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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Maldad bajo el sol (19 page)

—No digas esas tonterías... ¡ni siquiera a mí! —replicó vivamente Rosamund—. La policía no ha averiguado nada contra tu padre. Tiene una coartada que nadie podrá desvirtuar. Está perfectamente a salvo.

—¿Es que creyeron al principio que papá...? —musitó Linda.

—¡No sé lo que creyeron! —atajo Rosamund—, Pero ahora saben
¡qué él no pudo ser! ¿Comprendes? ¡Él no pudo ser!

Hablaba con autoridad, fijos los ojos en los de Linda. La muchacha dejó escapar un largo suspiro.

—Pronto podréis marchar de aquí —añadió Rosamund—. Lo olvidarás todo... ¡todo!


Nunca olvidaré
—replicó Linda con inesperada violencia y decisión.

Se volvió bruscamente y echó a correr hacia el hotel. Rosamund quedó como petrificada.

3

—Hay algo que necesito saber,
madame
.

Cristina Redfern miró a Poirot de un modo ligeramente abstraído.

—¿Sí? —dijo.

Poirot no tomó en cuenta su abstracción. Había observado que su mirada seguía la figura de su marido, que se paseaba por la terraza exterior del bar, pero por el momento no sentía el menor interés por problemas puramente conyugales. Buscaba detalles de otra especie.

—Sí,
madame
—insistió—. El otro día dijo usted una frase... una frase casual que llamó mi atención.

La mirada de Cristina seguía fija en Patrick.

—¿Sí? —repitió—. ¿Qué dije?

—Fue en contestación a una pregunta del jefe de Policía. Describió usted cómo entró en la habitación de
miss
Linda Marshall la mañana del crimen, que encontró a la muchacha ausente y que al poco tiempo regresó, y entonces fue cuando el jefe de Policía preguntó a usted dónde había estado la joven.

—Y yo contesté que bañándose, ¿no es eso? —dijo Cristina con cierta impaciencia.

—No es eso precisamente —replicó Poirot—. Usted no contestó que «se había estado bañando». Sus palabras fueron que «ella dijo que se había estado bañando».

—Me parece que es la misma cosa —repuso Cristina.

—¡No es la misma cosa! La forma de su respuesta indica una cierta actitud de imaginación por su parte. Linda Marshall entró en la habitación, llevaba una capa de baño y, sin embargo, por cierta razón, usted no explicó inmediatamente que había estado bañándose. Lo demuestran las palabras que usted empleó: «
Dijo
que había estado bañándose». ¿Qué hubo en su aspecto, en sus modales, en algo que llevaba o en algo que dijo que influyó en su ánimo para sentirse sorprendida cuando manifestó que había estado bañándose?

La atención de Cristina abandonó a Patrick para concentrarse enteramente en Poirot.

Se sentía interesada.

—Es usted muy perspicaz —dijo—. Es cierto, ahora recuerdo que... me sentí ligeramente sorprendida cuando Linda dijo que había estado bañándose.

—Pero, ¿por qué,
madame
, por qué?

—¿Que por qué? Eso es precisamente lo que trato de recordar. ¡Oh, sí!, creo que era el paquete que llevaba en la mano.

—¿Llevaba un paquete?

—Sí.

—¿No sabe usted lo que contenía?

—¡Oh, sí! El cordel se rompió. Lo habían atado muy flojo. Eran velas... y se desparramaron por el suelo. Yo la ayudé a recogerlas.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Velas.

Cristina le miró con curiosidad.

—Parece usted emocionado,
mister
Poirot.

—¿Dijo Linda por qué había comprado las velas? —preguntó el detective.

Cristina reflexionó.

—No, no creo que lo dijera. Supongo que serían para leer por la noche... quizá la luz eléctrica no era buena.

—Por el contrario,
madame
; junto a su lecho hay una lámpara eléctrica en perfecto estado.

—Entonces no sé para qué las quería —confesó Cristina.

—¿Cómo reaccionó cuando se rompió el cordel y cayeron las velas?

—Pareció un poco confusa... azorada... sí, azorada —contestó Cristina.

—¿Advirtió usted si había algún calendario en su habitación?

—¿Un calendario? ¿Qué clase de calendario?

—Posiblemente un calendario verde... con hojas, para arrancar.

Cristina cerró los ojos en un esfuerzo de memoria.

—Un calendario verde... de un verde algo chillón... Sí, yo he visto un calendario como ése... pero no puedo recordar dónde. Pudo ser en la habitación de Linda, pero no estoy segura.

—Pero usted ha visto definitivamente tal cosa.

—Sí. ¿Pero qué pretende usted,
mister
Poirot? ¿A qué viene todo esto?

Por toda contestación Poirot sacó un pequeño volumen encuadernado en cuero color castaño.

—¿Ha visto usted esto alguna vez? —preguntó.

