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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo

 

El atractivo Jean-Luc Champollion es el propietario de una galería de arte en París. Acostumbrado a tener éxito con las mujeres, su única ambición es disfrutar de la vida en compañía de hermosas damas y de Cézanne, su adorado perro dálmata.

Un día, Jean-Luc recibe una misteriosa carta de amor… sin remitente. Intrigado, acepta el juego que le propone la desconocida y, sin pensárselo dos veces, inicia con ella una deliciosa correspondencia por email.

Por supuesto, lo único que quiere es descubrir la identidad de esa mujer que tantos detalles conoce de su vida y a la que nunca ha visto en persona… ¿o tal vez sí?

Evidentemente, el destino tiene otros planes…

Nicolas Barreau

Me encontrarás en el fin del mundo

ePUB v1.0

Crubiera
30.10.12

Título original:
Du findest mich am Ende der Welt

Nicolas Barreau, 2012.

Traducción: Carmen Bas Álvarez

Diseño/retoque portada: Christina Krutz/María Jesús Gutiérrez

Editor original: Crubiera (v1.1)

Agradecimientos: Enylu, Mística y Natg

Corrección de erratas: Mística y Enylu

ePub base v2.0

A veces se ve algo cien, mil veces

antes de verlo de verdad por primera vez

C
HRISTIAN
M
ORGENSTERN

1

Mi primera carta de amor acabó en una catástrofe. Yo tenía entonces quince años y cada vez que veía a Lucille casi me desmayaba de amor.

Llegó a nuestro colegio poco antes de las vacaciones de verano, una criatura de otra galaxia. Incluso hoy, muchos años después, me parece que tenía una magia especial cuando apareció por primera vez delante de toda la clase, con su vaporoso vestido azul cielo sin mangas y su largo pelo rubio enmarcando su carita con forma de corazón.

Estaba muy tranquila, muy estirada, sonriendo, la luz pasaba a través de ella, y nuestra profesora, madame Dubois, paseó la mirada por la clase con gesto examinador.

—Lucille, de momento puedes sentarte al lado de Jean-Luc, hay un sitio libre —dijo finalmente.

Se me humedecieron las manos. Un ligero murmullo recorrió la clase y yo miré a madame Dubois como si fuera el hada buena del cuento. Pocas veces he tenido en mi vida esa sensación que solo se puede experimentar cuando la felicidad te invade de forma totalmente inmerecida.

Lucille cogió su cartera y llegó casi levitando hasta mi banco, y yo agradecí de todo corazón a mi compañero Étienne que hubiera sido tan previsor de sufrir una complicada fractura de huesos en el brazo justo hacía solo unos días.


Bonjour, Jean-Luc
—dijo Lucille con mucha educación. En realidad eran las primeras palabras que pronunciaba, y la mirada franca de sus ojos claros, azules como el mar, cayó sobre mí con el peso de una nube.

Con quince años yo no sabía que las nubes pesan toneladas, y cómo iba a imaginármelo cuando flotaban en el cielo tan blancas y ligeras como el algodón de azúcar.

Con quince años yo no sabía demasiado.

Asentí, sonreí, e intenté no sonrojarme. Todos los demás nos miraron. Sentí que la sangre se me acumulaba ardiendo en las mejillas, y oí que los demás chicos se reían con disimulo. Lucille me sonrió como si no hubiera notado nada, lo que le agradecí un montón. Luego se sentó con toda naturalidad en el sitio que le habían adjudicado y sacó sus cuadernos. Amablemente, me eché un poco a un lado. Estaba casi sin respiración y mudo de felicidad.

La clase comenzó, y de ese día solo recuerdo una cosa: la chica más guapa de la clase estaba sentada a mi lado, y cuando se echaba hacia delante y se apoyaba en los brazos yo podía ver la pelusilla suave y clara de sus axilas y un trocito diminuto de la piel blanca y delicada que llevaba hasta su pecho, oculto bajo el vestido azul cielo.

