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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (25 page)

Eran jóvenes, hacía calor. Es cierto que Elsa lloró. Sin embargo, sus lágrimas no fueron motivadas por el alivio tras la ausencia, ni, como hubiera querido creer Rodrigo, por su esplendor masculino. Se sentía sola y aturdida, Y también, entre los escombros que de ella quedaban, hormigueaba un sentimiento de culpa; no debía haber dejado solo al abuelo.

La tata estaba en Virto, y ella se había quedado a su cuidado. Si algo le ocurriera, sí durante sus cortas vacaciones de caricias su abuelo se hubiera caído, o si su corazón se hubiera relajado hasta convertirse en una membrana vieja de tambor, la culpa hubiera sido suya, sólo suya. Se apaciguó lentamente, y cuando se vistió ya había recuperado la sonrisa. Contemplaron el cielo violeta sobre los tejados de la ciudad. Graves, sensatas, sonaron ocho campanadas.

Elsa grande le había pedido a la tata la llave del piso que había sido la pensión, primero de los tíos abuelos, luego de los abuelos. La tata la miró por un instante y a continuación buscó un juego de llaves, muy despacio.

—¿Piensas trasladarte allí?

—No, tata.

—Bueno —reflexionó ella—. Total, es cruzar la calle. Podría pasar a limpiar cada mañana.

Elsa grande sonrió y besó a la tata. Ella le tendió el llavín, apresado en una argolla de alambre.

—¿Hemos hecho algo que te disgustara?

—No, tata. No digas eso, por favor. Me avergüenzo de que lo pienses. Es que quiero ver la pensión. Nunca he estado allí.

—La encontrarás llena de polvo, porque hace algún tiempo que no vamos.

Se asomaron las dos. Allí, en el tercero de la casa de enfrente, estaba la pensión. Se veía el balcón minúsculo, con dos tiestos rojos sin plantas.

—Menudo capricho —dijo la tata, moviendo la cabeza.

—¿Por qué no vive nadie allí?

—Porque una pensión es muy esclava. Tienes que vivir y dormir allí constantemente. La gente no se quiere atar a nada ya.

—Pero podría reformarse como un piso normal y venderse…

—Tu abuelo y yo estamos ya muy viejos para esas cosas.

Elsa grande calló. Se metió las llaves en el bolso y sacó una copia de las que le interesaban. Luego pensó que si hubiera sido un muchacho, el abuelo, la propia tata, se hubieran encargado de facilitarle que viera a su novia. Se avergonzó de recurrir a mentiras para conseguir un lugar tan escasamente romántico como la pensión abandonada, pero continuó con el plan. Incluso se asomó desde la pensión y saludó por la ventana a la tata, que estaba en la casa. Luego le devolvió las llaves muy ostentosamente.

Rodrigo marchó para Duino al día siguiente de la llamada de Elsa. Mientras viajaba en el tren, leía el periódico, lo abandonaba, se levantaba para ir al vagón donde se hallaba la cafetería y regresaba luego. Pensaba en qué le diría. ¿Qué pretendería ella con aquella visita? ¿La guiaba únicamente la soledad, o buscaba presionarle? Tal vez él se hubiera equivocado y debieran casarse, y buscarse una vida distinta de la que habían planeado. No se podía controlar todo, no se podía restringir la vida en cajas y proyectos. Eso, al menos, era lo que le decía continuamente Blanca.

Desde que Elsa grande había dejado Desrein, ellos dos, Blanca y Rodrigo, se veían mucho. Habían olvidado su mutua enemistad, y quedaban en alguna cafetería para consolarse hablando de Elsa. De pronto se habían dado cuenta de que no tenían amigos, ni confidentes, ni siquiera compañeros que los escucharan. No tenían más que a Elsa. Y ahora, ni siquiera a Elsa.

—Ayer llamó —explicaba Rodrigo—. Dice que hace muchísimo calor, y que no encuentra nada que ponerse.

