¿A qué puede deberse? Las razones son fascinantes y nos abren una ventana a la observación de las complejidades de la variación de la conducta relacionada con la salud. Aquí sólo podré comentar unas pocas, pero si de verdad están interesados en la medicina preventiva —y si pueden soportar bien la ausencia de certezas y de trucos que faciliten soluciones rápidas—, entonces permítanme que les recomiende que sigan esa carrera académica y profesional. No saldrán por la tele, pero estarán actuando con mucho sentido y haciendo un gran bien.
El aspecto que más cabe destacar es que esos ensayos exigen que las personas den un vuelco completo a sus vidas, y que lo hagan durante toda una década. Y eso es mucho pedir: ya cuesta conseguir que la gente se apunte para participar en un ensayo de siete semanas, cuanto más en uno que dura siete años. Y esto produce dos interesantes efectos. En primer lugar, los participantes no modifican tanto sus dietas como los investigadores querrían. Lejos de ser un fallo, eso no deja de constituir, en el fondo, una excelente ilustración de lo que sucede en el mundo real: las personas no cambian de dieta con un simple chasquido de dedos y mantienen luego esos cambios a largo plazo por sí solas. Una variación dietética de ese calibre requiere probablemente de un cambio de estilo de vida, de hábitos de compra, quizás hasta del género disponible en las tiendas, de la manera de usar el tiempo. Puede que incluso obligue a la persona en cuestión a comprar nuevo material de cocina y que cambien su estilo de trabajo, la forma que los miembros de su familia tienen de relacionarse entre sí, etc.
En segundo lugar, las personas englobadas en el «grupo de control» también introducirán cambios en sus dietas: recordemos que han accedido voluntariamente a tomar parte en un proyecto de siete años, altamente «intrusivo», que podría requerir de los participantes variaciones considerables en su estilo de vida, así que es muy posible que sean personas más interesadas por la salud que el resto de la población. Más aún, a ellas también se las pesa, se las mide y se las interroga acerca de su dieta a intervalos regulares. De pronto, la dieta y la salud adquieren un lugar mucho más preeminente en sus mentes. Ellas también cambiarán.
Con esto no pretendo dejar por los suelos la importancia de la dieta en la salud —me esfuerzo al máximo por hallar elementos positivos en estos estudios—, pero sí poner de relieve una de las cuestiones más importantes, como es el hecho de que los investigadores posiblemente no empiecen por las bayas de Goji, ni por las pastillas de vitaminas, ni por los polvos con enzimas mágicas, y ni siquiera por el cambio que un individuo haga de su dieta en general. Los cambios puntuales en las vidas individuales —sobre todo, aquellos que van contra la corriente de la vida y del entorno de las personas— son difíciles de hacer y aún más costosos de mantener. Lo importante es ver tanto al individuo como a todo lo demás (incluidas, claro está, las espectaculares afirmaciones lanzadas por todos los nutricionistas alternativos) en su contexto social.
Por ejemplo, se han apreciado beneficios razonables en estudios de ciertas intervenciones —como el Proyecto de Carelia del Norte, en Finlandia— para los que los especialistas en salud pública se trasladaron hasta el lugar del estudio con el propósito de transformar todos los aspectos posibles de la conducta de una comunidad local al completo: establecieron contactos con los proveedores para que cambiaran los alimentos disponibles en las tiendas, modificaron estilos de vida enteros, contrataron a educadores e informadores para que trabajaran con la comunidad, mejoraron la asistencia sanitaria, etc., y con todo ello, lograron producir algunos beneficios, siempre que aceptemos que la metodología empleada justifica una inferencia causal. (Es muy complicado idear un grupo de control para un estudio de esa clase, así que hay que tomar ciertas decisiones pragmáticas en cuanto al diseño de dicho estudio; pero lean la versión disponible en internet y juzguen por ustedes mismos. Yo lo calificaría de «extenso y prometedor estudio de caso».)
Hay indicios bastante buenos para creer que, en realidad, muchos de estos temas relacionados con el estilo de vida pueden abordarse mejor desde el nivel social. Después de todo, una de las causas más significativas (entre las asociadas al «estilo de vida») de la muerte y la enfermedad es la clase social. Por poner un ejemplo concreto, yo vivo en un piso alquilado en el barrio londinense de Kentish Town, que es el que me puedo permitir con mi modesto salario de interno (no se crean lo que leen en los periódicos sobre los sueldos de los médicos). Se trata de un vecindario predominantemente blanco y de clase obrera, y la esperanza de vida de los varones adultos es de unos setenta años. A apenas tres kilómetros de distancia, en Hampstead, donde la «doctora» y empresaria millonaria Gillian McKeith tiene una gran mansión en propiedad, rodeada de otros habitantes de clase mediaalta acomodada, la esperanza de vida masculina es de casi ochenta años. Lo sé porque tengo ahora mismo abierto sobre la mesa de mi cocina el Informe Anual de Salud Pública del distrito de Camden.
