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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (4 page)

Yo también soñaba con subir algún día a la cima del Everest; durante toda una década fue una idea casi obsesiva para mí. A los veintitantos años, la escalada se había convertido en el centro de mi existencia, excluyendo casi todo lo demás. Alcanzar la cima de una montaña era algo tangible, inmutable, concreto. Los peligros intrínsecos del alpinismo daban a esa actividad un rigor de propósito, del que carecía el resto de mi vida. Me emocionaba ante la mera perspectiva que suponía forzar constantemente una existencia por lo demás vulgar.

Escalar daba asimismo un sentido de clan. Ser escalador significaba formar parte de una sociedad rabiosamente idealista e independiente, que pasaba inadvertida y era del todo ajena a la corrupción del mundo en general.

La cultura montañera se caracterizaba por una competencia feroz y un machismo sin ambages, pero la mayoría de los escaladores sólo querían impresionarse los unos a los otros. Llegar a la cima de una montaña se consideraba mucho menos importante que la manera de conseguirlo: para ganar prestigio había que ser muy temerario, atacar las rutas más brutales con el mínimo equipo posible. Nadie era tan admirado como el visionario que ascendía absolutamente solo, sin cuerda ni pertrechos.

En aquella época yo no vivía más que para escalar. Subsistía con cinco o seis mil dólares al año, trabajando de carpintero y pescador de salmones hasta que reunía lo suficiente para la siguiente excursión a los Bugaboos, los Tetons o el Alaska Range.

Pero mediada la veintena, abandoné aquella fantasía juvenil de escalar el Everest. Para entonces se había puesto de moda entre los alpinistas entendidos tachar al Everest de «montón de escoria», un pico sin suficientes desafíos técnicos ni atractivo estético como para que un escalador serio, que era lo que yo aspiraba a ser, se propusiera conquistarlo. El caso es que empecé a mirar la montaña más alta del mundo por encima del hombro.

Semejante esnobismo tenía su raíz en el hecho de que a principios de los años ochenta la vía más fácil para ascender al Everest —por el collado Sur y la arista Sureste— había sido escalada más de un centenar de veces. Mis colegas y yo llamábamos a la arista Sureste la «ruta del yak». Nuestro desprecio no hizo sino afianzarse cuando en 1985 Dick Bass —un rico texano de cincuenta y cinco años y escasa experiencia como escalador— fue conducido a lo alto del Everest por un extraordinario alpinista joven llamado David Breashears, proeza que despertó gran atención y ninguna crítica por parte de los medios informativos.

Previamente, el Everest había sido, por lo general, terreno exclusivo de los escaladores de élite. En palabras del director de la revista
Climbing
, Michael Kennedy, «ser invitado a una expedición al Everest era un honor que sólo recibía aquel que hubiera hecho un largo aprendizaje en picos menores, y el que llegaba a la cima entraba en el firmamento selecto de las estrellas del alpinismo». La ascensión de Dick Bass lo cambió todo.

Al lograr el Everest, se convirtió en la primera persona que conquistaba las Siete Cimas
[5]
, gesta que, además de valerle renombre internacional, disparó las visitas de escaladores domingueros ansiosos de seguir el rastro de sus botas y forzó la entrada del Everest en la postmodernidad.

«Para un tipo granadito como yo, Dick Bass fue toda una inspiración», explicaba Seaborn Beck Weathers con su marcado acento texano durante el trayecto hasta el campamento base del Everest en abril de 1996. Patólogo de cuarenta y nueve años y natural de Dallas, Beck era uno de los ocho clientes de la expedición que Rob Hall guió en 1996. «Bass demostró que el Everest estaba al alcance de la gente de a pie. El mayor obstáculo, dando por sentado que estás más o menos en forma y dispones de ingresos suficientes, es dejar temporalmente el trabajo y abandonar a la familia durante dos meses».

Según demuestran las estadísticas, para muchos escaladores no ha sido un obstáculo infranqueable robarle tiempo a la rutina diaria ni hacer un gran desembolso de dinero. En los últimos cinco o seis años, el tráfico de escaladores en las Siete Cimas, pero sobre todo en el Everest, ha aumentado de manera vertiginosa. Haciendo frente a la demanda, el número de empresas que ofrecen ascensiones guiadas a las Siete Cimas, y especialmente al Everest, también se ha multiplicado. En la primavera de 1996 había una treintena de expediciones en las faldas del Everest, y al menos diez eran aventuras con afán de lucro.

El gobierno nepalés advirtió que la masiva afluencia de montañeros al Himalaya originaba serios problemas de seguridad, de estética y de impacto sobre el medio ambiente.

