Aquella fiebre duró mucho tiempo, y tardó mucho más en apagarse. Cuando se extinguió por completo, permitiéndome caer en una ilusión más consistente, la de haber recuperado plenamente el control de mi vida, sentí sobre mis hombros el peso de aquellas horas perdidas como un lastre insoportable, y me arrepentí de haberlas dilapidado, invirtiéndolas en pura diversión. Luego alcancé a comprender que el tiempo nunca se gana, y que nunca se pierde, que la vida se gasta, simplemente, y algunas veces, ya responsable y madura, todo lo dueña que se puede llegar a ser de mis propios actos, todavía echo terriblemente de menos aquellos días provisionales, estricto preámbulo de unas noches eternas de las que apenas sabía cómo, cuándo y dónde empezaban, ignorando siempre, sagrado precepto, las circunstancias de su final. Ahora creo que aquellos excesos me fueron necesarios, y sé que existen infiernos peores que los brillantes túneles que recorren, ciegos y sordos, perpetuamente encadenados a su carrera, quienes en vano pretenden escapar del aburrimiento, que tal vez sea el vestido más vulgar, y el más astuto, del destino humano, pero fue duro de todas formas, porque nunca llegué a desterrar del todo la conciencia, nunca aprendí a desconectar, y no quise ceder a la sospecha de que a todo el mundo le sucedía lo mismo que a mí, prefería creer que los otros jugaban con ventaja.
Aquella densa tarde de sábado, en aquel horrible chalet de Cercedilla, su ventaja me abrumaba todavía, y si algunos gestos aislados, como la impaciencia con la que echaba ojeadas a su alrededor, buscando a alguien de quien despedirse, no me hubiera advertido de que aquel desconocido, el único actor prometedor de un reparto tan extenso, tenía la intención de abandonarnos de un momento a otro, quizás no habría reaccionado con tanta rapidez.
—Oye, perdona, espera un minuto… —posé dos dedos en su hombro cuando ya encaraba la puerta, de espaldas a mí—. ¿Te vuelves a Madrid?
Asintió con la cabeza lentamente mientras me miraba y por un instante me sentí ridícula, a pesar de que era consciente de ofrecer un aspecto bastante comedido, casi sobrio, en relación con el que había sido habitual un par de años antes, o quizás, precisamente por eso.
—¿Tienes coche?
Volvió a contestar afirmativamente sin mover los labios, pero sonrió, y me dije que no era para tanto. Yo llevaba el pelo suelto, sin rastro de laca, las uñas cortas, y los labios pintados de un rojo corriente. Lo demás podría haber sido un disfraz de Robin Hood, botines planos de ante color caramelo, a juego con la falda, muy corta, y con una especie de esclavina de reminiscencias medievales, sujeta a un lado del cuello con dos corchetes, sobre una camiseta amplia de malla negra, como las medias, superpuesta a una especie de corpiño de lycra, también negro, todo muy
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—¿Te importaría llevarme?
—No —sonrió de nuevo.
Y le seguí hasta un Opel Kadett gris metalizado, nuevo, impecable, que no era suyo, sino de la empresa, según me aclaró inmediatamente, con cierta pudorosa premura.
—¿A qué te dedicas? —pregunté por decir algo, mientras me armaba de valor para soportar el trayecto en la compañía de los Roxy Music, reconociendo su relamida exquisitez, esa indolencia presuntamente elegante, inequívocamente hortera, en los primeros acordes de una grabación que se dejó escuchar antes aún que el eco del motor de arranque.
—Soy economista. Trabajo en una compañía de seguros pero me dedico a hacer estudios de mercado.
—¡Ah! Igual que mi hermana.
—¿Hace estudios de mercado?
—No, pero es economista. Ahora está terminando un curso para postgraduados en el Instituto… ¿de Empresa, puede ser? Bueno, no me acuerdo nunca del nombre, pero es algún instituto de algo.
—¿Y tú?
