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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (27 page)

BOOK: Mal de altura
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Stuart Hutchison consiguió por fin despertarme a las 6:00 del día 11 de mayo.

—Andy no está en su tienda —dijo en tono lúgubre—, ni en ninguna de las otras. Creo que ni siquiera consiguió llegar.

—¿Harold desaparecido? —pregunté—. Imposible. Lo vi con mis propios ojos ir hacia el campamento.

Aturdido y confuso, me calcé las botas y salí corriendo a buscar a Harris. El viento aún era fuerte —lo suficiente para tirarme unas cuantas veces—, pero el día había amanecido despejado y luminoso, y la visibilidad era perfecta. Registré la mitad occidental del collado durante más de una hora, mirando detrás de las rocas y debajo de tiendas abandonadas tiempo atrás, pero no encontré rastro alguno de Harris. Mis venas eran una verdadera autopista de adrenalina. Los párpados se me cerraron, helados, cuando rompí a llorar. ¿Cómo podía faltar Andy? Era imposible.

Fui hasta el lugar donde Harris se había deslizado por el hielo justo encima del collado y luego rehíce metódicamente el camino que él había seguido de bajada, siguiendo un amplio barranco de nieve helada. En el punto donde le había visto por última vez, engullido por las nubes, un brusco giro a la izquierda habría llevado a Harris hasta las tiendas siguiendo unos quince metros cuesta arriba por una elevación de terreno pedregoso.

Sin embargo, observé que si en lugar de torcer a la izquierda había seguido recto, barranco abajo —lo cual habría sido fácil con aquel resplandor sin sombras incluso para alguien que no arrastrara el cansancio y el atontamiento del mal de altura—, Harris tenía que haber llegado rápidamente al borde occidental del collado. Desde allí, la pared gris de la cara del Lhotse caía en picada mil doscientos metros hasta el lecho del Cwm Occidental. Mientras estaba allí de pie, temeroso de acercarme un solo paso al borde, reparé en unas huellas de crampones casi borradas que se dirigían hacia el abismo. Aquellas huellas, me dije, sólo podían ser las de Andy Harris.

A mi llegada al campamento la tarde anterior, le había dicho a Hutchison que había visto a Harris acercarse sin novedad a las tiendas. Hutchison había radiado la noticia al campamento base, desde donde la habían transmitido vía satélite a la mujer con la que Harris vivía en Nueva Zelanda, Fiona McPherson, quien sintió un gran alivio al enterarse. Ahora, sin embargo, la mujer de Hall, Jan Arnold, tendría que hacer lo más inconcebible: llamar desde Christchurch a McPherson para comunicarle que había habido un horrible error, que Andy había desaparecido y que se le daba por muerto. Al imaginarme esta conversación telefónica, y teniendo en cuenta el papel que había desempeñado en todo ello, caí de rodillas entre convulsiones y no paré de vomitar mientras el viento helado me azotaba la espalda.

Después de una hora de buscar en vano, regresé a mi tienda en el momento en que Rob Hall llamaba por radio al campamento base; oí que Rob estaba cerca de la cumbre y pedía ayuda a los de abajo. Entonces Hutchison me explicó que Beck y Yasuko habían muerto y que Scott Fischer estaba en paradero desconocido, en algún lugar entre el campamento y la cima. Poco después, las pilas de nuestra radio fallaron y quedamos aislados del resto de la montaña. Alarmados por haber perdido contacto con nosotros, los miembros de la expedición de IMAX que estaban en el campamento II llamaron al equipo surafricano, cuyas tiendas se hallaban a escasa distancia de las nuestras. David Breashears —líder de IMAX y un alpinista al que conocía desde hacía veinte años— lo cuenta así: «Sabíamos que los surafricanos tenían una radio muy potente y que funcionaba. Pedimos a uno de sus compañeros del campamento II que avisara a Woodall, que estaba en el collado, y le dijese: “Esto es una emergencia. Aquí arriba está muriendo gente. Necesitamos contactar con los supervivientes del equipo de Hall para coordinar un rescate. Por favor, prestadle la radio a Jon Krakauer”. Woodall, sin embargo, se negó. A pesar de la evidencia, no les dio la gana dejarnos la radio».

