar claramente esa palabra a aquella criatura que trabajaba allí en su jardín. ¿Habría comido alguna vez carne aquella criatura? ¿Sería capaz de conjugar el verbo «cazar»? ¿Comprendía el hambre? ¿O aceptaría el terrible hecho de que mis ingresos eran aquel año de una media de treinta y dos dólares semanales?

No, no había esperanza de comunicación allí. Pronto me di cuenta de ello… pero no lo bastante como para impedir que el doctor Droga me achuchase canturreando a lo largo de su camino hasta mi coche y luego colina abajo. Olvida el LSD, pensé. Mira lo que le ha hecho a
ese
pobre cabrón.

Así que seguí con el hash y con el ron otros seis meses o así, hasta que me trasladé a San Francisco y me vi una noche en un sitio llamado «El Auditorio Fillmore». Y eso bastó. Un terrón de azúcar gris y BUM. Mentalmente, había vuelto allí, al jardín del doctor. No por la superficie, sino
por debajo de tierra
… brotando a través de aquella tierra delicadamente cultivada como una especie de hongo mutante. Una víctima de la Explosión de la Droga. Un drogadicto nato de la calle, de los que se comen todo lo que les cae en las manos. Recuerdo que una noche en el Matrix entró un viajero con un gran paquete a la espalda gritando: «¿Alguien quiere un poco de L…S…D…? Tengo aquí todo el material. Sólo necesito un sitio para prepararlo».

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