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Authors: Jon Krakauer

Tags: #Aventuras, Biografía, Drama

Mal de altura (14 page)

BOOK: Mal de altura
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En 1984, trabajando como pinche para un grupo de senderistas occidentales, llamó la atención de una pareja canadiense formada por Marion Boyd y Graem Nelson. Según cuenta Boyd, «yo echaba de menos a mis hijos, y cuando fui conociendo a Ang Dorje, me recordó mucho a mi hijo mayor. Ang Dorje era listo, tenía ganas de aprender y casi pecaba de concienzudo. Acarreaba fardos enormes y casi cada día sangraba por la nariz. Yo estaba fascinada».

Tras conseguir la aprobación de la madre de Ang Dorje, Boyd y Nelson empezaron a mantener al joven sherpa para que pudiera volver al colegio. «Nunca olvidaré su examen de ingreso (para ser admitido en la escuela primaria regional de Khumjung, fundada por
sir
Edmund Hillary). Era de estatura muy baja, apenas un adolescente. Estábamos metidos en una sala pequeña con el director y cuatro maestros. A Ang Dorje le temblaban las rodillas mientras intentaba resucitar los pocos conocimientos que había aprendido para pasar la prueba oral. Todos sudamos sangre (…) pero le aceptaron con la condición de que fuera a la clase de los niños de los primeros cursos».

Ang Dorje demostró ser un alumno capacitado y consiguió terminar la enseñanza primaria antes de volver a trabajar en la industria del
trekking
y la escalada. La pareja canadiense, que regresó al Khumbu en varias ocasiones, fue testigo de su maduración. «Gracias a que comía bien por primera vez, Ang Dorje empezó a crecer y hacerse fuerte —recuerda Marion Boyd—. Nos hablaba con gran entusiasmo del día en que aprendió a nadar en una piscina de Katmandú. A los veinticinco años aprendió a montar en bicicleta y durante un tiempo se aficionó a la música de Madonna. Supimos que ya era un hombre maduro cuando nos hizo su primer regalo, una alfombra tibetana de las mejores. El también quería dar, no sólo recibir».

Tan pronto la reputación de Ang Dorje como escalador con recursos se extendió entre los alpinistas occidentales, fue ascendido al rango de sirdar, y en 1992 entró a trabajar para Rob Hall en el Everest; cuando Hall montó su expedición de 1996, Ang Dorje ya había coronado el pico en tres ocasiones. Con respeto y evidente afecto, el neozelandés se refería a él como «mi mejor elemento» y mencionó varias veces que consideraba el papel de Ang Dorje de vital importancia para el éxito de nuestra expedición.

El sol estaba alto cuando el último de mis compañeros llegó al campamento I, pero a mediodía una capa de cirros había aparecido por el sur; a eso de las tres el glaciar estaba cubierto de nubes densas y la nieve golpeaba con furia las tiendas de campaña. La tormenta duró toda la noche; por la mañana, cuando salí de la tienda que compartía con Doug, el glaciar estaba cubierto por más de un palmo de nieve. Docenas de aludes retumbaban por encima de nuestras cabezas, pero afortunadamente el campamento quedó fuera de su alcance.

Con las primeras luces del jueves 18 de abril, reunimos nuestras cosas bajo un cielo despejado y nos pusimos en camino hacia el campamento II, del que nos separaban seis kilómetros de distancia y un desnivel de quinientos metros. La ruta nos llevó por las suaves pendientes del Cwm Occidental, el congosto más elevado de la Tierra, un desfiladero en forma de herradura excavado en el corazón del macizo por el glaciar del Khumbu. Los bastiones de 7.800 metros del Nuptse definían la pared derecha del valle, la imponente cara Sur del Everest formaba la pared izquierda, y en su cabecera se cernía el ancho pico del Lhotse.