Finalmente, los ministros nepaleses dieron con una solución que parecía garantizar la no masificación al tiempo que incrementaba el flujo de divisas fuertes a las exiguas arcas de la nación: aumentar la tarifa de los permisos de escalada. En 1991 el Ministerio de Turismo cobraba dos mil trescientos dólares por un permiso para subir el Everest sin límite de personas; en 1992 la tarifa aumentó a diez mil dólares por equipo de hasta nueve escaladores, y un plus de mil doscientos dólares por cada miembro más.

A pesar de la subida de tarifas, el Everest seguía atrayendo verdaderos enjambres de alpinistas. En la primavera de 1993, con motivo del cuadragésimo aniversario de la primera ascensión, quince expediciones, con un total de 294 escaladores, intentaron atacar el pico por la vertiente de Nepal. Aquel otoño el ministerio subió una vez más la tarifa: la escandalosa cifra de cincuenta mil dólares por un máximo de cinco escaladores, más diez mil por cada montañero adicional hasta un máximo de siete. El Gobierno decretó asimismo que no se autorizarían más de cuatro expediciones por temporada desde las laderas de Nepal.

Lo que el gobierno nepalés no tuvo en cuenta fue que China sólo cobraba quince mil dólares por dejar que un equipo sin limitación de miembros escalara la montaña desde Tíbet, y que no limitaba el número de expediciones por temporada. La riada de alpinistas cambió Nepal por Tíbet, dejando a centenares de sherpas sin trabajo. Las protestas subsiguientes lograron que en la primavera de 1996 Nepal revocara repentinamente el límite de cuatro expediciones. Y ya que estaban en ello, el Gobierno volvió a subir las tarifas, que pasaron a ser de setenta mil dólares por un máximo de siete escaladores, más otros diez mil por cada escalador extra. A juzgar por el hecho de que dieciséis de las treinta expediciones al Everest de aquella primavera atacaron la vertiente nepalesa de la montaña, no parece que el elevado precio del permiso fuera un gran impedimento.

Antes incluso de lo que acaeció en la temporada premonzónica de 1996, la proliferación de expediciones comerciales durante la pasada década era ya un tema peliagudo.

Los tradicionalistas se echaban las manos a la cabeza. Al comprobar que el techo del mundo estaba siendo vendido a unos advenedizos con dinero, gente que, sin la ayuda de los guías, habría tenido problemas incluso para escalar un pico tan modesto como el Monte Rainier
[6]
. Para los puristas, el Everest había sido profanado.

Las críticas señalaban también que, gracias a la comercialización del Everest, un pico antaño sagrado había sido arrastrado hasta el pantanoso terreno de la jurisprudencia estadounidense. Después de pagar cuantiosas sumas para que los acompañasen debidamente hasta la cima, ciertos escaladores habían demandado a sus guías por no conseguir su objetivo. «De vez en cuando te sale un cliente que cree haber comprado un billete a la cima —se lamentaba Peter Athans, reputado guía que ha participado en once viajes al Everest, alcanzando su cima en cuatro ocasiones—. Hay gente que no entiende que una expedición al Everest no puede funcionar como los trenes suizos».

Por desgracia, algunos de estos pleitos están justificados. Agencias ineptas o desacreditadas han fracasado en más de una ocasión a la hora de aportar el soporte logístico crucial prometido (por ejemplo, botellas de oxígeno). En algunas expediciones los guías han subido a la cima sin sus clientes, por lo que éstos han llegado a la conclusión de que sólo habían sido utilizados para pagar la factura. En 1995, el jefe de una expedición comercial se fugó con varios millares de dólares de sus clientes antes de iniciarse el viaje.

En marzo de 1995 un redactor de la revista
Outside
me telefoneó para proponerme participar en una expedición guiada al Everest que debía partir en el plazo de cinco días, y escribir un artículo sobre la drástica comercialización de la montaña y los conflictos intrínsecos. La revista no pretendía que yo escalara el pico; sus directores sólo querían que me quedara en el campamento base e hiciera mi crónica desde el glaciar de Rongbuk, en las estribaciones de la vertiente tibetana. Sopesé la oferta cuidadosamente —llegué incluso a reservar un vuelo y vacunarme de todo lo necesario—, pero en el último momento me eché atrás.

Dado el desdén que yo había mostrado por el Everest durante años, se podría pensar que decliné la oferta por una cuestión de principios. La verdad es que la llamada de
Outside
había despertado en mí un poderoso y bien sepultado deseo. Si dije “no” al encargo fue sólo porque creí que sería muy frustrante pasar dos meses a la sombra del Everest sin subir más allá del campamento base. Si debía viajar a la otra punta del globo y estar ocho semanas lejos de mi esposa y mi casa, quería tener la oportunidad de hacer cumbre.

Pregunté a Mark Bryant, el director de
Outside, si
era posible aplazar un año el encargo (en ese tiempo podría prepararme físicamente para la expedición). Pregunté asimismo si la revista podría apuntarme a una de las agencias de guías más famosas (y correr con el gasto de 65.000 dólares) facilitándome así la posibilidad de llegar a la cima. Yo no esperaba que Bryant aceptase mi plan. En los quince años precedentes había escrito para
Outside
más de sesenta artículos, y el presupuesto para viajes rara vez había superado los dos mil o tres mil dólares.