—Yo estudio filología inglesa. Termino este año.
—¿Das clases de inglés?
—No, no puedo, hasta que no tenga el título no…
—Quiero decir particulares.
—¿Clases particulares? — hice una pausa, porque me había mirado a los ojos por primera vez desde que desembocamos en la carretera, y su belleza, por fin tan cercana, me había estallado en la cara—. Pues no, no he dado nunca todavía, pero supongo que antes o después tendré que darlas, y podría hacerlo ya, por supuesto. ¿Por qué quieres saberlo?
—Estoy buscando un profesor particular de inglés. En teoría, me defiendo, porque empecé a estudiarlo en el colegio, y seguí luego, haciendo la carrera, pero aunque lo leo con facilidad, no lo hablo bien, y necesito soltarme. No es que ahora lo necesite, pero si algún día cambio de trabajo… En mi profesión es importante.
—Pero para practicar conversación te convendría más un nativo —objeté, y antes de terminar la frase ya me hubiera abofeteado a mí misma con placer.
—Ya, pero… Es que no les entiendo —me reí con ganas, y él me hizo coro—. No tengo oído.
—Yo tampoco. Cuando era pequeña, mi madre se empeñó en que estudiara piano, como mi hermana, y fui incapaz de aprobar primero de solfeo. Ella, en cambio, ha acabado ya la carrera.
—¿Por qué hablas tanto de tu hermana?
—¿Yo? —le miré con una sorpresa menos fingida de lo que me habría gustado.
—Sí. No llevaremos hablando más de un cuarto de hora y ya la has citado dos veces. Primero me has dicho que es economista, y ahora que toca el piano.
—Ya, sí, tienes razón, pero no sé por qué… Ha sido casualidad, supongo, aunque la verdad es que Reina es muy importante para mí porque somos mellizas, y no tenemos más hermanos, ha debido de ser por eso.
—¿Sois iguales?
—No, no nos parecemos —esbozó un pequeño gesto de decepción, y sonreí—. Lo siento.
—¡Oh, no, no! Es una tontería —se había puesto rojo como un tomate, y me sorprendió, porque no me esperaba que fuera tan tímido—. Siempre me han gustado mucho los gemelos, no sé por qué, me… me atraen mucho, pero no es por nada especial.
Anoté aquel dato en mi memoria, pero no quise insistir, porque parecía estar pasándolo mal y porque, a aquellas alturas, me habían confesado ya tantas fantasías sexuales con mellizas, que la previsible fijación de mi interlocutor carecía de un gran interés para mí.
—¿Tienes muchos hermanos? —pregunté a cambio.
—Tres, dos chicas y un chico, pero el que me sigue en edad me saca doce años, así que soy prácticamente un hijo único.
—¿Ellos van seguidos?
—Si, yo… Bueno, digamos que nací cuando no debía. Mi madre ya había cumplido cuarenta y tres años.
—Un niño mimado.
—No tanto.
Un bonito niño mimado, repetí para mí, segura de mi juicio, y divertida, antes de atreverme a despejar la única incógnita que me interesaba realmente.
—¿Y qué estabas haciendo allí?
—¿Dónde? ¿En Cercedilla? — asentí con la cabeza y él frunció los labios en un gesto de indecisión—. Pues… la verdad es que no lo sé todavía. Aburrirme, supongo. La verdad es que cuando Andrés me invitó, ya me imaginaba algo parecido, pero como insistió tanto, y este fin de semana no tenía nada mejor que hacer.
—¿Tú eres amigo de Andrés? —intenté vincular a mi acompañante con el dueño del chalet donde nos habíamos conocido y no conseguí hallar ni un solo punto en común entre ambos.
—Sí y no. Ahora ya sólo nos vemos de tarde en tarde, pero en el colegio éramos íntimos, inseparables, como hermanos. Lo típico, ya sabes…
—¿Pero cuántos años tienes tú?
—Treinta y uno.