La temperatura era brutalmente fría cuando partimos del campo I, y mis manos semejaban dos garras dolorosamente rígidas, pero cuando los primeros rayos de sol tocaron el glaciar, las paredes del Cwm recogieron y amplificaron el calor como un enorme horno solar. De repente, noté que me sofocaba y temí la aparición de otra migraña como la que había sufrido en el campo base, así que me quedé en ropa interior y me puse un puñado de nieve bajo la gorra de béisbol. Durante las tres horas siguientes me arrastré por el glaciar parando únicamente a beber de la cantimplora y llenar de nieve la gorra a medida que se derretía sobre mi pelo apelmazado.

A 6.400 metros, mareado por el calor, topé con un objeto grande envuelto en plástico azul a un lado del sendero. Mi materia gris maltratada por la altitud tardó más de un minuto en asimilar que el objeto era un cuerpo humano. Perplejo e inquieto a la vez, lo contemplé durante largo rato. Aquella noche, cuando pregunté a Hall al respecto, me dijo que probablemente la víctima fue un sherpa que había muerto hacía tres años.

Situado a 6.500 metros, el campamento II consistía en ciento veinte tiendas diseminadas por la roca viva de la morrena lateral del glaciar. La altitud se manifestaba aquí con una fuerza malévola, e hizo que me sintiera como si tuviese una resaca horrible. Demasiado deshecho para comer o incluso leer, en los dos días que siguieron apenas si salí de la tienda, procurando evitar hasta el mínimo esfuerzo. El sábado me sentí un poco mejor y subí unos trescientos metros para hacer un poco de ejercicio y acelerar mi proceso de aclimatación. Una vez en la cabecera del Cwm Occidental, a una cincuentena de metros del camino principal, topé con otro cuerpo en la nieve, o mejor, la mitad inferior de un cuerpo. El tipo de ropa y las viejas botas de piel sugerían que la víctima era europea y que el cadáver llevaba en la montaña diez o quince años por lo menos.

El primer cadáver me había dejado temblando durante varias horas; la impresión que me llevé al encontrarme este otro desapareció casi de inmediato. Pocos de los alpinistas que pasaban por allí dedicaban a aquellos cadáveres más que una mirada fugaz. Era como si existiese un acuerdo tácito con la montaña para fingir que aquellos restos disecados no eran reales, como si ninguno de nosotros quisiera admitir lo que se jugaba en la ascensión.

El lunes 22 de abril, un día después de regresar al campamento base, Andy Harris y yo fuimos hasta el recinto de los surafricanos para reunirnos con el equipo y tratar de averiguar las causas de su desánimo. A quince minutos cuesta abajo de nuestras tiendas, su campamento se amontonaba sobre un montículo de rocalla helada. Las banderas nacionales de Nepal y Suráfrica, junto con banderines de Kodak, Apple Computer y demás patrocinadores, ondeaban de un par de astas de aluminio. Andy asomó la cabeza a su tienda comedor, ofreció su sonrisa más seductora y preguntó: «Hola, ¿hay alguien en casa?»

Resultó que Ian Woodall, Cathy O'Dowd y Bruce Herrod estaban en la Cascada de Hielo, bajando del campo II, pero la novia de Woodall, Alexandrine Gaudin, y su hermano Philip se hallaban presentes. También estaba allí una joven muy alegre que se presentó como Deshun Deysel y que enseguida nos invitó a tomar el té. Los tres miembros del equipo parecían poco preocupados por las informaciones sobre la dudosa conducta de Woodall y los rumores que predecían la desbandada inminente de la expedición.

«He escalado en hielo por primera vez hace un par de días —dijo Deysel entusiasmada, señalando hacia un serac cercano donde varios expedicionarios habían estado practicando—. Me pareció muy emocionante. Espero subir a la Cascada de Hielo dentro de unos días». Mi intención era preguntarle sobre las mentiras de Ian y cómo había encajado el que no la hubiesen incluido en la lista del permiso de escalada, pero era tan ingenua y estaba tan animada que no tuve arrestos para hacerlo.