Inmediatamente después de la expedición, mientras reunía datos para escribir el artículo para
Outside
, entrevisté a cuantos miembros me fue posible de los grupos de Hall y Fischer que estuvieron en la cima; hablé varias veces con la mayoría de ellos. Pero Martin Adams, que no se fiaba de los periodistas, se mantuvo inaccesible y eludió mis repetidos intentos de entrevistarlo hasta que el artículo entró en prensa.

Cuando a mediados de julio por fin di con él por teléfono y accedió a hablar, le pedí en primer lugar que explicase todo lo que recordaba acerca del ataque a la cima. Adams, uno de los más enteros aquel día, había ido cerca de la cabeza del grupo y más o menos a la par que yo durante buena parte de la escalada. Dado que su memoria parecía muy fiable, me interesaba mucho comprobar si su versión de los hechos encajaba con la mía.

Hacia el atardecer, cuando bajaba del Balcón, a 8.400 metros de altitud, Adams afirma que me vio a una distancia de unos quince minutos por delante de él, pero que pronto me perdió de vista, porque yo descendía más rápido.

«La siguiente vez que te vi —añade— casi era de noche y estabas cruzando la explanada del collado, a unos treinta metros del campamento. Te reconocí por el color rojo de tu chaqueta».

Poco después, Adams llegó a un escalón llano por encima de la pendiente de hielo que me había causado tantos problemas, y entonces cayó en una grieta de glaciar. Consiguió salir, pero para caer en otra grieta, esta vez más profunda. «Metido allá abajo, pensé: “Se acabó lo que se daba”. Me costó un buen rato, pero al final logré trepar hasta arriba. Cuando salí, tenía la cara cubierta de nieve, que rápidamente se convirtió en hielo. De pronto, a mano izquierda, vi a alguien sentado en el hielo. Me aproximé al individuo guiándome por la luz de la lámpara de su casco. Aún no había oscurecido del todo, pero era imposible ver las tiendas.

»Llegué adonde estaba el tipo aquel y le dije: “Oye, ¿dónde queda el campamento?” Fuera quien fuese, señaló con el dedo la dirección. “Ya decía yo”, repuse. El tipo murmuró: “Ten cuidado. Esto es más empinado de lo que parece. Quizá deberíamos bajar en busca de una cuerda”. Yo pensé: “Al cuerno. Me largo de aquí”. Entonces di dos o tres pasos, resbalé y caí por la pendiente con la cabeza por delante. Mientras patinaba por el hielo, el pico del piolet se enganchó en algún sitio y me hizo girar sobre mí mismo hasta frenarme antes de llegar abajo. Me levanté, fui tambaleándome hasta la tienda y eso es todo lo que pasó.

Mientras Adams relataba su encuentro con el anónimo escalador y su patinada sobre el hielo, sentí que se me secaba la boca y se me erizaba el vello de la nuca.

—Martin —le pregunté cuando hubo terminado de hablar—, ¿crees que pude ser yo el tipo que te encontraste allá arriba?

—¡No, hombre, no! —Rió—. No sé quién sería, pero tú seguro que no.

A continuación le conté mi encuentro con Andy Harris y la escalofriante serie de coincidencias: había topado con Harris más a menos a la misma hora en que Adams se encontraba con el desconocido, y casi en el mismo sitio. Gran parte de lo que Harris y yo hablamos se parecía misteriosamente al diálogo mantenido por Adams y el extraño. Luego Martin había patinado por el hielo de la misma manera que yo recordaba haber visto hacer a Harris.

Adams se mostró convencido tras discutirlo un rato más.