—Pues... no estoy segura... ¡Ah, sí! Linda lo estaba examinando el otro día en la librería del pueblo. Pero lo cerró y lo volvió rápidamente al estante cuando me aproximé. Ello me hizo preguntarme de qué se trataba.

Poirot mostró silenciosamente el título:

«Historia de brujerías y sortilegios y breve tratado de preparación de venenos que no dejan rastro.»

—No comprendo —dijo Cristina—. ¿Qué significa este título tan extraño?

—Puede significar muchísimo,
madame
—contestó gravemente Poirot.

Ella le miró interrogadora, pero él no dio más explicación. En su lugar dijo:

—Una pregunta más,
madame
. ¿Tomó usted aquella mañana un baño antes de salir a jugar al tenis?

—¿Un baño? —repitió Cristina, extrañada—. No. No habría tenido tiempo y, de todos modos, no habría tomado un baño antes de jugar al tenis... lo habría tomado después.

—¿Utilizó usted su cuarto de baño cuando volvió?

—Me pasé una esponja por la cara y las manos; eso fue lo que hice.

—¿No abrió usted los grifos del baño?

—No; estoy segura de que no los abrí.

—Muy bien. Carece de importancia el detalle —terminó diciendo Poirot.

4

Hércules Poirot se aproximó a la mesa donde
mistress
Gardener luchaba con un rompecabezas. Ella levantó la mirada y se sobresaltó.

—¡Caramba,
mister
Poirot, qué silenciosamente se ha acercado usted! No le oí en absoluto. ¿Acaba usted de regresar de la investigación? Cada vez que me acuerdo de ese asunto me pongo nerviosa. No sé qué hacer. Por eso me he puesto a componer este rompecabezas. Sentía que no podría pasar el tiempo en la playa como de costumbre.
Mister
Gardener sabe muy bien que cuando se me alteran los nervios, no hay nada como uno de estos rompecabezas para calmarme. Por cierto que no sé dónde colocar esta pieza blanca. Debe de formar parte de la alfombrilla de piel, pero no me parece ver...

Poirot le quitó suavemente el trozo de madera de la mano.

—Encaja aquí,
madame
—dijo—; forma parte del gato.

—No puede ser. Es un gato negro —replicó la dama.

—Un gato negro, sí, pero ya sabe que la punta del rabo de los gatos negros suele ser blanca.

—¡Oh, es cierto! ¡Qué talento tiene usted! Pero yo creo que los que hacen los rompecabezas tienen que poner lo contrario de lo natural para engañarle a uno —
mistress
Gardener encajó otra pieza y siguió hablando—: Sabrá usted,
mister
Poirot, que le vengo observando desde hace un par de días. Quería verle trabajar como detective, cosa que me parecería un juego, de no haber una pobre criatura muerta. ¡Oh, Dios mío, cada vez que me acuerdo de ello me dan escalofríos! Esta mañana le dije a
mister
Gardener que deseaba marcharme cuanto antes de aquí, y ahora que la investigación ha terminado dice que cree que podremos salir mañana, cosa que sería una bendición. Pero volviendo al detectivismo, me gustaría conocer sus métodos... y me sentiría muy honrada si usted me los explicase.

—Es algo parecido a su rompecabezas,
madame
—dijo Poirot—. No se trata de otra cosa que de ensamblar las piezas Es como un mosaico; muchos colores y diseños, y cada piececita de forma extraña tiene que encajar perfectamente en su debido sitio.

—¡Oh!, ¿no es interesante? ¡Y qué bellamente lo ex plica usted!

—Y a veces —prosiguió Poirot— es como la pieza de que acabamos de hablar. Uno coloca metódicamente las piezas del rompecabezas, eligiendo los colores, pero no puede impedir que una pieza de un color que debiera al parecer encajar en una alfombrilla, encaje en su lugar en la cola de un gato negro.

—¡Oh, es fascinador! ¿Y hay muchas piezas,
mister
Poirot?

—Sí,
madame
. Casi todos los de este hotel me han dado una pieza para mi rompecabezas. Usted entre ellos.

—¿Yo?

—Sí; una observación suya,
madame
, me fue utilísima. Debiera decir que iluminadora.

—¡Oh!, ¿no es encantador? ¿No puede usted decirme algo más,
mister
Poirot?

—¡Ah,
madame
!, me reservo las explicaciones para el último capítulo.

—¿No es un fastidio? —murmuró
mistress
Gardener.

5

Hércules Poirot llamó suavemente a la puerta de la habitación del capitán Marshall. Se oía dentro el ruido de una máquina de escribir.

Un lacónico «entre» llegó a sus oídos, y Poirot entró.

El capitán Marshall estaba vuelto de espaldas. —Escribía con una máquina colocada sobre una mesa entre las ventanas. No volvió la cabeza; pero su mirada se encontró con la de Poirot en el espejo colgado directamente frente a él.

—Bien,
mister
Poirot, ¿qué desea? —preguntó en tono de mal humor.