Tras unos veinte minutos de charla, Andy hizo extensiva una invitación a todo el equipo, incluido Ian, para que vinieran aquella tarde a nuestro campamento «a echar un traguito».

Cuando volví a nuestras tiendas encontré a Rob, la doctora Caroline Mackenzie y la doctora del equipo de Scott Fischer, Ingrid Hunt, en plena conversación radiofónica con alguien que estaba arriba, en la montaña. Aquella misma mañana, bajando del campo II, Fischer se había encontrado a uno de sus sherpas, Ngawang Topche, sentado en el glaciar a 6.400 metros de altitud. Ngawang era un veterano escalador de treinta y ocho años oriundo del valle de Rolwaling, desdentado y buena persona. Había estado acarreando bultos y haciendo otras cosas más allá del campamento base durante tres días, pero sus compañeros se quejaban de que se pasaba el rato sentado y no hacía su parte del trabajo.

Cuando Fischer interrogó a Ngawang, éste admitió que se sentía débil y mareado desde hacía más de dos días, de modo que Fischer le dijo que bajara de inmediato al campamento base. Pero la cultura sherpa tiene un elemento viril que hace que muchos hombres sean extremadamente reacios a reconocer cualquier dolencia física. Un sherpa no debe enfermar a causa de la altitud, sobre todo si viene de Rolwaling, región famosa por sus grandes escaladores. Es más, el que enferma y lo admite abiertamente entra en la lista negra y no encuentra empleo en nuevas expediciones. De ahí que Ngawang hiciera caso omiso de las instrucciones de Fischer y, en vez de bajar, subiera al campamento II para pasar allí la noche.

Fischer llegó a las tiendas a última hora de la tarde y descubrió que Ngawang estaba delirando, se tambaleaba como un borracho y expectoraba una espuma rosa, sanguinolenta: síntomas indicativos de edema pulmonar provocado por subir demasiado rápido
[20]
. El único remedio para esta enfermedad potencialmente mortal es un descenso rápido; si la víctima permanece a gran altura durante mucho tiempo, la muerte es más que probable.

A diferencia de Hall, que insistía en que más arriba del campamento base nuestro grupo escalara unido y bajo la estrecha vigilancia de los guías, Fischer creía en dar a sus clientes plena libertad para subir o bajar por su cuenta durante el período de aclimatación. Como consecuencia de ello, cuando se supo que Ngawang estaba gravemente enfermo en el campamento II, cuatro clientes de Fischer —Dale Kruse, Pete Schoening, Klev Schoening y Tim Madsen— se hallaban presentes, pero no había ningún guía. La responsabilidad de bajar a Ngawang recayó por tanto en Klev Schoening y Madsen. Este último, de treinta y tres años, trabajaba en una patrulla de esquí en Aspen (Colorado), y nunca había estado más arriba de los 4.200 metros antes de esta expedición, a la que se había apuntado a instancias de su novia, la veterana Charlotte Fox.

Cuando entré en la tienda comedor, la doctora Mackenzie estaba hablando por radio con alguien del campamento II: «Dale acetazolamida, dexametasona y diez miligramos de nifedipina sublingual… Sí, conozco el riesgo. De todas maneras, dáselo… El peligro de que muera de edema pulmonar antes de que podamos bajarlo es muchísimo mayor que el de que la nifedipina reduzca su presión sanguínea a un nivel crítico. ¡Confía en mí, por favor! ¡Dale esa medicación! ¡Y rápido!»

Sin embargo, las drogas no parecían mejorar el estado de Ngawang, como tampoco el administrarle oxígeno adicional o meterlo dentro de la bolsa de Gamow, una cámara hiperbárica consistente en un saco de plástico hinchable del tamaño de un ataúd donde se ha incrementado la presión atmosférica para simular una altitud inferior. Al atardecer, Schoening y Madsen empezaron a bajar a Ngawang con muchos esfuerzos, empleando la bolsa de Gamow desinflada a modo de tobogán mientras el guía Neal Beidleman y un equipo de sherpas subían desde el campamento base para reunirse con ellos.