—Pobrecita —respondía Blanca—. Debe de ser verdad; este verano ni siquiera hemos ido de compras.

Rodrigo tomaba con calma su café. Blanca solía acompañarlo con algún bollito, o un bocadillo en miniatura.

—Se aburre. Piensa que tal vez haga algún pequeño viaje para distraerse, unos días al mar, o al campo, con sus padres.

—Tal vez hubiera sido más sensato que se hubiera ido con Antonio.

—¿Tan lejos?

Blanca no sabía qué decirle.

—Antonio no iba a controlarla como hace un abuelo. Hubo poco tiempo… incluso podría haber mirado algún curso, algo en el extranjero, para aprovechar la ausencia y no estar mano sobre mano.

—Sí… —reconocía Rodrigo—. No hubiera sido mala idea.

—Yo no lo soportaría —dijo, al fin, Blanca—. Hace falta calma y serenidad para afrontar esas cosas.

—No puede ser tan terrible. Al fin y al cabo, salvo regresar a Desrein, puede hacer lo que le plazca.

—¿Sabes qué sería lo único que yo tendría en la cabeza?

Rodrigo sonrió.

—Regresar a Desrein.

Fue Blanca la que llamó primero, y Rodrigo accedió con cierta prevención. Tenía a Blanca por la modalidad de artista exagerada, de las que cambiaban a cada trimestre. Elsa grande le había hablado de su generosidad ambigua; Blanca era capaz de dejarle un jersey o de renunciar a un hombre que le gustaba con la misma facilidad, si ella se lo pedía. Pero exigía la misma devoción. Elsa se sentía en desventaja.

—Temo que algún día me pida algo que yo no esté dispuesta a dejarle —le confesó a Rodrigo.

—¿Como qué?

Elsa grande rió.

—Como tú, por ejemplo.

—No seas absurda —dijo él, disgustado.

—No sería tan absurdo. A veces pido que Blanca encuentre algo lo suficientemente valioso como para negarse a dejarlo. Eso la convertiría en humana.

—Blanca no es muy humana, que digamos.

—No seas malo, Rodrigo. Es mi mejor amiga.

De modo que cuando Blanca llamó a Rodrigo, él imaginó algo turbio.


Ya está
—pensó—.
Definitivamente, me he convertido en jersey.

Pero cuando Blanca le confesó sus temores, sus agobios con el estudio y, sobre todo, la tremenda añoranza de Elsa, firmaron su alianza. Cuando terminaban el café, y se sentían un poco mejor, más aliviados y ligeros, se despedían amablemente. Eso era todo.

Cuando Elsa grande le pidió que fuera, Rodrigo llamó a Blanca. Era ya tarde, y la madre de Blanca, su celosa guardiana, le habló con desconfianza antes de pasársela.

—¿Estabas dormida?

—No… no hagas caso a mi madre. ¿Qué pasa?

—Mañana me marcho a Duino a ver a Elsa. ¿Quieres que le diga algo, o que le lleve algo de tu parte?

Blanca se espabiló inmediatamente.

—Llevar… hmmmm… creo que nada… tendría que pensarlo… Dile… dile que me acuerdo mucho de ella… que ya sabe que soy muy perezosa para responder a sus cartas… pero que pienso en ella todo el tiempo. Y que si… si necesita algo…

—Si te acuerdas de algo que haya que llevarle, llámame mañana por la mañana.

¿Qué podría enviarle Blanca? ¿Unas fotografías bruscas y desabridas, unos años más de vida, una pulsera de hilos descolorida que le regalaron en Lorda?

—No… creo que no me acuerdo de nada.

En el tren, Rodrigo daba vueltas a su declaración. Tal vez fuera mejor que aguantaran un poco más la situación. En el fondo, Rodrigo no pensaba que Elsa grande corriera un peligro real. Pensaba que las cosas se habían sacado de quicio, y que, aunque nunca estaba de más prevenir, sus padres y la propia Elsa exageraban. Dos meses, tres meses, como mucho, y todo volvería a la normalidad.