El motivo de tan gran disparidad en las esperanzas de vida respectivas de esos dos barrios —que es, en realidad, la diferencia entre una jubilación prolongada y rica, y otra truncada— no estriba en que la población de Hampstead se preocupe siempre por comer bayas de Goji y un puñado de nueces de Brasil cada día, asegurándose así de no padecer un déficit de selenio, según indicación de los nutricionistas. Eso es una fantasía y, en ciertos aspectos, uno de los elementos más destructivos del proyecto nutricionista en su conjunto, del que McKeith es un gráfico ejemplo. Y supone, además, una distracción respecto a las causas reales de la mala salud, pero también —y pídanme que pare si llevo esto demasiado lejos— en ciertos sentidos, viene a ser un programa político muy de derechas. Es como si se nos dijera que somos lo que comemos y que quien se muere joven es porque se lo merece.
Ellos
escogen la muerte, por su ignorancia y su pereza, pero
ustedes
escogen la vida, el pescado fresco, el aceite de oliva… y por eso están sanos.
Ustedes
van a llegar, por lo menos, a los ochenta años… y se lo merecen. No como
ellos
.
Mientras tanto, en el mundo real, las intervenciones de salud pública de verdad, las que tratan de abordar las causas sociales y los hábitos de vida relacionados con las enfermedades, resultan mucho menos lucrativas y espectaculares que cualquier cosa que a una Gillian McKeith (o, lo que es más importante, a un productor televisivo) se le llegue a pasar nunca por la cabeza. ¿Qué programa televisivo en horario de máxima audiencia se dedica actualmente a analizar los postres creados por las grandes cadenas de supermercados, las mismas empresas con las que estos nutricionistas mediáticos estelares tienen suscritos lucrativos contratos comerciales? ¿Quién lleva a nuestras pantallas el problema de la desigualdad social como factor de las desigualdades en salud? ¿Dónde hay un interés más humano que en prohibir la promoción de los alimentos malos, y el de facilitar el acceso a alimentos más sanos a través de una política racional de impuestos al consumo o la aplicación de un sistema de etiquetado claro?
Pero claro, ¿dónde está el espectáculo en el hecho de «habilitar entornos» que promuevan de forma natural el ejercicio, o en un urbanismo que dé prioridad a los ciclistas, a los peatones y a los transportes públicos antes que a los coches privados? ¿O en el hecho de reducir la siempre creciente desigualdad entre la remuneración de los altos directivos y la paga de los trabajadores de base? ¿Cuándo han oído hablar de ideas tan elegantes como la de los llamados «buses escolares a pie»? ¿No será que las informaciones relacionadas con los beneficios de este tipo de iniciativas quedaron arrinconadas cuando tuvieron que hacer hueco a las urgentes noticias de portada relacionadas con la última moda en materia de alimentación?
No espero que la doctora Gillian McKeith ni ningún responsable de medios de comunicación traten de abordar ninguna de estas cuestiones, y sé que ustedes tampoco. Y es que, si somos francos y honestos con nosotros mismos, en el fondo entendemos que esos programas sólo tienen que ver en parte con la alimentación, y que su objetivo principal es más bien alentar el voyeurismo más obsceno y lascivo, la lágrima fácil, los índices de audiencia y el gusto por el vodevil.
La doctora McKeith corrige a un taxista
Ésta es mi anécdota favorita sobre la doctora McKeith y está tomada de su propio libro,
Living Food for Health
. Ella iba en un taxi y el conductor, Harry, la reconoció. Él intentó entonces darle un poco de conversación amistosa sugiriéndole que el pescado contiene más aceites omega que el lino. La doctora McKeith se lo discutió: «Las semillas de lino contienen niveles muy superiores de aceites saludables (omega-3 y omega-6) en forma más apropiadamente equilibrada y asimilable». Cuando Harry mostró su discrepancia, ella le replicó: «¿Cómo dice? ¿Discrepa conmigo? ¿Ha pasado usted años realizando investigaciones clínicas, trabajando con pacientes, dando conferencias, impartiendo cursos, estudiando los aceites omega presentes en el lino, obteniendo datos a escala mundial, compilando una de las mayores bibliotecas privadas sobre salud de todo el planeta, y escribiendo extensamente sobre el tema? ¿Es usted un científico, un bioquímico o un botánico, o ha dedicado usted toda una vida a estudiar la comida y la bioquímica como he hecho yo? ¿Dónde está su autoridad científica?». Harry le contestó entonces que su esposa era médico, concretamente, una ginecóloga. «¿Es también especialista en alimentación o bioquímica nutricional? —repuso la doctora McKeith, para luego añadir en tono sarcástico—: ¡Ejem! ¡Huy! ¡Oh! ¡Vaya! No… ¡pero es médico!».