Bryant me telefoneó al día siguiente, tras haber hablado con el editor de
Outside
. Me dijo que la revista no estaba dispuesta a aflojar sesenta y cinco mil dólares, pero que él y el resto del consejo de redacción pensaban que la comercialización del Everest era una historia que valía la pena. Si yo tenía intención de escalar la montaña, insistió, la revista encontraría el modo de facilitarme las cosas.

Durante los treinta y tres años en que me consideré a mí mismo escalador, emprendí algunos proyectos difíciles. En Alaska había abierto una difícil ruta de acceso a la Moose Tooth y superado un ascenso en solitario al Devils Thumb (tres semanas a solas en un remoto casquete de hielo). Había realizado en Canadá y Colorado unas cuantas escaladas sobre hielo realmente difíciles. Cerca del extremo meridional de Suramérica, donde el viento barre la tierra como «la escoba de Dios», como dicen los lugareños, había escalado el cerro Torre, una aterradora aguja de granito vertical; vapuleada por vientos de cien nudos y cubierta por una capa frangible de escarcha atmosférica, antaño (que ya no) se la consideró la montaña más invencible del mundo.

Pero estas aventuras habían ocurrido años y hasta décadas atrás, cuando tenía entre veinte y cuarenta años. Ahora, a los cuarenta y uno, ya no me encontraba en mi mejor forma, tenía canas en la barba, las encías en mal estado y siete kilos de más adornando mi cintura. Estaba casado con una mujer a la que quería con pasión, y que me correspondía. Tras dar con una profesión más o menos tolerable, por primera vez en mi vida estaba por encima del umbral de la pobreza. Resumiendo, mi avidez por escalar había quedado menguada por una serie de pequeñas satisfacciones que, en conjunto, sumaban algo parecido a la felicidad.

Ninguna de mis ascensiones, por lo demás, me había llevado a alturas realmente grandes. A decir verdad, no había subido a más de 5.250 metros, altitud inferior a la del campamento base en el Everest.

Como voraz estudioso de la historia del alpinismo, sabía que el Everest se había cobrado más de ciento treinta vidas humanas desde la primera visita británica, en 1921 —aproximadamente un muerto por cada cuatro escaladores que habían coronado la cima—, y que muchos de los que allí habían perecido eran más fuertes y poseían mucha más experiencia que yo. Pero descubrí que los sueños infantiles se resisten a morir. A finales de febrero de 1996, Bryant me llamó para decir que me había conseguido una plaza en la próxima expedición de Rob Hall al Everest. Cuando me preguntó si estaba seguro de querer seguir adelante, le dije que sí sin pararme a meditar mi respuesta.

SOBREVOLANDO INDIA
- 29 de marzo de 1996 -
9.000 metros

Lo que hice fue explicarles una parábola. Es como si os hablara del planeta Neptuno, les dije, del Neptuno corriente, no del Paraíso, porque resulta que yo no sé nada del Paraíso. Así que esto va para vosotros y nada más que para vosotros. Pues bien, resulta que hay una gran mole de roca allá arriba, y debo advertiros de que en Neptuno la gente es muy estúpida, sobre todo porque cada cual vive atado a su propia cuerda. Y algunos, de ellos quiero hablaros en particular, estaban muy obsesionados con esa montaña. Aunque parezca increíble, a vida o muerte, esas personas habían adquirido un hábito e invertían todo su tiempo libre y todas sus energías en perseguir las nubes de su propia gloria arriba y abajo de las paredes más abruptas de la región. Y hasta el último de ellos volvía exaltado. Y no les faltaba razón, dije, pues era gracioso que incluso en Neptuno se las ingeniaran para perseguirse montaña arriba por las paredes más fáciles. Pero en cualquier caso estaban exaltados, y ello era apreciable tanto en la firmeza de su expresión como en la gratitud que brillaba en sus ojos. Y como ya he señalado, eso ocurrió en Neptuno, no en el Paraíso, donde es posible que no haya otra cosa que hacer.

John Menlove Edwards

Letter from a Man

A las dos horas del vuelo 311 de Thai Air entre Bangkok y Katmandú, me levanté de mi asiento y fui hasta la cola del avión. Cerca de los lavabos, en el lado de estribor, me agaché para atisbar por una ventanilla baja con la esperanza de ver alguna montaña.

No quedé decepcionado: a lo lejos, arañando el horizonte, se veían los afilados incisivos del Himalaya. Permanecí embelesado junto a la ventana el resto del trayecto, en cuclillas sobre una bolsa llena de latas vacías y restos de comida, con la cara pegada al frío plexiglás.

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