Los días siguientes fueron un loco torbellino de felicidad. No hablaba con nadie, me iba a dar largos paseos por la playa de Hyères, la pequeña ciudad en el extremo sur de Francia donde nací, y lanzaba mis sentimientos desbordados por encima del mar. En casa me encerraba en mi habitación y escuchaba música a todo volumen hasta que mi madre aporreaba la puerta y me preguntaba a voz en grito que si me había vuelto loco.

¡Sí, estaba loco! Loco de la forma más bella que se puede imaginar. Loco en el sentido de loco. Nada estaba ya en el mismo sitio, yo el que menos. Todo era nuevo, diferente. Con la ingenuidad y el apasionamiento de un quinceañero, comprobé que ya no era un niño. Pasaba horas y horas delante del espejo, me estiraba y me observaba con mirada crítica desde todos los ángulos para ver si se notaba.

Representaba imperturbable miles de escenas que mi febril imaginación creaba y que acababan siempre de la misma forma: con un beso en la roja boca de cereza de Lucille.

De repente apenas podía esperar por las mañanas el momento de ir al colegio. Llegaba un cuarto de hora antes de que el conserje abriera la enorme puerta de hierro con la infundada esperanza de encontrarme a solas con Lucille. Ni una sola vez llegó ella tan pronto.

Recuerdo que un día, en clase de matemáticas, dejé caer el lápiz siete veces debajo del banco solo para acercarme un poco más a mi amada, para rozarla como sin querer, hasta que ella, reprimiendo una risita, apartó sus pies y sus delicadas sandalias para que yo pudiera coger lo que simulaba estar buscando.

Madame Dubois me lanzó una severa mirada por encima de sus gafas y me regañó por no concentrarme. Yo me limité a sonreír. ¿Qué sabía ella?

Unas semanas después vi una tarde a Lucille delante de la librería con dos chicas de las que ya se había hecho amiga. Se reían y agitaban pequeñas bolsas de plástico blancas en la brisa de verano.

Luego, como por una maravillosa casualidad, se despidieron y Lucille se quedó un rato delante del escaparate mirando los libros. Yo metí las manos en los bolsillos del pantalón y me acerqué despacio hasta ella.

—Hola, Lucille —dije con la mayor naturalidad posible, y ella se volvió sorprendida.

—¡Oh, Jean-Luc, eres tú! —contestó—. ¿Qué haces aquí?

—Pues… —Jugueteé con la punta de mi zapatilla derecha en el suelo—. Nada especial. Solo estoy dando una vuelta.

Me quedé mirando su pequeña bolsa blanca, pensando con desesperación qué era lo próximo que podría decir.

—¿Te has comprado un libro para las vacaciones?

Ella sacudió la cabeza, y su largo pelo brillante revoloteó en el aire como finos hilos de seda.

—No, papel de carta.

—¡Ajá! —Mis manos se cerraron dentro de los bolsillos del pantalón—. ¿Te gusta… eh… escribir cartas?

Ella se encogió de hombros.

—Sí, mucho. Tengo una amiga que vive en París —dijo con una pizca de orgullo.

—¡Oh, qué bien! —tartamudeé, estirando los labios con gesto de aprobación. Para un niño de provincias París estaba tan lejos como la luna. Y, además, en ese momento yo no sabía que alguna vez yo viviría allí y, como galerista no del todo fracasado, pasearía por las calles de Saint-Germain como un verdadero hombre de mundo.

Lucille me miró ladeando la cabeza y sus ojos azules lanzaron destellos.

—Aunque me gusta más recibir cartas —dijo. Sonaba como una invitación.

Ese fue el instante que determinó mi hundimiento. Miré los ojos sonrientes de Lucille, y durante unos segundos ya no oí nada de su parloteo, pues en mi cerebro iba tomando forma una idea grandiosa.

Le escribiría una carta. Una carta de amor como el mundo no había visto jamás. ¡A Lucille, la más guapa de todas!

—¿Jean-Luc? ¡Eh, Jean-Luc! —Me miró con reproche y frunció los labios—. ¡No me estás escuchando!