Pero la llamada le había asustado. El miedo había cumplido con su labor de zapa, y Elsa grande se derrumbaba como un castillo de arena cuando la marea se le acercaba. Nada iba a ser normal de ahí en adelante. Rodrigo se había engañado al pensar así. Aun en el mejor de los casos. Él podría reponerse, en su banco, con su trabajo metódico y seguro. Elsa no. No, pese a su falsa capa de frialdad y control. Había olvidado a la auténtica Elsa. Había olvidado, en tan poco tiempo, muchas cosas de Elsa.

Llegaría y le diría, simplemente:

—Aquí estoy.

Y ella contestaría:

—Has venido a por mí.

Y él diría:

—Por supuesto que he venido a por ti.

Y ella, reclinando la cabeza sobre su pecho, murmuraría:

—Creí que me habías olvidado… que me habías abandonado.

Y él, estrechándola entre sus brazos, replicaría:

—¿Cómo pudiste creer eso de mí?

Por supuesto, las cosas no salieron así. Las cosas raramente salían como Rodrigo las planeaba.

—Cuando llegué a Duino —le contó Elsa grande, abrazada a él, acurrucados los dos sobre unas mantas— pensé que sería una buena oportunidad para conocer a mi abuelo. Yo le prepararía un cafétito caliente por la tarde
,
él me contaría cómo era mi padre de niño… esas cosas.

Rodrigo inspeccionaba con curiosidad la pensión vacía. El papel de las paredes, con grandes dibujos granates, estaba pasado de moda, y sólo quedaban unos pocos muebles cubiertos con sábanas viejas. Algunos bultos tenían formas curiosas: un espejo medio derrumbado, que comenzaba a picarse; una alfombra enrollada y atada con dos cuerdas; una jaula vacía en el balcón, junto a los dos tiestos; un bicho que parecía una garduña disecada; varias estampas sentimentales enmarcadas en las paredes. Restos de un naufragio.

—¿Y no lo has conseguido?

Elsa negó con la cabeza.

—Mira —señaló—, la tata tenía razón. Aquí estaba la muñeca con el pelo de verdad. —Luego respondió a la pregunta—. Este verano el abuelo cumplirá ochenta y cinco años, y se preocupa más por cómo celebrarlo que por lo que ocurrió en su juventud. A veces se acerca a mi cuarto. Me pregunta qué hago. Luego se vuelve al salón. No conozco a ningún anciano a quien no le guste contar sus batallitas. Cuando cuidaba a los de la residencia, se peleaban porque los escuchara. Mi abuelo no. ¿Sabías que luchó en el frente del Besra?

Rodrigo observaba a través de la ventana el piso en el que vivían Elsa, la tata y el abuelo. En el balconcito colgaban unas enredaderas verdes, sin flores, resistentes al calor. Ninguna huella hacía pensar que fuera una casa distinta, una casa con los muebles recién pintados y unos cuadros que no terminaban de cuajar.

—Como lo oyes, Veterano del Besra. Y nunca se refiere a ello. Si yo le pregunto, si trato de sonsacarle…

Las palabras se perdían en el techo alto y desnudo de la vieja pensión. Junto a la bombilla que pendía, sin tulipa, Rodrigo descubrió un desconchón.
Ven conmigo,
le hubiera gustado decir.
No existo si no me das tú la luz, Elsa, no sé ni por dónde caminar si no te tengo cerca. He perdido el humor, y no me concentro en otra cosa que no sea que llegúe la noche para charlar un momento contigo.
Carraspeó.

—La gente mayor se vuelve maniática —fue todo lo que dijo.

Elsa grande le acompañó de nuevo al tren. Se besaron en el andén, y dos jubilados que hacían tiempo allí sonrieron.

—Si quieres, me quedo.

Elsa negó.

