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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (67 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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—La verdad es que casi ha sido mejor, porque no habría sabido qué hacer, te lo digo en serio. Eres fantástica, Malena, increíble.

—Gracias —le dije, sonriendo.

—¿Te imaginas que me hubiera pegado con él? — y soltó una risita aguda, divertida, casi infantil—. Si me roza con uno de esos brazos, me rompe algo, seguro…

Yo me reí con él, en esos momentos era cuando más le quería, ésos eran los momentos que más me dolían cuando me quedaba sola, y le veía exactamente como entonces, un muchacho guapo, sano, listo, incapaz e indefenso, una especie de niño agrandado y contento, satisfecho de su vida y orgulloso de mí, que siempre me acordaba de comprar galletas desprovistas de colorantes dudosos y protegía su entorno de peligros indeseables, la madre ideal, incestuosa, decidida, cariñosa y solícita. Imprescindible.

—De todas formas —añadió luego, estrechándome por el hombro, cuando ya estábamos sentados en el sofá—, lo de ese tío es alucinante.

—Es un gilipollas —asentí.

—No, es un cerdo.

—Y un memo.

—Y además, un cabrón, tu pobre hermana…

—No —dije de repente, sin pensar en el sentido de mis palabras, como si aquel juicio me saliera del alma—, lo que es Germán es un chulo.

Cuando me di cuenta de lo que había dicho, miré a mi marido a la cara. El movía la cabeza afirmativamente, dándome la razón, y por un momento creí que iba a chillar.

—Desde luego —dijo por fin—. Sobre todo eso. Un chulo.

Aquello tenía maldita la gracia, pero sucumbí a un repentino ataque de risa que Santiago no supo interpretar. Cuando se inclinó sobre mí, le devolví un beso que no era para él, y le abracé, y le acaricié como lo habría hecho con cualquiera de los hombres que el destino me había robado. Me dejé arrastrar hasta la cama y follé con pasión auténtica, un veneno que apenas recordaba, sin despegar los párpados ni un solo momento. Al terminar, él me apartó el pelo de la cara y lo reemplazó con una mano tierna y fría.

—Siempre debería ser así —dijo en un susurro—. Hoy he sentido que era distinto. Creo que hoy… hemos hecho el amor de verdad.

Abrí los ojos y encontré su rostro ahí, sobre la almohada, a un par de centímetros del mío. Era él, y no otro, sudaba y sonreía, parecía feliz. Nunca ha nacido nadie tan malvado como para atreverse a arrebatarle el globo de colores que llevaba en la mano.

—Claro —asentí, y le besé otra vez en la boca. Creo que fue entonces cuando decidí que mi hijo nacería.

Estuve a punto de quedarme en casa, porque en realidad no me apetecía nada salir de copas en mi situación de abstemia forzosa, pero Santiago llamó desde la oficina para avisarme de que no podría venir a cenar, y Ernesto insistió tanto, y ponían unas películas tan malas en la tele, y hacía una noche tan deliciosa, una brisa fresca, insólita a mediados de julio, apagando el recuerdo del calor que nos había ahogado durante el día, que al final me puse un traje de chaqueta muy ligero, de lino blanco, que me había comprado en las rebajas esa misma tarde, la americana, cruzada, lo bastante amplia como para disimular de sobra el incipiente abultamiento de mi vientre, y me eché a la calle como si me tirara a una irresistible piscina de agua fría. Cuando salí del portal, tuve la impresión de que el aire estaba cargado de electricidad, pero siempre he sentido algo parecido cuando me zambullo por sorpresa en una noche de verano. Fui andando hasta el lugar de la cita, aunque aquella terraza estaba bastante lejos de mi casa, y cuando vi que Ernesto no estaba solo, tuve nuevamente el presentimiento de que aquella noche iba a pasar algo, y de que, bueno o malo, sería algo extraño, único.