No soy especialista en alimentación, ni bioquímico nutricional. En realidad, como ya saben, no me proclamo experto en nada en concreto: sólo aspiro a saber leer y valorar críticamente la bibliografía académica en el terreno de la medicina (algo común a todos los titulados médicos recientes), y trato de poner en práctica esta pedestre habilidad con los millonarios hombres y mujeres de negocios que impulsan la triste concepción de la ciencia que tenemos en nuestra sociedad.
Las semillas de lino contienen una gran cantidad de fibra (amén de compuestos estrogénicos), así que no resultan muy «asimilables», contra lo que la doctora McKeith afirma, a menos que las machaquemos, en cuyo caso sabrán bastante mal. Se venden como laxante en dosis de 15 gramos, pero, para el uso que propone la «doctora», necesitarán comprar bastantes, en parte, porque la forma de los aceites omega que contienen presenta también un problema: los ácidos grasos del lino son de cadena corta (típica de las plantas) y, por lo tanto, nuestro organismo debe convertirlos luego en los ácidos grasos de cadena larga (típicos de los animales) que pueden resultar beneficiosos para nosotros (llamados DHA y EPA). Si tenemos en cuenta la baja tasa de conversión de tales ácidos que se produce en nuestro organismo, podemos considerar que las semillas de lino y el pescado contienen aproximadamente las mismas cantidades de aceites omega aprovechables.
Tampoco debemos olvidar que no vivimos en un laboratorio, sino en el mundo real. Es muy fácil comer 100 gramos de caballa (y si éste fuera otro tipo muy distinto de libro, ya les estaría dando una receta de mi cosecha), pero me temo que resulta un poco más peliagudo meterse una cucharada de semillas de lino en el cuerpo. Igualmente, el perejil es una fuente muy rica de vitamina C, pero nadie va a comerse un montón de perejil. En cuanto a la otra afirmación de la doctora McKeith, cuando proclama que el lino es «apropiadamente equilibrado», desconozco si lo dice en un plano espiritual o biológico, pero lo cierto es que el pescado tiene niveles mucho mayores de omega-3, y que la mayoría de la gente diría que comer pescado es mejor.
Y lo que es más importante, ¿por qué hoy todo el mundo habla de omega-3? Es hora de pasar al siguiente capítulo.
«Descubierta una píldora
que soluciona un complejo
problema social»
La «medicalización» (o «¿Las píldoras con aceite de pescado harán que mi hijo sea un genio?»)
En 2007, el
British Medical Journal
publicó los resultados de un ensayo extenso, bien realizado, controlado, aleatorizado, llevado a cabo en diferentes localizaciones, con financiación pública, y que arrojó un resultado sorprendentemente positivo: mostró que un tratamiento en concreto podía mejorar significativamente las conductas antisociales de los niños y las niñas.
[1]
El tratamiento era completamente seguro y el estudio venía incluso acompañado de un muy convincente análisis de coste-eficacia.
[2]
¿Se informó de esta noticia en la portada del
Daily Mail
, hogar natural de las curas milagro (y de siniestras amenazas ocultas)? ¿Recibió algún tipo de seguimiento en las páginas de salud, con alguna fotografía de acompañamiento, en el que se describiera la recuperación milagrosa de algún pequeño o pequeña, y que recogiera alguna entrevista con una atractiva y aliviada madre con la que todos pudiéramos identificarnos?
No. La noticia fue ignorada de manera unánime por todos los medios informativos británicos, a pesar de la habitual preocupación de éstos tanto por las conductas antisociales como por las curas milagro, y por una sencilla razón: la investigación no había tenido por objeto una pastilla o una píldora. Lo que se había estudiado era un barato y práctico programa de apoyo parental.
Mientras tanto (y desde hace ya más de cinco años), los periódicos y las cadenas de televisión tratan una y otra vez de convencernos —con «argumentos científicos»— de que las píldoras con aceite de pescado son un método demostrado de mejora del rendimiento escolar, el coeficiente intelectual, el comportamiento, la atención y algunos aspectos más de los niños y las niñas. En el fondo, sin embargo, nada hay más lejos de la realidad. En breve, aprenderemos algunas lecciones muy interesantes sobre los medios de comunicación, sobre cómo no se debe realizar un ensayo, y sobre nuestro afán colectivo de obtener explicaciones «medicalizadas» y de pretendida cientificidad para los problemas más cotidianos. ¿Funcionan esas píldoras con aceite de pescado? ¿Hacen que nuestro hijo sea más inteligente y se porte mejor? La respuesta sencilla es que, en este momento, nadie puede saberlo. A pesar de todo lo que les hayan contado, jamás se ha realizado ensayo alguno con niños y niñas «convencionales».