—No. ¿A qué te vas a quedar? No haces nada aquí.

—Voy a hablar con mi jefe. Le pediré un traslado aquí.

Elsa grande le cogió la cara entre las manos.

—No, no. Tú no quieres venir a Duino. Eso sería rendirse y aceptar que esta situación durará más de la cuenta. Sigue en tu puesto, y no te preocupes por mí. Cuando termine el verano regresaré a Desrein. Si veo que no me llaman, si todo está tranquilo, nos olvidaremos de todo este asunto.

—¿Estás segura? —le preguntó Rodrigo, después de una pausa.

—Sí. No pasará nada. Se habrán cansado de mí, o ya habrán descubierto que yo no soy mi prima. —Se inclinó un momento para colocarse bien la tira de la sandalia—. Es curioso. ¿Recuerdas todos nuestros planes, aquel mundo de seguridad que habíamos construido, y cómo mis padres, y Antonio y Blanca, se burlaban de él? Me da miedo comprobar lo fácilmente que ha desaparecido. Ha volado. Aquí no me sirve de nada la familia, ni los amigos, ni las palabras de apoyo de la policía. Es mi vida. Veo que esa vida que yo quería dedicar al arte, a formar una familia, a convertirla en algo de provecho, me la pueden arrebatar sin permiso, chasqueando los dedos.

—No pienses en eso.

—No pienso en eso. Vivo en eso.

Rodrigo se encaró de nuevo con ella.

—Te lo pregunto otra vez, y piénsalo bien antes de responder. ¿Quieres que me quede contigo?

Elsa sonrió. Le habían aparecido unas arruguitas extrañas en torno a los ojos; pudiera ser que fueran solamente del cansancio.

—No. Vete. Llámame cuando llegues.

Rodrigo regresó con un agotamiento enorme, como si hubiera terminado una expedición terrible a algún continente desconocido. Se había olvidado de muchas cosas. No le había dado recuerdos de Blanca, no le había dicho que había hablado con Antonio hacía unos días…

No le había pedido que se casara con él.

Elsa grande le retuvo hasta el último momento. Estaba casi segura de que se lo pediría. Conocía bien a Rodrigo, su manera de callar las cosas y dar tantas otras por supuestas, y creía que en esta ocasión dejaría de ocultar sus sentimientos y se dejaría llevar por la pena. La pediría en matrimonio. Si no, el aire de precariedad que ella se había preocupado tanto por lograr no serviría de nada.


¿Cómo ha podido resistirse? ¿Cómo me ha podido dejar aquí sola, yo sola con todos los problemas, y regresar tranquilamente a su trabajo mañana por la mañana, como si nada hubiera ocurrido? Y yo que creí que, pese a todo, era un hombre sensible…

Estaba segura de haberse equivocado. No era sensible. Era un monstruo frío y calculador, tal y como sus padres le habían dicho durante tanto tiempo.

Ni la tata ni el abuelo notaron nada distinto, en Elsa grande. La tata acababa de llegar de Virto con nuevas noticias y provisiones frescas. Y el abuelo había sobrevivido perfectamente a la ausencia de Elsa. De hecho, ni siquiera se había percatado de ella. La tata distribuyó los huevos, las verduras y los pasteles. La cena transcurrió en casi completo silencio. Elsa rumiaba su descontento, y el abuelo y la tata no parecían tener mucho que decir.

—Me parece —les dijo la tata cuando recogía los platos, casi con cierta satisfacción— que pronto vamos a tener un entierro.

—¿Quién se muere? —preguntó el abuelo.

—El maestro.

—Pobre hombre.

—Ya no esperaban que llegara a esa edad.

—¿Cuántos años tendrá? —calculó el abuelo—. No pueden ser más de ochenta.

La tata se volvió a Elsa grande, que no había abierto la boca, perdida en sus propios asuntos.

—Ese señor fue el maestro de tu padre, y de casi toda la gente que vive ahora en el pueblo.

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