Cuando él se levantó para saludarme, pude distinguir la silueta de su mujer, sentada a su lado. No era la primera vez que la veía. Ultimamente, le había dado por aparecer con ella de vez en cuando, siempre cuando habíamos quedado con más gente, otros profesores de la academia, o un grupo de alumnos suyos, o míos, y entonces jugaba a un juego que me parecía ridículo, coqueteando tímidamente conmigo, nada que fuera escandaloso, mientras ella se cabreaba poco a poco, y cuando llegaba hasta el tope, le daba la espalda para concentrarse en intentar seducir a cualquier jovencito. Diez minutos después, decía que era tardísimo y que al día siguiente tenía que madrugar, y él le daba la razón y se iba con ella, siempre igual, como dos actores condenados a ensayar eternamente el mismo guión. Sin embargo, aquella noche me pareció percibir que su presencia le molestaba, como si al quedar conmigo no hubiera contado para nada con ella, y cuando me presentó a los demás, me lo dio a entender.

—Ya ves, Lucía ha decidido traernos a toda su familia.

Ella me saludó con el cariño típicamente farisaico del que hacía alarde en aquellas ocasiones. Era una mujer bastante atractiva, y quizás podría haber llegado a serlo mucho si no se empeñara en vestirse, y hablar, y maquillarse, y gesticular, como si tuviera veinte años menos. Castaña con mechas rubias, una cara expresiva, los ojos claros como rasgo dominante, estaba muy delgada pero nadie la habría llamado escuálida. Chistosa siempre, ingeniosa sólo de tarde en tarde, la encantaba hacer como que daba la nota, y debía de tener un concepto muy elevado de sí misma, pero yo siempre la había encontrado básicamente anodina.

Completaban el círculo cinco personas, dos parejas y una mujer sola. Esta, me dijo Lucía, era su mejor amiga de la infancia, y estaba en Madrid pasando unos días con ella porque se acababa de separar y todavía no lo llevaba muy bien, de lo que deduje que la habrían abandonado. No llegué a averiguarlo porque en toda la noche no despegó los labios para pronunciar una frase que no fuera yo quiero otro whisky, por favor… Adiviné que otra de las mujeres era su hermana antes de que me la presentara, porque se parecían mucho. El hombre que había a su lado era su marido, y la otra pareja estaba a su vez integrada por un hermano de éste y su mujer. Ellos no se parecían nada, en cambio. En el cuñado de Lucía, que era el mayor, ni me fijé. El pequeño, que tendría bastantes años más que yo, me gustaba. Mucho. Muchísimo, me di cuenta antes incluso de saber cómo se llamaba. Cuando Ernesto me preguntó qué quería tomar, pedí una Coca-Cola. Me miró con extrañeza, y aunque tenía planeado anunciarle que estaba embarazada, me encontré afirmando que había empezado a tomar antibióticos esa misma mañana, y terminé de hablar sin haber llegado a darme cuenta de que le había mentido.

Mi vaso conservaba aún más de la mitad de su contenido inicial cuando él, que se llamaba Javier, se levantó y sin dejar de mirarme nunca, las manos en los bolsillos, dijo que no le apetecía seguir en aquel bar.

—Te hemos estado esperando mucho tiempo —dijo en un tono ambiguo, entre el reproche paternal y la broma—, has llegado muuuy tarde.

Llevaba unos mocasines de piel castaña cosidos a mano y unos vaqueros rojos, casi granates, que dejaban a la vista sus tobillos, huesudos y sólidos al mismo tiempo, morenos. Una camisa blanca de un tejido favorecedor por lo tieso, sin cuello, sólo un botón abierto por debajo del límite que se supone infranqueable para los hombres elegantes, enmarcaba un bronceado muy intenso, casi espectacular para una época en la que los veraneantes del primer turno de vacaciones no habían regresado a la ciudad todavía. Era más alto que bajo, delgado, el pelo negro entreverado de canas, una nariz enorme, las manos a juego, y un culo probablemente estupendo, a juzgar por la curva que marcaba en el perfil del pantalón. Además, me dije para tranquilizarme, cuando me di cuenta de que había empezado a sudar hasta por el borde de las uñas, está casado con una tía muy mona, que le acompaña, y yo estoy embarazada de un hombre más guapo que él. Era verdad, no era tan guapo como Santiago. Pero me gustaba más.