—Mil perdones por interrumpirle —dijo Poirot rápidamente—. ¿Está usted ocupado?

—Bastante —contestó el capitán.

—Deseo solamente hacerle una pequeña pregunta —dijo Poirot.

—¡Pardiez! —exclamó Marshall—, estoy cansado de contestar preguntas. Ya he contestado las de la policía. No creo que esté obligado a contestar las de usted.

—La mía es sencillísima —dijo Poirot—. Se trata solamente de esto: la mañana en que murió su esposa, ¿tomó usted un baño después de escribir y antes de ir a jugar al tenis?

—¿Un baño? No, por supuesto que no. Me había bañado a primera hora.

—Muchas gracias Esto es todo —dijo Poirot.

—Pero espere un momento.

Poirot continuó retrocediendo y cerró la puerta tras él.

—¡Este individuo está loco! —murmuró Marshall.

6

Poirot encontró en la misma puerta del bar a
mister
Gardener. Llevaba dos combinados y se dirigía evidentemente al sitio en que
mistress
Gardener estaba entretenida con su rompecabezas.

Mister
Gardener sonrió a Poirot de la manera más afectuosa.

—¿Quiere usted acompañarnos,
mister
Poirot?

Poirot hizo un gesto negativo y preguntó:

—¿Qué le pareció la investigación,
mister
Gardener?

Mister
Gardener bajó la voz para contestar:

—Me pareció un poco indecisa. Creo que la policía se guarda algo en la manga.

—Es posible —dijo Hércules Poirot.
Mister
Gardener bajó la voz todavía más.

—Tengo ganas de llevarme de aquí a
mistress
Gardener. Es una mujer muy sensible y este asunto le ataca a los nervios. La encuentro muy afectada.

—¿Quiere usted permitirme,
mister
Gardener, que le haga una pregunta?

—No faltaba más,
mister
Poirot. Encantado de ayudarle en lo que pueda.

—Usted es un hombre de mundo... un hombre de mucha perspicacia. Dígame con franqueza, ¿qué opinión tenía usted de la difunta
mistress
Marshall?

Mister
Gardener enarcó las cejas, sorprendido. Luego miró cautelosamente en torno y bajó la voz:

—Mire,
mister
Poirot, he oído unas cuantas cosas que circulan por ahí, especialmente entre las mujeres. —Poirot hizo un gesto de asentimiento—. Pero si quiere usted conocer mi humilde opinión, le diré que aquella mujer me parecía temible.

—Su opinión me parece muy interesante —dijo Poirot, pensativo.

7

—¿Me ha tocado la vez? —preguntó Rosamund Darnley.

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Poirot.

Rosamund se echó a reír.

—El otro día el jefe de Policía me interrogó. Usted estaba a su lado. Hoy, al parecer, quiere usted actuar por cuenta propia. Le he estado observando,
mister
Poirot. Primero
mistress
Redfern, luego
mistress
Gardener. Ahora me toca a mí.

Hércules Poirot se sentó a su lado. Estaban en Sunny Ledge. Bajo ellos el mar mostraba un verde brillante y profundo. Más lejos parecía de un azul más pálido.

—Es usted muy inteligente,
mademoiselle
—dijo Poirot. —Lo comprendí desde que llegué aquí. Será un placer discutir este asunto con usted.

—¿Quiere usted conocer mi opinión? —preguntó dulcemente Rosamund.

—Sería interesantísimo.

—A mí todo este asunto me parece muy sencillo. La clave está en el pasado de la mujer.

—¿El pasado? ¿El presente, no?

—¡Oh, no es necesario referirse a un pasado muy remoto! Verá usted cómo lo enfoco yo. Arlena Marshall era atractiva, fatalmente atractiva para los hombres. Es posible, creo, que también se cansase de ellos rápidamente. Entre sus adoradores, llamémosles así, había uno que no se resignó. Probablemente era un hombre insignificante, pero vano y susceptible... uno de esos hombres que no olvidan fácilmente los agravios. Ese hombre la siguió hasta aquí, esperó su oportunidad y la mató.

—¿Cree usted que era un extraño que vino del continente?

—Sí. Y probablemente se escondió en aquella cueva hasta que vio su oportunidad.

—¿Y ella fue a reunirse con un hombre como el que usted describe? —preguntó Poirot con acento de duda—. No, ella se hubiese echado a reír y no habría ido.

—Es que quizá no supiese que iba a encontrarle —replicó Rosamund—. Quizá él le enviase un recado en nombre de otra persona.

—Es posible —murmuró Poirot—. Pero olvida usted una cosa,
mademoiselle
. Un hombre decidido a asesinar no se habría arriesgado a atravesar la calzada a la luz del día y a pasar por delante del hotel. Le habría visto alguien con toda seguridad.

—Es posible... pero no lo creo. Existe la posibilidad de que penetrase en la isla sin que nadie le viese.

—Es cierto, se lo concedo. Pero la cuestión es que no pudo
contar
con esa posibilidad.

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