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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (18 page)

Una vez más, nada.

Se la llevaron, primero al hospital, luego a algún piso protegido en otra ciudad. Carlos y Loreto la vieron marchar desde el balcón, erguida y decidida pese a su aspecto de loca. Dos trenzas le enfilaban el rostro e impedían que el resto del cabello la molestara. Fijaron bien la imagen en el recuerdo, porque, ateridos por el dolor y la sorpresa, no sabían cuándo volverían a verla.

Cuando ya casi habían olvidado todo, cuando les informaban de los progresos de Elsa pequeña, que recuperaba la salud y la proporción de las cosas, y consideraban todo una pesadilla pasada, Carlos recibió en su trabajo la visita de su sobrina Elsa. Surgió de la nada tan rápidamente que ni siquiera le dio tiempo a fingir aplomo ni a quitarse la chapa de identificación. Elsa grande se encaminó hacia él, sin rodeos.

—Me marcho —le dijo—. Esta tarde cojo aquí mismo el autobús. Alguien cree que soy tu hija, y me han amenazado de muerte, ellos sabrán por qué razón. Y yo también quiero saber en qué problemas se ha metido Elsa. Ya que voy a responder por ella, al menos debo conocer sus pasos.

Carlos tardó en comprender. Restó importancia a los hechos, pero Elsa grande no se dejó engañar.

—Han dicho que quieren matarme, y si pueden, lo harán. Yo no voy a juzgarla. A mí me da igual lo que haga mi prima. ¿Qué es? ¿Drogas? ¿Debe dinero por drogas?

—La Orden del Grial —contestó, al fin.

Elsa grande no se sorprendió.

—Algo así imaginaba. ¿Continúa con ellos?

—No. Se escapó. Los ha traicionado.

—Los ha traicionado —repitió ella, sonriendo tristemente—. Al menos, es una buena causa. ¿Dónde vive ahora?


No lo sabemos. La protege la policía.

—Y a mí —añadió, después de una pausa, y su voz sonaba amarga— ¿quién me protege?

Se marchó sin despedida, egoísta con su propia situación. Ni siquiera se fijó en que, pese a las especulaciones dé su madre, Carlos no vestía de traje, ni ostentaba ningún puesto de honor dentro de la estación de autobuses. Ordenaba los turnos de los chóferes, vigilaba que las cosas estuvieran a punto y en su lugar. Llevaba un pantalón azul marino y una camisa a rayas, y una pequeña gorra de hule que se ponía para no ensuciarse de grasa cuando se metía bajo los coches. Pero recordaba aún con cierto rencor los tiempos en los que le vestían como a Miguel: los pantalones cortos de color mostaza, las chaquetas azul marino sobre las camisas blancas.

En poco tiempo, Elsa pequeña cambió mucho: sin pensarlo dos veces, se había cortado el pelo, su hermosa melena nacarada, y había engordado un poco. La habían llevado a Lorda, y más adelante, cuando se sintiera con fuerzas, se había prometido bajar a la playa y tumbarse al sol con los ojos cerrados y el mar cerca de los oídos. De momento, se conformaba con bajar las escaleras y hacer la compra.

En un principio, durante el primer mes, había vivido con otras dos mujeres, una de ellas policía. No dormía durante las noches, se sentía apática, con una debilidad que hacía esperar un ataque de llanto que no llegaba. Se había enterado de que no habían encontrado a nadie en el monte, y de que el chalet había aparecido desierto y limpio, como si hiciera mucho tiempo que nadie pasara por allí. De vez en cuando, sufría algún acceso de pánico. Tenía la sensación de que aquello no era más que otro engaño de los grialistas, de que en cualquier momento la encerrarían de nuevo en el monte y le darían caza.

La otra mujer había escapado también de la secta. Se mostraba muy amable con Elsa, le preparaba el desayuno y se lo llevaba a la cama cuando ella no se encontraba con ganas, y le cortó el pelo cuando se lo pidió.