—Entonces fue contigo con quien hablé allá arriba —dijo estupefacto, reconociendo que debió de equivocarse cuando aquella tarde creyó verme cruzar el collado Sur—. Y fue conmigo con quien hablaste. O sea, que no se trataba de Andy Harris. Tío, me parece que si no me lo explicas…

Yo estaba pasmado. Llevaba dos meses diciendo a todo el mundo que Harris había encontrado la muerte al caer del collado Sur, cuando en realidad no era así. Mi error había agravado innecesariamente el dolor de Fiona McPherson, de los padres de Andy —Ron y Mary Harris—, de su hermano David y de sus muchos amigos.

Andy era corpulento —medía más de un metro ochenta y pesaba unos noventa kilos— y hablaba con un acusado acento neozelandés; Martin, por contra, era unos quince centímetros más bajo, pesaba alrededor de ochenta kilos y hablaba con el típico sonsonete texano. ¿Cómo podía haberme equivocado hasta tal punto? ¿Tan débil me encontraba que había mirado a alguien prácticamente desconocido para mí y lo había tomado por un amigo con quien había compartido las últimas seis semanas? Y si Andy no había llegado al campamento IV después de lograr la cima, ¿qué diablos le había ocurrido?

LA CIMA
- 10 de mayo de 1996, 15:40 h -
8.848 metros

Nuestro naufragio se debe sin duda a la súbita aparición del mal tiempo, que no parece tener explicación satisfactoria. No creo que ningún ser humano haya pasado todo un mes en las condiciones en que nosotros hemos tenido que hacerlo, y habríamos podido superarlo a pesar del tiempo si no hubiese sido por la enfermedad de un segundo compañero, el capitán Oates, la falta de combustible en nuestros tanques, que no sé explicar, y, por último, el temporal, que nos ha pillado a unos dieciséis kilómetros del depósito donde confiábamos reponer provisiones. La desgracia se superó a sí misma con este último revés […] Sabíamos que corríamos riesgos; las cosas se nos han puesto en contra y, por consiguiente, no hay de qué quejarse. Sólo nos resta plegarnos a la voluntad divina, y sacar lo mejor de nosotros mismos hasta el final. [… J Si hubiéramos sobrevivido, yo habría podido contar una historia sobre la audacia, la resistencia y el coraje de mis compañeros que habría conmovido el corazón de todos los ingleses. Estas notas y nuestros cadáveres tendrán que servir de texto.

Robert Falcon Scott, en Mensaje al público en general, redactado justo antes de su muerte en la Antártida, el 29 de marzo de 1912

Cuando Scott Fischer alcanzó la cima hacia las 15:40 del día 10 de mayo, encontró allí a su fiel amigo y sirdar Lopsang Jangbu, que estaba esperándolo. El sherpa sacó la radio, contactó con Ingrid Hunt en el campamento base y le pasó el walkie-talkie a Fischer. «Hemos coronado todos —le dijo Fischer a Hunt, que estaba tres mil quinientos metros más abajo—. Uf, qué cansado estoy». Al poco rato apareció Makalu Gau con dos sherpas. Rob Hall también estaba allí, esperando con impaciencia a que llegara Doug Hansen mientras unos nubarrones siniestros empezaban a envolver la arista del pico.

Según la versión de Lopsang, en los quince o veinte minutos que Fischer estuvo en la cima se quejó varias veces de que no se sentía bien, algo que el estoico guía no hacía casi nunca. «Scott decía: “Estoy muy cansado, y enfermo. Necesito algo para el estómago” —recuerda el sherpa—. Le di té, pero sólo bebió un poco, media taza. Así que le dije: “Scott, por favor, hay que bajar enseguida”. Y eso fue lo que hicimos».

Fischer inició el descenso hacia las 15:55. Lopsang dice que Scott había recurrido al oxígeno durante toda la ascensión y sólo había consumido una cuarta parte de la tercera botella al abandonar la cima, pero que por algún motivo se había quitado la mascarilla.