—¡Treinta y uno, qué barbaridad!
Sonrió a mi perplejidad, profunda y sincera, mientras yo concentraba mi voluntad en creer que aquel muchacho moreno, delgado, flexible, hubiera aprendido realmente a multiplicar en la compañía del hombre agotado, blando y ventrudo, viejo, a cuya hospitalidad acabábamos de renunciar al unísono.
—Pues no los aparentas —le miré con detenimiento y tropecé con una liviana red de pequeñas arrugas en la desembocadura de sus párpados, y ni siquiera ese detalle modificó mi primera impresión—. Pero vamos, es que ni de coña, tío.
—Muchas gracias —sonrió.
—No hay de qué. Y ahora, favor por favor. ¿Te importaría cambiar de cinta? No aguanto al Bryan Ferry, no puedo con él, en serio, con todos esos aires de grandeza intelectual, y esa trascendencia que no es más que una cursilada, pura mariconería barata…
Me complació entre carcajadas, juzgándome en un murmullo.
—Eres una clásica chica de letras.
—¿Yo? ¿Por qué dices eso?
—Porque es verdad —y la forma en que me miró en aquel instante me indujo a pensar por primera vez que yo le gustaba—. Porque eres una clásica chica de letras.
Cuando llegamos a Madrid, ya habíamos hablado de un montón de cosas. Me estaba divirtiendo, y aunque ese breve período de tiempo me había consentido detectar algunos aspectos del carácter de Santiago que resultaban ciertamente irritantes, como la manía de aferrarse a la literalidad de mis palabras, que parecían perpetua, universalmente incapaces de sostener cualquier intención metafórica apenas penetraban en sus oídos, un defecto, no sé si suyo o mío, que con el tiempo llegaría a sacarme de quicio, apunté otros detalles que maniobraban a su favor, porque me pareció un individuo sobrio, seguro de sí mismo, y sobre todo, y cada vez más, tremendamente guapo. Su comportamiento durante la primera mitad de aquella noche no hizo más que reforzar esta impresión.
Me llevó al centro por una ruta clásica, y en la Plaza de Oriente torció a la izquierda para avanzar, con una habilidad sorprendente, a través de la intrincada maraña de callejuelas que, no tanto por su vetusto trazado como por la vesania con la que las autoridades municipales se obstinan en sembrar sus aceras de señales de tráfico, obstaculizan el acceso a la Plaza Mayor con una eficacia que tal vez no alcanzaría un laberinto antiguo, cuidadosamente previsto y diseñado. Al poco rato de embocar una de las calles principales, ligeramente más ancha que las demás, aminoró la velocidad para deslizarse hacia la derecha, y cuando la puerta junto a la que yo iba sentada parecía a punto de rozar la pared de una casa, paró el motor.
—Vas a tener que salir por la mía —dijo sin mirarme, mientras se palpaba los bolsillos de la chaqueta, como si necesitara comprobar su contenido—. ¿Puedes saltar?
—Claro.
Levanté la pierna izquierda para atravesarla entre la palanca de cambios y el freno de mano, y la falda trepó sobre mis medias para detenerse, tensa y arrugada, en la articulación de los muslos con las caderas. Pude entrever la costura central de mis medias y, consciente de lo poco airosa de mi postura, me impulsé inmediatamente sobre la punta del pie para trasladar, primero mi cuerpo, luego mi pierna derecha, al asiento contiguo, pero un instante antes de moverme, le miré. Con un brazo apoyado en el borde de la puerta abierta y otro reposando sobre el techo del coche, la mirada de Santiago parecía atrapada en la red de hilo negro que desnudaba mi piel antes que cubrirla, y sus labios dibujaban una sonrisa parecida a la que ilumina el rostro de un niño cuando entra en el salón de su casa, una mañana de Reyes, para regalarse con una realidad que supera todas sus expectativas. El, que se dedicaba a estudiar grandes mercados, había calculado bien, y se felicitaba íntimamente por ello. Yo me dejaba apresar, una vez más, en la trampa del deseo ajeno, que a menudo se ha comportado como el más rabioso, pero traidor, acicate de mi propio deseo.