—¿Cómo te diste cuenta? —le preguntó una vez Elsa.

—Cuando ya no me quisieron. Cuando entraron mujeres más jóvenes en mi Rango y ya nadie me quiso.

La policía las acompañaba de continuo, discreta, silenciosa. Cocinaba muy bien. Tres veces a la semana, Elsa pequeña acudía a un centro de ayuda. Hablaban, enseñaban las marcas y las heridas. Algunas resultaban visibles. Otras habían herido otros lugares, los lugares inaccesibles: la confianza, el cariño, la fe. Lloraban.

Allí fue donde Elsa pequeña se enteró de que otros grupos de la Orden trabajaban con adolescentes, incluso con niños. Los padres no sospechaban nada. Creían que eran un grupo de Tiempo Libre, que se llevaban a los niños de excursiones, al monte, para que observaran de cerca la naturaleza y la vida en libertad. Abejitas, y flores y pajaritos. Irónicamente, los padres habían tratado de alejar de esa manera a sus hijos de la marginalidad y él peligro de las calles.

Aunque profesionales especializados se encargaban de atender a los menores, de vez en cuando alguna adolescente se unía al grupo de mujeres. Todas ellas, jóvenes y mayores, habían padecido abusos y humillaciones, pero en el grupo destacaban dos: una niña con unos ojos verdes bellísimos y aterrados y Elsa pequeña. Las dos habían sido las favoritas, las elogiadas, las niñas mimadas. Dos regalos.

Más adelante, cuando consideraron que Elsa ya podía vivir sola, aunque localizada en todo momento, y bajo unas estrictas normas de seguridad, le plantearon que trabajara en la asociación de víctimas.

—Eres joven, y has sufrido mucho. Pero por eso mismo puedes guiar a otros. Siempre te he creído sensata, y muy inteligente. ¿Por qué no te propones ayudar a quienes están pasando por lo mismo que tú?

(Inteligente, con los pies en la tierra, Elsa. El mundo necesita gente como tú. Sólo mediante el sacrificio conseguimos la sabiduría… la Victoria… el bien y el mal, Elsa. El bien y el mal.)

Elsa pequeña levantó la cabeza.

—No.

—Pero tú te ofreciste… al principio… habías dicho que cuando te encontraras mejor colaborarías con nosotros.

—No.

Durante varios meses la respuesta fue siempre la misma. Estaba harta de historias terribles, de confesiones, de contar a todos una y otra vez un relato repetido. Había llegado a su límite de presenciar horror. Y la mitad de las veces, ni siquiera recordaba con exactitud lo que le había pasado. Las mujeres de la asociación la dejaron en paz. También ellas habían visto demasiados casos.

Entonces su memoria comenzó a recordar los hechos que se había esforzado por enterrar. En vez de las estrellas y la reconfortante seguridad de la tierra bajo su espalda, se le aparecieron en sueños las máscaras grotescas con las que los Caballeros ocultaban sus rostros. En lugar de las cuidadas estancias de la Orden, sintió de nuevo besos que ella no había buscado y, con toda claridad, se vio traída y llevada, como los puros o los licores que se ofrecían al final de las grandes comidas, los obsequios a las autoridades. Se esmeró en recordar el rostro de su Guía, y por primera vez reparó en que era un hombre escurridizo, un hombre que debería ser pintado en verde y negro, con los dedos de una mano ligeramente amarillos de nicotina.

Todas las tardes se sentaba en la terraza, con una taza de café en la mano, y los recuerdos, que al principio acudían tan desordenados y dolorosos, comenzaron a tomar forma. A veces anotaba unas palabras en un cuaderno. Desde su pisito protegido no se veía el mar, pero algunas gaviotas revoloteaban y gruñían, y en los días de viento, llegaba en el aire la sal.

