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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (45 page)

BOOK: Los tres mosqueteros
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Lo encontraron de pie, menos pálido de lo que lo había visto D’Artagnan durante su primera visita, y sentado a una mesa en la que, aunque estuviese solo, había comida para cuatro personas; aquella comida se componía de viandas galanamente aderezadas, de vinos escogidos y de frutos soberbios.

—¡Ah, pardiez! —dijo levantándose—. Llegáis a punto, señores, estaba precisamente en la sopa y vais a comer conmigo.

—¡Oh, oh! —dijo D’Artagnan—. No es Mosquetón quien ha cogido a lazo tales botellas; además, aquí hay un fricandó mechado y un filete de buey…

—Me voy recuperando —dijo Porthos—, me voy recuperando; nada debilita tanto como esos malditos esguinces. ¿Habéis tenido vos esguinces, Athos?

—Jamás; sólo recuerdo que en nuestra escaramuza de la calle de Férou recibí una estocada que al cabo de quince o dieciocho días me produjo exactamente el mismo efecto.

—Pero esta comida no era sólo para vos, mi querido Porthos —dijo Aramis.

—No —dijo Porthos—; esperaba a algunos gentileshombres de la vecindad que acaban de comunicarme que no vendrán; vos los reemplazaréis, y yo no perderé en el cambio. ¡Hola, Mosquetón! ¡Sillas, y que se doblen las botellas!

—¿Sabéis lo que estamos comiendo? —dijo Athos al cabo de diez minutos.

—Pardiez —respondió D’Artagnan—; yo como carne de buey mechada con cardos y con tuétanos.

—Y yo chuletas de cordero —dijo Porthos.

—Y yo una pechuga de ave —dijo Aramis.

—Todos os equivocáis, señores —respondió Athos—; coméis caballo.

—¡Vamos! —dijo D’Artagnan.

—¿Caballo? —preguntó Aramis con una mueca de disgusto.

Sólo Porthos no respondió.

—Sí, caballo, ¿no es cierto, Porthos, que comemos caballo? Quizá incluso con arreos y todo.

—No, señores; he guardado el arnés —dijo Porthos.

—A fe que todos somos iguales —dijo Aramis—; se diría que estábamos de acuerdo.

—¡Qué queréis! —dijo Porthos—. Este caballo causaba vergüenza a mis visitantes y no he querido humillarlos.

—Y en cuanto a vuestra duquesa, sigue en las aguas, ¿no es cierto? —prosiguió D’Artagnan.

—Allí sigue —respondió Porthos—. Palabra que el gobernador de la provincia, uno de los gentileshombres que esperaba a cenar hoy, parecía desearlo tanto que se lo he dado.

—¡Dado! —exclamó D’Artagnan.

—¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra —dijo Porthos—; porque ciertamente valía ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha querido pagármelo más que en ochenta.

—¿Sin la silla? —dijo Aramis.

—Sí, sin la silla.

—Observaréis, señores —dijo Athos—, que, pese a todo, Porthos ha sido el que mejor negocio ha hecho de todos nosotros.

Se produjo entonces un hurra de risas que dejaron al pobre Porthos completamente atónito; pero pronto se le explicó la razón de aquella hilaridad, que él compartió ruidosamente, según su costumbre.

—¿De modo que todos tenemos dinero? —dijo D’Artagnan.

—No por lo que mí toca —dijo Athos—; me ha parecido tan bueno el vino español de Aramis que he hecho cargar sesenta botellas en el furgón de los lacayos; eso me ha dejado sin nada.

—En cuanto a mí —dijo Aramis—, imaginaos que di hasta mi último céntimo a la iglesia de Montdidier y a los jesuitas de Amiens, he tenido que hacerme cargo de los compromisos que había contraído, misas encargadas por mí y para vos, señores; que se dirán, señores, y que no dudo que nos han de servir de maravilla.

—Y yo —dijo Porthos—, ¿creéis que mi esguince no me ha costado nada? Sin contar la herida de Mosquetón, por la que he tenido que hacer venir al cirujano dos veces al día, el cual me ha hecho pagar doble sus visitas, so pretexto de que ese imbécil de Mosquetón había ido a recibir una bala en un lugar que no se enseña generalmente más que a los boticarios; por eso le he recomendado encarecidamente no volver a dejarse herir ahí.

—Vamos, vamos —dijo Athos, cambiando una sonrisa con D’Artagnan y Aramis—, veo que os habéis comportado a lo grande con vuestro pobre mozo; es propio de un buen amo.

—En resumen —continuó Porthos—: pagados mis gastos, me quedará una treintena de escudos.

—Y a mí una decena de pistolas —dijo Aramis.

—Vamos —dijo Athos—, parece que nosotros somos los Cresos de la sociedad. De vuestras cien pistolas, ¿cuánto os queda, D’Artagnan?

—¿De mis cien pistolas? En primer lugar, os he dado cincuenta.

—¿Eso creéis?

—¡Pardiez!

—Ah, es cierto, ahora me acuerdo.

