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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

Los subterráneos (7 page)

Efectos de la droga en ciertas tardes lúgubres en el cuarto de Julien, y Julien que seguía sentado sin prestarle la menor atención, contemplando fijamente el vacío gris polilla moviéndose sólo de vez en cuando para cerrar la ventana o modificar el cruce de las piernas, los ojos fijos y abiertos en una meditación tan larga y tan misteriosa y como digo tan de Cristo realmente, tan exteriormente de cordero, que era suficiente para enloquecer a cualquiera, decía yo, vivir allí aunque fuera un solo día con Julien o con Wallenstein (otro del mismo tipo) o Mike Murphy (otro del mismo tipo), los subterráneos con sus lúgubres meditaciones perdurables. Y la muchacha en ese momento dócil, esperando en un rincón oscuro, como yo bien recordaba la vez que estaba en Big Sur y Víctor llegó con su motocicleta literalmente hecha en casa, y con la pequeña Dorie Kiehl, había una fiesta en la casita de campo de Patsy, cerveza, velas, radio, conversación, y sin embargo durante la primera hora los recién llegados, con sus cómicas ropas andrajosas, y él con esa barba y ella con esos ojos serios y sombríos, se habían quedado sentados prácticamente escondidos detrás de las sombras de las velas, de modo que nadie pudiera verlos, y como no decían tampoco absolutamente nada sino sencillamente (cuando no escuchaban) meditaban, fruncían el ceño, subsistían, finalmente hasta yo me olvidé de su presencia; y esa misma noche, más tarde, durmieron en una caseta para perros en el campo bajo el rocío neblinoso de la Noche Estrellada de la costa del Pacífico, y con el mismo humilde silencio no hicieron ningún comentario por la mañana. Víctor, siempre en mi recuerdo, el máximo exagerador de las tendencias al silencio de la generación de los
hipsters
subterráneos, el misterio bohemio, las drogas, la barba, la semisantidad y, como pude descubrir después, la insuperable mala educación (como George Sanders en
La luna y seis peniques
); del mismo modo Mardou, una muchacha sana por derecho propio y proveniente del aire libre y abierto dispuesta al amor, se escondía ahora en un rincón mohoso esperando que Julien le hablara. De vez en cuando en medio del «incesto» general, astuta y silenciosamente, mediante algún acuerdo de las partes o maniobras secretas de estado, se la habían cambiado de manos, o sencillamente, lo más probable, habían dicho: «Oye, Ross, llévate a Mardou contigo esta noche, quisiera acostarme con Rita para variar», y había debido quedarse en casa de Ross durante una semana, fumando las cenizas volcánicas, perdiendo la razón (con el agregado de la tensa ansiedad de una incorrecta actividad sexual, ya que las eyaculaciones prematuras de esos anémicos
maquereaux
la dejaban en suspenso, presa de la tensión y del asombro). «Yo era apenas una muchachita inocente cuando los conocí, independiente y en cierto modo, bueno, no feliz ni nada por el estilo, pero con la impresión de que algo debía hacer; quería ir a una escuela nocturna, no me faltaba trabajo, podía encuadernar en la casa de Olstad y en algunos pequeños establecimientos allá en Harrison; la maestra de arte, pobrecita, me decía en la escuela que yo podía llegar a ser una gran escultora y en ese entonces vivía con otras compañeras y me compraba la ropa que me hacía falta y en general me las arreglaba bastante bien» (chupándome el labio, y ese breve «cuk» de la garganta al tragar aire rápidamente con melancolía, como resfriada, como se oye en las gargantas de los grandes bebedores, pero ella no es una bebedora sino una que se entristece a sí misma) (suprema, oscura) (enroscando mejor un brazo cálido alrededor de mi cuerpo) «y él allí tendido diciendo ¿qué pasa? y no consigo entenderlo…» No