Cuando echamos a andar por el bulevar, se retrasó deliberadamente para emparejarse conmigo, que caminaba sola, con una sonrisa en los labios, pero cuando estaba a punto de conseguirlo, Ernesto le adelantó por la izquierda, me cogió del brazo, y aceleró el paso hasta que nos colocamos en la vanguardia del grupo.

—Lo siento, Malena, yo no contaba con esto —me pregunté de qué me estaría hablando aquel imbécil—. Yo pensaba que hoy… En fin, que no habría nadie más.

Comprendí que él había previsto seducirme aquella noche, precisamente aquélla, y ninguna otra de las que se habían sucedido a lo largo de aquel año pletórico de tiras y aflojas, cualquiera de las interminables noches estériles, aburridas e idiotas, las estereotipadas y previsibles noches que habíamos pasado juntos, y me dije que, al fin y al cabo, la vida era un sitio cojonudo para vivir.

—¿Quién es ese tío? —le pregunté como toda respuesta, señalando a Javier con el dedo.

—¡Ah! Pues no sé gran cosa, conozco más a su hermano… Son de aquí, pero él vive en Denia todo el año, es dibujante. Ilustra cuentos para niños, artículos de revistas, carteles de películas y cosas así.

—¿Lleva mucho tiempo casado?

—No está casado —aquella puntualización, típica de Ernesto, que era el hombre más casado que había conocido nunca, me pareció tan patética que no me molesté en disimular una mueca de impaciencia—. Viven juntos desde hace quince años, él acababa de volver de la mili, era un crío… Ella también, claro.

—Aunque es mayor que él, ¿no?

—Sí, pero no mucho, un par de años, o tres. Es pintora. Tienen dos críos. La adora.

—Ya.

Cuando estaba a punto de preguntarle qué estaban haciendo en Madrid, llegamos a la puerta del bar de destino, y apenas traspasamos el umbral, un tipo se me echó encima, me dio un par de besos y me saludó como si fuéramos amigos de toda la vida. No le conocía de nada, estaba segura, y cuando comprobé las risitas y los codazos que su efusión provocaba entre los ocupantes de una mesa vecina a la puerta, adiviné que él estaba todavía más seguro que yo. Nos sentamos cerca, en el único espacio libre, y durante un buen rato no pasó nada interesante. Ernesto, sentado enfrente de mí, me miraba con una fijeza obsesiva. Javier, rodeado de mujeres, a mi derecha, sostenía una conversación en la que no me animé a entrar del todo. Me levanté para ir al baño sin otro propósito que llamar su atención, y antes de volver la espalda comprobé con el rabillo del ojo que me estaba mirando sin dejar de hablar con las demás. Me preguntaba si se decidiría a seguirme cuando el tío que me había abordado antes tuvo la misma idea, y echó a andar detrás de mí. Aceleré el paso y alcancé el cuarto de baño. Cerré la puerta, me miré en el espejo, eliminé con el dorso de los dedos la indeseable sombra oscura que proyectaba el lápiz negro, muy graso, con el que me había trazado una línea en el borde inferior de cada ojo, me pinté ligeramente los labios, abrí el grifo del agua fría y empecé a contar. Cuando llegué a veinte, lo cerré, y me dije que ya podía salir.

Aquel imbécil me estaba esperando apoyado en la pared, cerrando a medias el estrecho hueco que comunicaba aquel pasillo con el resto del bar. Me quedé parada, frente a él, sin saber muy bien qué hacer, cuando sentí que, desde atrás, un brazo me rodeaba la cintura, y noté la presencia de alguien más grande que yo, y una bocanada cálida, el roce intermitente de unos labios contra el borde de mi oreja izquierda.