—Luego he pagado seis al hostelero.

—¡Qué animal de hostelero! ¿Por qué le habéis dado seis pistolas?

—Es lo que vos me dijisteis que le diese.

—Es cierto que soy demasiado bueno. En resumen, ¿qué queda?

—Veinticinco pistolas —dijo D’Artagnan.

—Y yo —dijo Athos, sacando algo de calderilla de su bolsillo—, yo…

—Vos, nada.

—A fe que es tan poco que no merece la pena juntarlo en el montón.

—Ahora calculemos cuánto poseemos en total. ¿Porthos?

—Treinta escudos.

—¿Aramis?

—Diez pistolas.

—¿Y vos, D’Artagnan?

—Veinticinco.

—Eso hace un total… —dijo Athos.

—Cuatrocientas setenta y cinco libras —dijo D’Artagnan, que contaba como Arquímedes.

—Llegados a París, tendremos todavía cuatrocientas —dijo Porthos—, además de los arneses.

—Pero ¿nuestros caballos de escuadrón? —dijo Aramis.

—Bueno, los cuatro caballos de los lacayos nos servirán como dos de amo, que echaremos a suertes; con las cuatrocientas libras se hará una mitad para uno de los desmontados, luego dejaremos las migajas de nuestros bolsillos a D’Artagnan, que tiene buena mano y que irá a jugarlas al primer garito.

—Cenemos entonces —dijo Porthos—; esto se enfría.

Los cuatro amigos, más tranquilos desde entonces por su futuro, hicieron honor a la comida, cuyas sobras fueron abandonadas a los señores Mosquetón, Bazin, Planchet y Grimaud.

Al llegar a París, D’Artagnan encontró una carta del señor de Tréville, quien le prevenía de que, a petición suya, el rey acababa de concederle el favor de ingresar en los mosqueteros
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.

Como esto era todo lo que D’Artagnan ambicionaba en el mundo, aparte por supuesto, de volver a encontrar a la señora Bonacieux, corrió todo contento en busca de sus camaradas, a los que acababa de dejar hacía media hora, y a los que encontró muy tristes y muy preocupados. Estaban reunidos todos en consejo en casa de Athos, cosa que indicaba siempre circunstancias de cierta gravedad.

El señor de Tréville acababa de hacerles avisar que la intención muy meditada de Su Majestad era iniciar la campaña el primero de mayo, y tenían que preparar de inmediato los equipos.

Los cuatro filósofos se miraron todo pasmados: el señor de Tréville no bromeaba en materia de disciplina.

—¿Y en cuánto estimáis esos equipos? —dijo D’Artagnan.

—¡Oh! No hay más que decirlo —prosiguió Aramis—, acabamos de hacer nuestras cuentas con una cicatería de espartanos y necesitamos cada uno de nosotros mil quinientas libras.

—Cuatro por quinientas son dos mil; o sea, en total seis mil libras —dijo Athos.

—Yo creo —dijo D’Artagnan— que bastará con mil libras cada uno; cierto que no hablo como espartano, sino como procurador…

Esta palabra de procurador despertó a Porthos.

—¡Vaya, tengo una idea! —dijo.

—Algo es algo; yo no tengo siquiera ni la sombra de una —dijo fríamente Athos—; en cuanto a D’Artagnan, señores, la felicidad de ser en adelante uno de nosotros le ha vuelto loco. ¡Mil libras! Declaro que para mí sólo necesito dos mil.

—Cuatro por dos son ocho —dijo entonces Aramis—; por tanto, son ocho mil liras las que necesitamos para nuestros equipos, equipos de los que, es cierto, tenemos ya las sillas.

—Además —dijo Athos, esperando a que D’Artagnan, que iba a dar las gracias al señor de Tréville, hubiese cerrado la puerta—; además de ese hermoso diamante que brilla en el dedo de nuestro amigo. ¡Qué diablo! D’Artagnan es demasiado buen camarada para dejar a sus hermanos en el apuro cuando lleva en su dedo corazón el rescate de un rey.

Capítulo XXIX
La caza del equipo

E
l más preocupado de los cuatro amigos era, por supuesto, D’Artagnan, aunque D’Artagnan, en su calidad de guardia, fuera más fácil de equipar que los señores mosqueteros, que eran señores; pero nuestro cadete de Gascuña era, como se habrá podido ver, de un carácter previsor y casi avaro, aunque también fantasioso hasta el punto (explicad los contrarios) de poderse comparar con Porthos. A aquella preocupación de su vanidad D’Artagnan unía en aquel momento una inquietud menos egoísta. Pese a algunas informaciones que había podido recibir sobre la señora Bonacieux, no le había llegado ninguna noticia. El señor de Tréville había hablado de ello a la reina: la reina ignoraba dónde estaba la joven mercera y habría prometido hacerla buscar. Pero esta promesa era muy vaga y apenas tranquilizadora para D’Artagnan.

Athos no salía de su habitación: había decidido no arriesgar una zancada para equiparse.

