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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (21 page)

Aquella noche había más de cincuenta personas en el collado, apiñadas en tiendas plantadas muy juntas, y sin embargo el ambiente era de soledad. El rugir del viento hacía imposible comunicarse de una tienda a otra. En ese lugar dejado de la mano de Dios, me sentí desconectado de los demás escaladores —emocional, espiritual y físicamente— como no me había pasado nunca en ninguna expedición anterior. Me di cuenta de que éramos un equipo sólo de nombre. Aunque dentro de unas horas dejaríamos el campamento en grupo, cada cual ascendería a su antojo sin estar atado a nadie por cuerda alguna ni por un sentido profundo de la lealtad. Cada cliente estaba allí, como quien dice, por su cuenta y riesgo. Y mi caso no era diferente: deseaba, por ejemplo, que Doug consiguiera su propósito, pera si él daba media vuelta, yo iba a seguir esforzándome por lograr la cumbre.

En otro contexto una reflexión como ésa habría sido deprimente, pero estaba demasiado preocupado por el tiempo como para darle vueltas. Si el viento no paraba —y pronto—, la cima quedaría vedada para todos nosotros. A lo largo de la semana anterior los sherpas de Hall habían subido cincuenta y cinco botellas de oxígeno al collado. Aunque pueda parecer mucho, era apenas lo justo para facilitar un solo intento a cargo de tres guías, ocho clientes y cuatro sherpas. Y el precioso oxígeno se iba consumiendo incluso mientras estábamos en nuestras tiendas. En caso necesario podíamos cerrar la válvula y permanecer en el collado sin problemas durante unas 24 horas; más allá de eso, habría que subir o bajar.

Pero, oh maravilla, a las 19:30 el vendaval remitió de golpe. Herrod salió de la tienda de Lou y fue con paso vacilante en busca de sus compañeros. La temperatura seguía siendo fría, pero no soplaba viento, condiciones excelentes para escalar. Hall tenía un instinto extraordinario: parecía que lo hubiera previsto todo. «¡Jonno! ¡Stuart! —chilló desde la tienda de al lado—. Esto va en serio, chicos. Listos para el rock'n'roll a las once y media».

Mientras tomábamos té y preparábamos nuestros trastos de escalada, nadie habló gran cosa. Todos habíamos sufrido mucho para llegar a ese punto. Como Doug, yo había comido poco y no había pegado ojo desde que dejáramos el campo IV. Cada vez que tosía, era como si alguien me clavase un puñal entre las costillas, y el dolor hasta me hacía llorar. Pero si quería llegar a la cima, era preciso olvidarse de los achaques y escalar.

Veinticinco minutos antes de la medianoche, me ajusté la mascarilla de oxígeno, encendí el frontal y salí a la oscuridad. El grupo de Hall lo formábamos quince personas: tres guías, los ocho clientes y los sherpas Ang Dorje, Lhakpa Chhiri, Ngawang Norbu y Kami. Hall hizo que otros dos sherpas —Arita y Chuldurn— se quedaran de refuerzo en las tiendas dispuestos a movilizarse si había problemas.

El equipo de Mountain Madness —compuesto por los guías Fischer, Beidleman y Boukreev; seis sherpas; y los clientes Charlotte Fox, Tim Madsen, Klev Schoening, Sandy Pittinan, Lene Gamrnelgaard y Martin Adams— abandonó el collado Sur una hora después que nosotros
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.

Lopsang pretendía que sólo cinco sherpas de Mountain Madness acompañaran al grupo que debía atacar la cima, dejando a dos como refuerzo, pero, según sus palabras, «Scott abrió su corazón y les dijo a mis sherpas “Podéis subir todos”
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». Al final, Lopsang no hizo caso a Fischer y ordenó a su primo,
Big Bernba
, que se quedara abajo. «Pemba se ha enfadado —reconocía Lopsang—, pero yo le he dicho “O te quedas o no te vuelvo a dar trabajo”. Y se ha quedado en el campamento IV».