—¿Lo mato?

No podía mirarme en ningún espejo, pero sabía que en mi rostro se había dibujado una expresión de placer tan pura que me felicité por la estrategia que él había elegido sin poder prever que le impediría verme la cara. Me di la vuelta muy despacio, mientras mi ebrio acosador se escabullía discretamente. Cuando me tuvo delante, Javier le señaló con un gesto de la barbilla, y me habló con el mismo tono risueño, y a la vez cargado de intenciones, que había empleado antes.

—¿Quieres que lo mate?

En ese instante, Ernesto nos chistó desde la otra punta del pasillo. Habíamos decidido cambiar de bar, aquél se estaba llenando demasiado. Sucedería lo mismo otra vez, y otra, la una, las dos, las tres de la mañana, el grupo menos compacto, más estirado en cada acera, gestos de cansancio, ojeras, bostezos, párpados mustios, rendidos, abocados al sueño, excepto en mi rostro, terso y colorado como una manzana recién cogida, y en el de los dos hombres que competían tontamente por rozarme un brazo o sonreírme de frente, como si mi cuerpo irradiara una misteriosa energía, creando a mi alrededor un irresistible campo magnético. En el último bar, el mismo último bar de siempre, ya no entramos todos. El hermano de Javier y su mujer nos acompañaron hasta la puerta, y allí se despidieron. Lucía soltó su habitual parrafada, es tardísimo, vámonos, mañana tengo que madrugar, pero Ernesto, sin hacer el más mínimo ademán de secundarla, eligió un acento neutro, indiferente y cortés al mismo tiempo, para sugerirle que aprovechara la oportunidad y se marchara con su hermana. Entonces ella le respondió con una mirada furiosa y empujó la puerta con decisión.

Paco, desde el fondo de la barra, nos recibió con grandes aspavientos de felicidad. Siempre se alegraba mucho de vernos, y su afecto, al menos en mi caso, era generosamente correspondido. El local, una especie de sótano de apariencia tan casposa que parecía increíble que se viniera sosteniendo con tanta donosura en la nómina de los bares de éxito desde hacía casi veinte años, estaba prácticamente desierto, pero aunque los escasos parroquianos que se alineaban en la barra se marcharan pronto, y aunque no entrara nadie más en lo que quedaba de noche, el propietario no bajaría el cierre hasta que nosotros decidiéramos irnos, incluso si en ese momento el sol hubiera comenzado a calentar ya las aceras. Solamente eso bastaría para recompensar nuestra fidelidad, pero en ciertas noches tibias y melancólicas, además, Paco cantaba coplas antiguas, las viejas canciones que había aprendido de pequeño, y cuya letra recordaba sólo a medias, escuchando a su padre, cantaor.

Aquélla no sería una de esas noches, y él se dio cuenta con un simple vistazo. Mientras las tres mujeres que nos acompañaban se sentaban a una mesa, Ernesto, Javier y yo nos quedamos de pie junto a la barra, pero no permanecimos quietos ni un instante. Cambiábamos constantemente de posición, como si estuviéramos ensayando un extraño baile, una vieja danza galante cuyos ejecutores se dieran ordenadamente la espalda para enfrentarse un segundo después y dar a continuación un cuarto de vuelta, sin hablar de nada en concreto, sonrisas mudas y gestos mil veces ensayados, precisos, calculados, dedos que apartaban el pelo de la frente, cejas fruncidas para encender un cigarrillo, manos entrando y saliendo con un ritmo exacto de los bolsillos, la ligereza de un codo desmayado al descansar un instante sobre el filo de la barra, los dientes fingiendo morder el labio inferior de su propia boca, la canción de los cubos de hielo al entrechocarse entre las paredes del vaso de cristal, los tres haciendo lo mismo, todo el tiempo, al mismo tiempo. Lo demás pasó muy deprisa.

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