A poco de partir Fischer, lo hicieron también Gau y sus dos sherpas, y detrás de ellos Lopsang, dejando a Hall solo en la cumbre en espera de Hansen. Alrededor de las 16:00, poco después de que Lopsang empezara a bajar, Hansen apareció por fin con grandes esfuerzos. En cuanto Hall lo vio remontar penosamente el último obstáculo, corrió a echarle una mano.

El plazo fijado por Hall para dar media vuelta había terminado hacía dos horas. Conociendo el carácter conservador y exageradamente metódico del guía neozelandés, muchos de sus colegas han expresado extrañeza ante tan insólita decisión. ¿Por qué, se preguntan, no hizo retroceder a Hansen mucho antes, en cuanto quedó claro que éste iba muy rezagado?

Exactamente un año antes, Hall había obligado a Hansen a dar marcha atrás en la cima Sur, a las 14:30, lo que había supuesto un gran revés para éste. Doug me comentó varias veces que si había vuelto al Everest en 1996 era en gran parte a instancias de Hall —decía que Rob lo había llamado desde Nueva Zelanda «una docena de veces» animándolo a intentarlo otra vez—, y en esta ocasión estaba resuelto a lograrlo. «Quiero llegar arriba y olvidarme de ello para siempre —me había dicho tres días antes en el campamento II—. No quisiera tener que volver. Ya estoy viejo para estas cosas».

No parece arriesgado especular que como Hall había convencido a Hansen de que volviese a la montaña, debía de ser muy duro para él negarle por segunda vez la opción de alcanzar la cima. «Es muy duro decirle a alguien que dé media vuelta cuando está tan arriba —advierte Guy Cotter, un guía neozelandés que coronó el Everest con Hall en 1992 y que trabajó para éste en 1995, cuando Hansen hizo su primer intento—. Si un cliente ve que la cima está cerca y se ha propuesto conquistarla, se reirá de ti y seguirá subiendo». Como afirmaba el guía estadounidense Peter Lev en una entrevista a la revista
Climbing
tras la catástrofe: «Creemos que nos pagan para tomar decisiones, pero en realidad nos pagan para llegar a la cima».

En cualquier caso, Hall no mandó a Hansen de vuelta a las 14:00 (ni a las 16:00, cuando se reunió con él un poco más abajo de la cumbre). Según cuenta Lopsang, Hall hizo que Hansen le pasara el brazo por los hombros y lo ayudó a subir los últimos doce metros. Estuvieron en la cima sólo un par de minutos y luego emprendieron el largo descenso.

Al advertir que Hansen estaba agotado, Lopsang aflojó el paso para asegurarse de que éste y Rob salvaban sin problemas una peligrosa cornisa, al pie de la cima. Luego, deseoso de alcanzar a Fischer, quien para entonces le había sacado media hora de ventaja, el sherpa continuó cresta abajo dejando a Hall y Hansen en lo alto del escalón Hillary.

Parece ser que, una vez que Lopsang se perdió de vista, Hansen se quedó sin oxígeno y se desplomó. Había agotado todas sus fuerzas en el último tramo de la ascensión, y ya no le quedaba gas para el descenso. «Le había pasado prácticamente lo mismo el año anterior —dice Ed Viesturs, quien, al igual que Cotter, en 1995 trabajaba como guía para Hall—. Estuvo bien durante la subida, pero en cuanto empezó a bajar se derrumbó mental y físicamente; parecía un zombi, iba como si se hubiera quedado sin pilas».

A las 16:30, y de nuevo a las 16:41, Hall llamó por radio para decir que tenían problemas y que necesitaban oxígeno con urgencia. Dos botellas llenas los esperaban en la cima Sur; si Hall lo hubiera sabido, habría ido a buscarlas para volver después adonde se encontraba Hansen con una nueva reserva de oxígeno. Pero Andy Harris, que aún estaba en la Antecima padeciendo los estragos de su demencia hipóxica, oyó el comunicado y le advirtió a Hall —incorrectamente, como a Mike Groom y a mí— de que todas las botellas estaban vacías.

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