Poco después de partir el grupo de Fischer, Makalu Gau inició la ascensión con dos sherpas, incumpliendo así su promesa de que ningún taiwanés intentaría alcanzar la cima el mismo día que nosotros. Los surafricanos también habían tratado de ponerse en camino, pero la penosa ascensión desde el campamento III hasta el collado Sur los había agotado tanto que ni siquiera salieron de sus tiendas.

En conjunto, aquella noche partieron hacia la cumbre treinta y tres escaladores. Aunque dejamos atrás el collado Sur como miembros de tres expediciones distintas, nuestros destinos ya empezaban a entrelazarse, y lo harían mucho más a cada metro que ascendiéramos.

La noche poseía una belleza fría y fantasmagórica que iba en aumento a medida que subíamos. El cielo aparecía poblado de más estrellas de las que he visto nunca. Una luna casi llena surgió detrás del Makalu, a 8.480 metros, cubriendo el suelo bajo mis botas de una luz espectral y haciendo innecesario el empleo de frontales. Hacia el sureste, en la frontera indonepalesa, colosales masas de cúmulos flotaban sobre los ponzoñosos pantanos del Terai, iluminando el cielo con surreales relámpagos azules y anaranjados.

A las tres horas de camino, Frank decidió que algo andaba mal, se salió de la cola y se volvió al campamento. Su cuarta intentona de coronar el Everest había terminado.

No mucho después, Doug se desmarcó también. «En ese momento iba un poco por delante de mí —recuerda Lou—. De repente, se salió de la fila y se quedó allí de pie. Cuando llegué a su altura, me dijo que tenía frío, que se sentía mal y que regresaba a las tiendas». Rob, que cerraba la marcha, llegó poco después y estuvo hablando con Doug. Nadie oyó lo que decían, así que es imposible saberlo, pero el resultado fue que Doug volvió a la fila y siguió escalando.

El día antes de abandonar el campamento base, Rob nos había hablado a todos acerca de la importancia de obedecer sus órdenes cuando intentásemos el ataque a la cima. «Allá arriba no consentiré discusiones —nos advirtió, mirándome especialmente a mí—. Mi palabra será ley, y no habrá apelación posible. Si a alguien no le gustan mis decisiones, será un placer discutirlo después, pero no mientras estemos en plena escalada».

La fuente más obvia de posible conflicto era la posibilidad de que Rob decidiera dar media vuelta antes de alcanzar la cima. Pero había otra cosa que le preocupaba especialmente. Durante las últimas fases de la aclimatación, nos había permitido ciertas licencias para que ascendiéramos a nuestro propio ritmo; por ejemplo, a mí me había permitido que me adelantase al grupo principal en un par de horas o más. Ahora, sin embargo, hacía hincapié en que durante la primera mitad de la ascensión a la cima quería que subiéramos pegados los unos a los otros. «Hasta que lleguemos todos a la cresta de la arista Sureste —dijo, refiriéndose al característico promontorio de 8.418 metros conocido como el Balcón—, cada cual deberá guardar una distancia máxima de cien metros con el siguiente. Esto es esencial. Escalaremos de noche, y quiero que los guías puedan tener a todo el mundo controlado».

Ascendiendo en las horas previas a la madrugada del 10 de mayo, los que íbamos en cabeza del grupo nos vimos obligados a parar repetidas veces y esperar en medio de un frío de muerte a que nos alcanzaran los miembros más lentos. En una ocasión Mike Groom, Ang Dorje y yo estuvimos sentados más de tres cuartos de hora en un saliente cubierto de nieve, tiritando y batiendo manos y pies para que no se nos congelaran. Pero lo más terrible de soportar no era el frío, sino el tiempo que perdíamos.