Me disculpé y le pregunté si quería tomar un helado conmigo. «¿Por qué no?», dijo, y nos sentamos en la heladería que había en esa misma calle. Lucille estudió con atención la no demasiado larga carta, pasó las hojas adelante y atrás y al final se pidió una Coup Mystère.

Es curioso cómo se recuerdan después todos esos detalles totalmente insignificantes. ¿Por qué se fijan en la memoria esas cosas tan poco importantes? ¿O es que al final tienen una trascendencia que en un primer momento no captamos?

La Coup Mystère, en realidad una pequeña tarrina de plástico rematada en punta con helado de vainilla y nuez y que uno podía coger directamente del gran arcón refrigerado, se servía en los cafés en una elegante copa plateada.

En cualquier caso, todo sonaba mucho más prometedor de lo que era… aunque ¿qué no iba a sonar prometedor esa tarde de verano en la que el aire olía a romero y heliotropo? Lucille estaba sentada ante mí con su vestido blanco, revolvía con la cuchara larga en el helado y dio un gritito de alegría cuando llegó a la misteriosa y fantástica capa de merengue y luego a la bola de chicle roja que había en el fondo.

Intentó pescar la bola de chicle, y terminamos riendo un montón porque el objeto rojo y resbaladizo se escurría una y otra vez de la cuchara, hasta que por fin Lucille metió los dedos en la copa con decisión y se llevó la bola a la boca con un «¡Por fin!» triunfal.

Yo la miraba fascinado. Ese era el mejor helado que había tomado en mucho tiempo, dijo Lucille muy contenta haciendo explotar un gigantesco globo de chicle delante de su boca.

Y cuando al final la acompañé hasta su casa y recorrimos los caminos polvorientos de Les Mimosas uno al lado del otro, yo casi tenía la sensación de que ella ya me pertenecía.

El último día de clase antes de que empezaran las interminables vacaciones de verano le escondí a Lucille una carta en su cartera. El corazón me latía con fuerza. La había escrito con toda la inocente pasión de un chico que se creía adulto y todavía estaba muy lejos de serlo. Había buscado metáforas poéticas para describir a mi amada, había expresado todos mis sentimientos con gran emoción, había utilizado todas las palabras grandilocuentes que existían, le había confesado a Lucille mi amor eterno, había plasmado atrevidas visiones del futuro, y tampoco se me había olvidado una propuesta muy concreta: le pedí a Lucille que en los primeros días de vacaciones viniera conmigo a las Îles d’Hyères, una romántica excursión en bote a la isla Porquerolles de la que yo esperaba grandes cosas. Allí, en la playa desierta, por la tarde, le regalaría un pequeño anillo de plata que el día anterior había comprado con el dinero que conseguí que mi bondadosa madre me adelantara de la paga. Y después —¡por fin!— llegaríamos al beso tan ansiado por mí que sellaría para siempre nuestro amor juvenil e inmortal. Para toda la eternidad.

«Y así pongo mi corazón ardiente en tus manos. Te quiero, Lucille. Por favor, contéstame pronto».

Me había pasado horas pensando cómo acabar la carta. Había tachado la última frase una y otra vez, hasta que ganó mi impaciencia. No, no quería esperar un solo segundo más de lo necesario.

Hoy no puedo evitar reírme cuando pienso en todo aquello. Aunque por mucho que quiera estar por encima de aquel chico enamorado y lleno de entusiasmo, queda una pizca de lástima, debo admitirlo.

Porque hoy soy diferente, del mismo modo que todos cambiamos.

Pero aquel día caluroso de verano que empezó de forma tan alentadora y acabó de modo tan trágico yo rezaba por que Lucille correspondiera a mis sentimientos exaltados. Evidentemente, mis rezos eran de naturaleza retórica. En el fondo de mi corazón estaba absolutamente seguro de una cosa: yo era el único chico de la clase con el que Lucille se había tomado una Coup Mystère.

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