puede comprender de pronto lo que ha ocurrido porque ha perdido la razón, el reconocimiento cotidiano de su propia persona, y siente el zumbido fantástico del misterio, realmente no sabe quién es y para qué y dónde está, mira por la ventana y la ciudad, San Francisco, es el escenario desnudo, desolado e inmenso de alguna broma gigantesca que se perpetra contra ella. «Dándole la espalda, no sabía qué pensaba Ross, ni siquiera qué hacía». No tenía una sola prenda encima, se había levantado de las sábanas satisfechas del hombre para detenerse frente al baño gris de la hora melancólica meditando qué hacer, adonde ir. Y cuanto más permanecía allí con el dedo en la boca, más le repetía él «¿Qué pasa, mujer?» (por último se aburrió de preguntárselo y la dejó tranquila donde estaba), y tanto más sentía ella la presión interna que quería estallar y la explosión que se acercaba; por fin dio un gigantesco paso hacia adelante tragando saliva aterrada, todo parecía claro, el peligro estaba en el aire, estaba escrito en las sombras, en el lóbrego polvo detrás de la mesa de dibujo en el rincón, en los cubos de basura, en el gotear gris del día que chorreaba a lo largo de la pared y entraba por la ventana, en los ojos hundidos de la gente, y salió corriendo del cuarto. «¿Qué dijo?»

«Nada, no se movió, pero apenas había alzado la cabeza de la almohada cuando volví a mirarla al cerrar la puerta; estaba desnuda en el callejón, no me importaba, estaba tan absorta en esta comprensión de todo, sabía que era una muchacha inocente». «Un bebé desnudo, diablos». (Y para mí: «Dios santo, esta muchacha, Adam tiene razón, está loca, yo no hubiera hecho nada parecido, el ataque me daría como la vez que tomé la benzedrina con Honey en 1945 y me creí que ella quería usar mi cuerpo para hacer andar el coche del grupo, y el derrumbe y las llamas, pero no cabe duda de que nunca saldría por las calles de San Francisco desnudo, aunque tal vez lo habría hecho si me hubiera parecido que se imponía una decisión inmediata, oh sí») y la miré pensando si estaría diciéndome la verdad. Estaba en el callejón, preguntándose quién era, de noche, en medio de una neblina que era casi llovizna, en medio del silencio de San Francisco dormida, los barcos de la bahía, la mortaja sobre la bahía de esas grandes nieblas de boca con garras, la aureola de luz cósmica y fantástica que se elevaba en medio de los anuncios luminosos y de Alcatraz, su corazón que latía rumorosamente en la calma, la fresca paz oscura. Subida a una cerca divisoria de madera, esperando, para ver si le llegaba alguna idea desde afuera, diciéndole lo que debía hacer ahora, y llena de importancia y de anuncios, porque debía ser exacta, y sólo una vez lo sería. «Un desliz en la dirección equivocada…», su manía de la dirección, decidir si debía bajar de un lado de la cerca o del otro, el espacio interminable que se extendía en cuatro direcciones, los hombres de sombrero negro que iban al trabajo por las calles lustrosas sin preocuparse de la muchacha desnuda escondida en la neblina, o si hubieran estado cerca y la hubieran visto se habrían detenido en círculo sin tocarla, simplemente esperando que las autoridades policiales vinieran y se la llevaran en el camión, con sus ojos desinteresados y fatigados, chatos de opaca vergüenza, observando cada una de las partes de su cuerpo, el bebé desnudo. Cuanto más tiempo se quede subida a la cerca, menos será capaz de decidirse por fin a bajar, y arriba, en el cuarto, Ross Wallenstein ni siquiera se mueve de la cama revuelta, imaginándola acurrucada en el vestíbulo de la casa, o tal vez se ha dormido nuevamente, envuelto en su propia piel. La noche lluviosa descendiendo por todas partes, besando en todas partes a los hombres, las mujeres y las ciudades en un solo baño de triste