Beidleman alcanzó a Ngawang al ponerse el sol casi en lo alto de la cascada y se hizo cargo del rescate, dejando que Schoening y Madsen volvieran al campamento II para proseguir con su aclimatación. El sherpa tenía tanto líquido en los pulmones, recordaba Beidleman, «que cuando respiraba era como oír una pajita rebañando el fondo de un vaso de batido. Mientras bajábamos por la cascada, Ngawang se quitó la mascarilla de oxígeno e introdujo los dedos para sacar unas mucosidades de la válvula de entrada. Cuando retiró la mano le iluminé con el frontal y vi que tenía la manopla totalmente roja, empapada de la sangre que había estado tosiendo dentro de la mascarilla. Entonces le iluminé la cara y vi que también estaba cubierta de sangre.

»Ngawang me miró, y noté que estaba muy asustado. Tratando de disimular, le mentí y le dije que no se preocupara, que la sangre era de un corte que tenía en el labio. Eso le calmó un poco, y seguimos bajando». Para evitar que Ngawang tuviera que realizar esfuerzos, lo que habría complicado su edema, en varios momentos de la escalada Beidleman se lo cargó a la espalda. Era más de medianoche cuando por fin llegaron al campamento base.

Con ayuda de oxígeno y la vigilancia de la doctora Hunt durante toda la noche, Ngawang mostró una leve mejoría a la mañana siguiente. Fischer, Hunt y la mayoría de los demás médicos que lo trataban confiaban en que el sherpa siguiera mejorando ahora que se hallaba a algo más de mil cien metros por debajo del campamento II; un descenso de seiscientos metros suele bastar para conseguir una total recuperación del edema pulmonar, motivo por el cual, según explica Hunt, «no se pensó en un helicóptero» para evacuar a Ngawang del campamento base a Katmandú, traslado que habría tenido un coste de 5.000 dólares.

«Por desgracia —dice Hunt—, la mejoría de Ngawang no se produjo. A última hora de la mañana, volvió a empeorar». En aquel momento, Hunt decidió que el sherpa debía ser evacuado, pero entonces el cielo se había encapotado y el helicóptero no podía despegar. Propuso al sherpa Ngima Kale, el
sirdar
del campamento base de Fischer, que reuniera a un puñado de sherpas para transportar a Ngawang a pie hasta el valle, pero Ngima se mostró en desacuerdo con la idea. Según Hunt, el
sirdar
negó de manera tajante que Ngawang tuviera edema pulmonar o cualquier otra forma de enfermedad producida por la altitud, y afirmó que «más bien padecía de “gástrico”, el término nepalí para indicar un dolor de estómago», y que la evacuación era innecesaria.

Hunt convenció a Ngima de que permitiera a dos sherpas que la ayudaran a llevar a Ngawang a una altitud menor. Sin embargo, el enfermo caminaba tan lentamente y con tanto esfuerzo que tras cubrir menos de medio kilómetro, Hunt comprendió que el sherpa no podría avanzar por su propio pie y que sería necesaria mucha más ayuda. Así pues, dio media vuelta y volvió a llevar a Ngawang al campamento de Mountain Madness, «para reconsiderar mis opciones», dice ella.

El estado de Ngawang siguió empeorando a medida que transcurría el día. Cuando Hunt intentó volver a meterlo en la bolsa de Gamow, Ngawang se negó, aduciendo, igual que antes Ngima, que no padecía de edema pulmonar. Hunt consultó con otros médicos del campamento base (como había hecho durante toda la expedición), pero no tuvo oportunidad de hablar de la situación a Fischer.

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