Cuando agotó toda su memoria y se sintió segura de que no podría recuperar ningún detalle, ninguna humillación más
,
se presentó en la asociación. Habían pasado varios meses, su cabello había crecido de nuevo.

—Quiero ir a por ellos. Pero no pienso quedarme aquí, presenciando en otras muchachas lo que me hicieron a mí. Quiero que paguen un ojo por el ojo que me arrancaron. Estoy dispuesta a declarar contra ellos.

La mujer que había compartido piso con ella no salía de su asombro.

—Nadie se atreve a continuar los casos. Se han desestimado la mayor parte de ellos. Y ya sabes que esta gente no repara en nada… ¿Vas a correr el riesgo de exponer así tu vida?

—Mi vida está ya destrozada. Me la destrozaron a conciencia. Aquí está todo. Todo lo que recuerdo.

Elsa pequeña colocó una bolsa sobre la mesa; había logrado llenar de notas nueve cuadernos. El resto, las pequeñas infamias y los grandes dolores, permanecían en un lugar más seguro, en el mismo lugar de las heridas que no sanarían.

Tardaron aún cuatro meses en presentar cargos contra la Orden. Gran parte del tiempo se les fue en inventar argumentos convincentes que atrajeran a más testigos. Se encontraron con demasiados secretos, demasiadas historias no contadas que no deseaban ser reveladas. Luego, no muy convencidos de su cruzada, como si hubieran llegado a creer en la invulnerabilidad de sus ene-migos, se lanzaron a la batalla.

El bien y el mal. Una mujer rubia, frágil, un regalo para cualquier hombre. La lucha había comenzado.

Elsa pequeña, que en sus días normales hubiera dado cualquier cosa por mantener la calma, por no vivir en un constante fluir de emociones y dudas, de confusión y debilidad, pidió permiso para dirigirse, antes del juicio, a los pocos testigos que habían conseguido, que en la sala que les habían asignado parecían tan indefensos.

—La vida no es, como nos han enseñado, una página escrita que nos aguarda. Cada día, a cada momento, escogemos lo que somos, lo que sentimos y lo que creemos. Nuestras palabras y nuestros hechos no son otra cosa que elecciones. Yo escogí moverme en la delgada línea que separa el bien del mal, y cerré los ojos. Entregué a otros mi vida y permití que ellos decidieran qué sería yo.

Tomó aire. En la sala callaron, con los nervios súbitamente aplacados.

—Y ahora, cuando he abrazado esta cruzada, comprendo que hace mucho que debía haber escogido. Si entretanto, si antes dé tomar la decisión de marchar contra esta gente, me hubiera muerto, ¿qué recuerdo hubiera quedado de mí? ¿Quién hubiera recordado a Elsa? El miedo me impidió siempre arriesgarme. Veía el bien, veía el mal, contemplaba cómo el mal al que los demás me sometían me devoraba y me destruía poco a poco, pero callaba. Aún no sabía elegir.

Continuó hablando, y las familias, los cruzados, los dos policías que la escoltaban hasta los juzgados se miraron y sonrieron. Se daban por aludidos. Ellos eran quienes, muchas veces por la fuerza, arrancaban a gente como Elsa de las garras de la Orden. Luego, los pensamientos se dispersaron, y se dirigieron a la comida, al tiempo que duraría el juicio. A cómo besaría Elsa, cómo cerraría los ojos cuando se inclinara sobre la cama. Otros pensamientos. Era lo que ocurría siempre cuando una muchacha bonita hablaba durante tanto tiempo

Y así había sido toda la vida. Tampoco nadie había prestado mucha atención a Antonia en la pastelería. Ni a Elsa grande cuando juraba y perjuraba que deseaba dedicarse a la pintura. En realidad, nadie escuchaba a nadie.

Una semana más tarde, después de aquel emotivo discurso de Elsa pequeña, Elsa grande recibió la primera carta en blanco. Así había comenzado su pesadilla.