Seguí sus pasos sobre la acera y esperé junto a la fachada de un restaurante mientras él depositaba las llaves de su coche en la mano de un portero uniformado. Luego sostuvo la puerta para franquearme el paso y sólo cuando pasé a su lado pronunció con naturalidad la frase que yo esperaba desde el instante en el que su coche había traspasado las fronteras de la ciudad.
—Vamos, te invito a cenar.
Mientras se adelantaba para buscar al maître, eché un vistazo al local, una especie de mesón con pretensiones instalado en una inmensa sala abovedada que, en origen, había albergado seguramente las cuadras de una mansión señorial. Me pareció una elección extraña, no exactamente genial pero tampoco desacertada. Me habría divertido más cenar en cualquiera de los originales, las auténticas, antiquísimas bodegas repartidas por aquel barrio y cuyo estilo, forjado a lo largo de un par de siglos de funcionamiento ininterrumpido, imitaba éste con artificiosa meticulosidad, sin lograr un resultado muy distinto del que suelen obtener los decoradores de Hollywood cuando afirman haber recreado un interior medieval europeo, pero, por otra parte, aquel lugar prometía desarrollar ciertas ventajas sobre los restaurantes que yo solía frecuentar en aquella época, aunque sólo fuera porque, de entrada, allí cabía esperar que te dieran de comer.
Cuando me senté a la mesa, la total ausencia de encajes, puntillas y mantelitos de papel calado terminó de reconfortarme, pero sólo cuando tuve la carta entre las manos, elevé los ojos hacia el rostro de Santiago con verdadero entusiasmo.
—¡Tienen mollejas! ¡Qué bien! Me encantan las mollejas, y es tan difícil encontrarlas…
Me pareció descubrir un ligero gesto de desagrado en la repentina tirantez de las comisuras de sus labios, pero replicó a mi comentario cambiando radicalmente de tema, y olvidé sin esfuerzo ese detalle. La expresión que asomó a su rostro cuando tuve delante un plato lleno de deliciosas mollejas de ternera recién hechas, tiernas y doradas, exquisitas, no podía ya, sin embargo, pasarme inadvertida.
—¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
—Sí —y su voz vaciló—, la verdad es que me dan un asco espantoso, no sólo las mollejas, todas las vísceras, yo no… No puedo con ellas, la verdad.
Una voz muy profunda, desconocida pero furiosamente leal, resonó de repente en mi interior, y escuché sus palabras con la misma transparente claridad que las habría distinguido si alguien acabara de susurrarlas de verdad en mis oídos.
—Pero si no son más que carne —no te acuestes con él, decía aquella voz, sería un desastre—, como todo lo demás. Si las probaras, te darías cuenta.
—No, no es lo mismo. Para mí no es lo mismo, nunca lo ha sido. De pequeño, mi madre se empeñaba en obligarme a comer filetes de hígado y solamente el olor me daba arcadas, vomitaba antes de masticar ni un solo pedazo, te lo juro. Por eso no puedo verlas siquiera, no lo soporto.
—Lo siento. Si lo llego a saber, pido otra cosa.
—No —se obligó a sonreírme—, cómetelas. Está bien.
No te acuestes con él, Malena, porque se estremece de asco ante las mollejas sin comprender que así está hecho él por dentro, la voz se agigantaba, retumbaba entre mis sienes, gritaba, pero yo no la quería escuchar y no escuchaba, ella lo repetía una vez y otra, no lo hagas, Malena, porque él no quiere reconocer que es un animal, y por eso nunca será capaz de portarse como un hombre, no funcionará, ya lo verás, tú también le darás asco, tus vísceras blandas y rosadas le dan asco ya, se retorcería de asco si se parara a pensarlo…