poesía, con hileras de miel de Ángeles en la altura sonando las trompetas por encima de los finales, e inmensos como el Pacífico, cantos de Paraíso como mortajas orientales, un cese del temor aquí abajo. Se acuclilla sobre la cerca, la llovizna ligera perla sus hombros morenos, estrellas en su cabello, sus ojos salvajes ahora indios miran fijamente la Negrura con un vaho que emana de su boca morena, la desdicha como cristales de hielo sobre las mantas de los ponis de sus antepasados indios, la llovizna sobre la aldea india hace tanto tiempo, y el humo de los pobres que emergía arrastrándose de debajo de la tierra y cuando una madre afligida desgranaba maíz y lo hervía en esos milenios sin esperanza; el canto de la banda de cazadores asiáticos que atravesaba ruidosamente la última costilla de tierra de Alaska en dirección a los Aullidos del Nuevo Mundo (para ellos y ahora para los ojos de Mardou el Reino eventual del inca, del maya y del azteca vastamente brillante de serpientes de oro y templos tan nobles como Grecia, Egipto, las largas mandíbulas ralas y las narices chatas de los templos y el salto de esas mandíbulas al hablar hasta que los españoles de Cortés, los vagabundos y fatigados europeos de Pizarro, con sus afeminados bombachos holandeses, llegaron pisoteando las cañas de las llanuras para descubrir ciudades resplandecientes de Ojos Indios, altas, paisajísticas, buleváricas, ritualizadas, heráldicas, empavesadas bajo ese mismo Sol del Nuevo Mundo hacia el cual se elevaba el corazón estremecido), su corazón que latía bajo la lluvia de San Francisco, sobre la cerca, de cara a las verdades últimas, dispuesta a partir, a correr por la tierra y volver y replegarse nuevamente donde estaba y donde estaba todo, consolándose a sí misma con visiones de verdad, bajando de la cerca, avanzando de puntillas, descubriendo un zaguán, temblando, entrando subrepticiamente…

«Me había decidido, había erigido una especie de estructura, era como… pero no puedo…» Empezaba de nuevo, empezaba partiendo de su misma carne bajo la lluvia: «¿Por qué habría de querer alguien dañar mi corazoncito, mis pies, mis manos, mi piel en la cual estoy envuelta porque Dios quiere que esté calentita y adentro, los dedos de mis pies?, ¿por qué Dios creó todo esto tan sujeto a la descomposición, a la muerte y al daño, y por qué quiere hacerme comprender y gritar, por qué la tierra salvaje y los cuerpos desnudos y las interrupciones? Yo temblé cuando el creador conjuraba, cuando mi padre gritaba, cuando mi madre soñaba, empecé a ser pequeña y me inflé y ahora soy mayor, nuevamente una criatura desnuda, solamente destinada al llanto y al temor. ¡Ah!, protégete, ángel sin daño, tú que nunca has causado daño ni podrías causarlo ni romperle a otro inocente su caparazón y la fina envoltura de su dolor, envuélvete en una túnica, dulce cordero, protégete de la lluvia y espera, hasta que Papá regrese y Mamá te acoja otra vez caliente en su valle de la luna, teje en el telar del tiempo paciente, sé feliz por las mañanas». Empezando todo de nuevo, temblando, surgiendo de la callejuela de la noche, desnuda hasta la piel, sobre pies de madera ante la puerta manchada de algún vecino, llamando, la mujer acude a la puerta respondiendo a la llamada temerosa de los nudillos, ve a la muchacha morena desnuda, asustada. («He aquí una mujer, un alma en mi lluvia, me mira, está asustada»). «Y naturalmente llamaste a la puerta de una perfecta desconocida». «Estaba segura de ir a casa de Betty, que vive un poco más adelante y volver enseguida, por eso le prometí, segura de hacerlo, que le traería enseguida la ropa, entonces me dejó entrar y sacó una manta y me envolvió en ella, y luego la ropa, por suerte estaba sola, era una italiana. Y una vez más en el callejón, tenía que ocuparme ante todo