Nadie se imaginaba que unos caballeros, con sus capas, sus cotas de malla y sus armaduras, pudieran hacer daño a unas mujeres. O a unos niños. Aquello hubiera sido inconcebible en las películas que Esteban y Antonia iban a ver. Lo que era más, los caballeros enmascarados ocultaban siempre a un rey destronado, a un paladín especialmente generoso, a un joven heredero que regresaba para recuperar su reino. Había un caballero y una dama, y todos sabían que, ocurriera lo que ocurriera, terminarían juntos.

En esas historias el malvado se limitaba a desear a la heroína de lejos, cortésmente, o, todo lo más, a besar sus manos con pasión. Eso era todo. Ni noches de insomnio, ni cacerías en el monte, ni drogas, ni siniestros robos. Nadie estaba preparado para desconfiar de unos caballeros.

Tal vez por eso la mayor parte de los medios de comunicación que habían confirmado su existencia ni siquiera aparecieron cuando comenzó el juicio contra la Orden. Elsa pequeña y los miembros de la asociación que la respaldaban se vieron solos y sacaron fuerzas de flaqueza.

—Da igual —decidieron—. Es mejor así. Cuanto antes podamos regresar a nuestras vidas, mejor.

El público, por lo tanto, continuó preocupado por el fútbol, por los escándalos que protagonizaba fuera de la pantalla una actriz a la que se le habían pasado los años de esplendor y porque la sequía parecía regresar.

Sin embargo, para los grialistas aquel juicio supuso una estocada en el costado. Nadie había dado tantos nombres, ni había reconocido sin asomo de duda a sus miembros. Aquella muchacha no dudaba; parecía poseída. La secta se tambaleó. —¿Quién la introdujo?

—No lo sé…

—Entérate.

Los hombres que hablaban pedían a gritos que se les hiciera un retrato en verde y negro, los colores propios de los intrigantes, de los seres sin escrúpulos, de los sepultureros.

—Ni siquiera sé de dónde ha salido.

—Vivía en Desrein. Ya tienes de dónde ha salido. Ahora busca el resto.

Lo hicieron. Sólo que había dos Elsas. Y que una, la que buscaban, ya no vivía en Desrein.

Elsa pequeña se tomó todo el proceso con filosofía. La aterraba pensar que sus padres pudieran estar allí, en primera fila, escuchando sus penas. Su madre, con las lágrimas prontas. Su padre, los ojos azules fijos en ella. Como cuando era pequeña y se debía enfrentar a alguna trastada, a la consecuencia de algún capricho. Sé sintió mejor arropada por las familias de las otras víctimas.

Se había enfrentado siempre sola a sus problemas. Si su madre la llevaba de la mano a la escuela, se escapaba corriendo y fingía no conocerla. Fingía también no ver a su padre si pasaba frente a la estación de autobuses. A solas soportó sus primeras borracheras, y se tragó las decepciones amorosas. No hacía amigos con facilidad. Se quedaba en un rincón, silenciosa.

Cuando llegó a la adolescencia, se convirtió en un imán para los chicos. Al principio, sus padres intentaron controlarla.

—Con amigas, lo que quieras. Pero…

—¿Pero no puedo tener amigos? —preguntaba ella, con sorna.

—A tu edad no te hacen falta esa clase de amigos.

Elsa pequeña callaba. Nunca se había enfrentado directamente a sus padres. Sólo la llamaban chicas de su clase, y regresaba sola del instituto. Tampoco parecía aficionada a salir los fines de semana, ni suplicaba que le permitieran marchar a excursiones. Era mucho más discreta, más sutil que eso. Más descarada y resuelta. Seducía a los chicos sin esforzarse demasiado, y no se mostraba recatada ni hipócrita. Lo único que le interesaba de ellos era desobedecer a su padre. Iban al parque, a la parte trasera del patio del instituto. Aunque el sitio que Elsa pequeña prefería era el portal de su propia casa.

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