A las 3:45, Mike dijo que nos habíamos adelantado demasiado y que debíamos esperar otra vez. Pegándome a un afloramiento de roca con el fin de eludir la helada brisa que ahora soplaba del oeste, miré hacia abajo e intenté identificar a los escaladores que iban acercándose por la pendiente a la luz de la Luna. Vi que varios miembros del grupo de Fischer habían alcanzado a nuestro grupo: la gente de Hall, la de Mountain Madness y los taiwaneses estaban ahora mezclados en una cola intermitente. Fue entonces cuando reparé en algo que me llamó la atención.

Veinte metros más abajo, una figura alta embutida en chaqueta y pantalones de un amarillo chillón iba enganchada a la espalda de un pequeño sherpa mediante un metro de cuerda; el sherpa, que no llevaba mascarilla de oxígeno y resoplaba de mala manera, tiraba de su compañero como un caballo de un arado. La extraña pareja iba adelantando a buen ritmo a otros escaladores, pero aquella técnica —conocida como short-roping y empleada para asistir a un montañero herido o sin fuerzas— parecía peligrosa y extremadamente incómoda para ambos. Al final los reconocí: el sherpa era el flamante sirdar de Fischer, Lopsang Jangbu, y el cliente de amarillo Sandy Pittman.

Neal Beidleman, que también observó que Lopsang remolcaba a Pittman, recuerda que «mientras yo subía, vi a Lopsang inclinado sobre la cuesta, aferrándose a la roca como una araña y tirando de Sandy con una correa. Me pareció raro y bastante peligroso. No sabía muy bien cómo tomármelo».

A eso de las 4:15, Mike nos dio el visto bueno para seguir ascendiendo. Ang Dorje y yo empezamos a escalar tan rápido como pudimos a fin de entrar en calor. Cuando las primeras luces del amanecer alumbraron el horizonte por el este, el terreno rocoso que habíamos ascendido dio paso a un amplio barranco de nieve sin consolidar. Relevándonos para abrir huella, con la nieve hasta las rodillas, Ang Dorje y yo alcanzamos la cresta de la arista Sureste a las 5:30, cuando el sol ya asomaba en el cielo. Tres de los cinco picos más altos del mundo aparecieron recortados contra el fondo color pastel de la aurora. Mi altímetro marcaba 8.415 metros.

Hall me había dejado bien claro que no debía seguir subiendo hasta que todo el grupo se hubiera reunido en el Balcón, así que me senté en mi mochila a esperar. Cuando por fin llegaron Rob y Beck, que cerraban la fila, yo llevaba allí más de una hora y media. Mientras tanto, la gente de Fischer y los taiwaneses habían pasado de largo. Malgastar tanto tiempo y quedarme a la cola de los demás hizo que me sintiese frustrado, pero entendía la lógica de Hall y me tragué la rabia lo mejor que pude.

Yo llevaba treinta y cuatro años escalando montañas, y había descubierto que los aspectos más gratificantes del alpinismo se derivan de la importancia que se da a la confianza en uno mismo, a tomar decisiones críticas y afrontar las consecuencias. Cuando alguien participa como cliente en una expedición se ve obligado a renunciar a todo eso y más. Por seguridad, un guía responsable siempre querrá tenerlo todo controlado, pues sabe que no puede permitirse el lujo de que cada cliente decida por su cuenta cosas importantes.

Así pues, durante toda la expedición los clientes habíamos permanecido forzosamente pasivos. Los sherpas marcaban la ruta, montaban los campamentos, cocinaban, acarreaban el equipaje, lo cual nos ahorraba esfuerzos y aumentaba enormemente nuestras posibilidades de alcanzar la cima, pero para mí era muy poco satisfactorio. A veces tenía la sensación de estar escalando por delegación. Aunque había aceptado ese papel por el gusto de subir al Everest con Hall, no conseguía acostumbrarme a ello. Cuál no sería mi alegría cuando a las 7:10 Hall llegó a lo alto del Balcón y me dio el visto bueno para que siguiera.