—Nos quedan quince días —les decía a sus amigos—; pues bien, si al cabo de quince días no he encontrado nada mejor, si nada ha venido a encontrarme, como soy buen católico para romperme la cabeza de un disparo, buscaré una buena pelea a cuatro guardias de su Eminencia o a ocho ingleses y me batiré hasta que haya uno que me mate, lo cual, con esa cantidad, no puede dejar de ocurrir. Se dirá entonces que he muerto por el rey, de modo que habré cumplido con mi deber sin tener necesidad de equiparme.

Porthos seguía paseándose con las manos a la espalda, moviendo la cabeza de arriba abajo y diciendo:

—Sigo en mi idea.

Aramis, inquieto y despeinado, no decía nada.

Por estos detalles desastrosos puede verse que la desolación reinaba en la comunidad.

Los lacayos, por su parte, como los corceles de Hipólito
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, compartían la triste pena de sus amos. Mosquetón hacía provisiones de mendrugos de pan; Bazin, que siempre se había dado a la devoción, no dejaba las iglesias; Planchet miraba volar las moscas, y Grimaud, al que la penuria general no podía decidir a romper el silencio impuesto por su amo, lanzaba suspiros como para enternecer a las piedras.

Los tres amigos, porque, como hemos dicho, Athos había jurado no dar un paso para equiparse, los tres amigos salían, pues, al alba y volvían muy tarde. Erraban por las calles mirando al suelo para saber si las personas que habían pasado antes que ellos no habían dejado alguna bolsa. Se hubiera dicho que seguían pistas, tan atentos estaban por donde quiera que iban. Cuando se encontraban, teman miradas desoladas que querían decir: ¿Has encontrado algo?

Sin embargo como Porthos había sido el primero en dar con su idea y como había persistido en ella, fue el primero en actuar. Era un hombre de acción aquel digno Porthos. D’Artagnan lo vio un día encantinarse hacia la iglesia de Saint-Leu, y lo siguió instintivamente: entró en el lugar santo después de haberse atusado el mostacho y estirado su perilla, lo cual anunciaba de su parte las intenciones más conquistadoras. Como D’Artagnan tomaba algunas precauciones para esconderse, Porthos creyó no haber sido visto. D’Artagnan entró tras él; Porthos fue a situarse al lado de un pilar; D’Artagnan, siempre sin ser visto, se apoyó en otro.

Precisamente había sermón, lo cual hacía que la iglesia estuviera abarrotada. Porthos aprovechó la circunstancia para echar una ojeada a las mujeres; gracias a los buenos cuidados de Mosquetón, el, exterior estaba lejos de anunciar las penurias del interior: su sombrero estaba ciertamente algo pelado, su pluma descolorida, sus brocados algo deslustrados, sus puntillas bastante raídas, pero a media luz todas estas bagatelas desaparecían y Porthos seguía siendo el bello Porthos.

D’Artagnan observó en el banco más cercano al pilar donde Porthos y él estaban adosados una especie de beldad madura, algo amarillenta, algo seca, pero tiesa y altiva bajo sus cofias negras. Los ojos de Porthos se dirigían furtivamente hacia aquella dama, luego mariposeaban a lo lejos por la nave.

Por su parte, la dama, que de vez en cuando se ruborizaba, lanzaba con la rapidez del rayo una mirada sobre el voluble Porthos, y al punto los ojos de Porthos se ponían a mariposear con furor. Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las cofias negras, porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba desesperadamente en su asiento.

Al verlo, Porthos se atusó de nuevo su mostacho, estiró una segunda vez su perilla y se puso a hacer señales a una bella dama que estaba junto al coro, y que no solamente era una bella dama, sino que sin duda se trataba de una gran dama, porque tenía tras ella un negrito que había llevado el cojín sobre el que estaba arrodillada, y una doncella que sostenía el bolso bordado con escudo de armas en que se guardaba el libro con que seguía la misa.

La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mirada de Porthos, y comprobó que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella.

Mientras tanto, Porthos jugaba fuerte: guiños de ojos, dedos puestos sobre los labios, sonrisitas asesinas que realmente asesinaban a la hermosa desdeñada.

Por eso, en forma de mea culpa y golpeándose el pecho, ella lanzó un ¡hum! tan vigoroso que todo el mundo, incluso la dama del cojín rojo, se volvió hacia su lado; Porthos permaneció impasible, aunque había comprendido bien, pero se hizo el sordo.

La dama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D’Artagnan, que reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de Milady.

D’Artagnan, sin perder de vista a la dama del cojín rojo, continuó siguiendo los manejos de Porthos, que le divertían mucho; creyó adivinar que la dama de las cofias negras era la procuradora de la calle Aux Ours, tanto más cuanto que la iglesia de Saint-Leu no estaba muy alejada de la citada calle.

Adivinó entonces por inducción que Porthos trataba de tomarse la revancha por la derrota de Chantilly, cuando la procuradora se había mostrado tan recalcitrante respecto a la bolsa.

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