Una de las primeras personas que alcancé cuando me puse otra vez en marcha fue Lopsang, que estaba arrodillado en la nieve al lado de un vómito. Normalmente, y a pesar de que nunca usaba oxígeno adicional, era el miembro más fuerte de los grupos en que participaba. Como me dijo orgulloso tras la expedición: «Cuando escalo una montaña soy siempre el primero, el que fija la cuerda. En 1995, con Rob Hall, fui en cabeza desde el campamento base hasta la cima del Everest, todas las cuerdas las fijé yo». Su posición cerca de la retaguardia de Fischer, y su manera de devolver todo lo que tenía en el estómago, parecía indicar que algo iba realmente mal.

La tarde del día anterior, Lopsang había quedado agotado cargando con el teléfono vía satélite de Pittman —además del resto de sus cosas— desde el campo III hasta el IV. Cuando Beidleman vio al sherpa echarse al hombro aquel fardo enorme, le dijo que no hacía falta llevar el teléfono al collado Sur y le sugirió que lo dejara. «Yo no quería llevar el teléfono —admitió después Lopsang, en parte porque no había funcionado muy bien en el campamento III y también porque era aún menos probable que lo hiciera en las condiciones más duras del campo IV—, pero Scott me dijo: “Si no lo llevas tú, lo llevo yo.” De modo que até el teléfono a la mochila y lo subí al campo IV… Por eso acabé tan cansado».

Y ahora Lopsang acababa de remolcar a Sandy Pittman durante cinco o seis horas, lo que no sólo agravó considerablemente su fatiga, sino que, además, le impidió establecer la ruta. Como la inesperada ausencia de Lopsang en cabeza de la cordada tuvo consecuencias adversas en el balance de la jornada, su decisión de remolcar a Pittman provocó críticas y sorpresa. «No se me ocurre por qué hacía short-roping con Sandy —dice Beidleman—. De repente fue como si perdiera los papeles, el orden de prioridades».

Por su parte, Pittman aseguraba que no le había pedido ayuda al sherpa. Tras partir del campamento IV al frente del grupo de Fischer, Lopsang la hizo bruscamente a un lado y le pasó una vuelta de cuerda por la parte frontal del arnés. Luego, sin consultarla, prendió el otro extremo a su propio arnés y empezó a tirar. Sandy mantiene que Lopsang la arrastró pendiente arriba en contra de su deseo, lo cual plantea una pregunta: tratándose de una neoyorquina famosa por su carácter impulsivo (tan inquebrantable era, que en el campamento base unos neozelandeses la habían bautizado «Sandy Pit Bull»), ¿por qué no desenganchó sencillamente la cuerda que la ataba a Lopsang, para lo cual no habría tenido más que alargar la mano y abrir el mosquetón?

Pittman explica que no se desenganchó del sherpa por respeto a la autoridad de éste: «No quería herir los sentimientos de Lopsang». Añade que, aunque no miró el reloj, cree recordar que sólo la había remolcado «una hora o una hora y media
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», no cinco o seis como varios escaladores comentaron y Lopsang confirmó después.

Lopsang, que en múltiples ocasiones había expresado un abierto desdén hacia Pittman, dio versiones contradictorias del incidente. A Peter Goldman —el abogado de Seattle que en 1995 había subido al Broad Peak con Scott y el propio Lopsang y era uno de los mejores y más antiguos amigos de Fischer— le dijo que, como estaba muy oscuro, confundió a Pittman con la danesa Lene Gammelgaard y dejó de remolcarla tan pronto como cayó en la cuenta del error con la primera luz del día. Pero luego, en una extensa entrevista grabada que me concedió, Lopsang insistía con bastante convicción en que supo en todo momento que estaba tirando de Pittman y que lo había decidido así «porque Scott quería que todos los clientes subieran a la cima, y yo pensé que Sandy sería la más débil del grupo, la más lenta. Por eso quise que fuera en cabeza».

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