de la ropa, luego ir hasta casa de Betty y pedirle dos dólares, luego comprar ese prendedor que había visto una tarde en una tenducha en la Playa, artesanía manual, algo así como hierro forjado, una compra, era el primer símbolo que me iba a permitir». «Naturalmente». Emerger de la lluvia desnuda en busca de una túnica para envolver su inocencia, luego la decoración de Dios y la dulzura religiosa. «Como la vez que tuve esa pelea a puñetazos con Jack Steen, que seguía clavada en mi mente». «¿Una pelea a puñetazos con Jack Steen?» «Eso fue mucho antes, todos los morfinómanos en el cuarto de Ross, poniéndose las inyecciones con Pusher, ya conoces a Pusher, bueno, me desnudé del todo también allí… todo formaba parte… de la misma locura…» «Pero esa manía de desnudarse, de quitarse la ropa» (para mí mismo). «Estaba en medio del cuarto, ya del otro lado, y Pusher rasgueaba la guitarra, una cuerda sola, y me acerqué a él y le dije: “Oye, no me rasguees esas notas de mierda
a mí
” y él se levantó sin decir una palabra y se fue». Y Jack Steen se puso furioso con ella y pensó golpearla y dejarla
knock-out
con los puños para que volviera en sí, de modo que la emprendió a golpes pero ella era tan fuerte como él (esos pálidos ascetas morfinómanos americanos que apenas pesan cincuenta kilos), blam, y se pusieron a pelear delante de los otros que ni se movían. También había echado pulsos con Jack, y con Julien, y prácticamente les había ganado. «Como Julien que a la larga me ganó el pulso pero en realidad se había enfurecido y había tenido que empujarme para ganarme, me hizo daño y estaba realmente fuera de sí» (alegre, diminuto resoplido a través de sus dientecitos salientes); por lo tanto había peleado con Jack Steen y realmente casi le había dado una paliza, pero Jack estaba furioso y los vecinos de abajo llamaron a la policía que vino y hubo que explicarles «bailábamos». «Pero ese mismo día yo había visto esa cosa de hierro, un clip con un hermoso brillo opaco, que se lleva en la base del cuello, sabes qué bien me quedaría sobre mi pecho». «Sobre tu esternón moreno el oro opaco sería hermoso, pequeña; sigue con tu extraordinario relato». «Por lo tanto, inmediatamente sentí la necesidad de ese clip, a pesar de la hora, ya eran las cuatro de la madrugada, y estaba vestida con ese viejo abrigo y los zapatos y el vestido viejo que la mujer me había dado, me sentía como una vagabunda pero me parecía que nadie se daría cuenta, corrí a casa de Betty para pedirle los dos dólares, y la desperté…» Exigió el dinero, acababa de salir de la muerte y el dinero era simplemente un medio de obtener el broche brillante (el estúpido sistema inventado por los inventores del trueque y el regateo y la historia de quién es dueño de esto, quién es dueño de aquello). Y echó a correr por la calle con sus dos dólares, para llegar a la tienda mucho antes de que ésta se abriera; entró en una lechería para tomar un café, se sentó junto a una mesita, veía por fin el mundo, los sombreros melancólicos, las aceras lustrosas, los carteles que anunciaban arenque ahumado, los reflejos de la lluvia en los cristales del café y en los espejos de la columna, la belleza del mostrador donde se exhibían las meriendas frías, montañas de bollos fritos y el vapor de la máquina del café. «Qué cálido es el mundo, lo único que hace falta es conseguir esas moneditas simbólicas, que permiten acercarse al calor y la comida que se desee, ya no hay que arrancarse la piel y masticarse los huesos en los callejones, porque esos lugares fueron creados para alojar y confortar a la gente de carne y hueso que acude a ellos para llorar y consolarse». Allí se ha sentado, mirando fijamente a todo el mundo; los habituales maniáticos del sexo no se atreven a devolverle la mirada a causa de la alocada vibración de sus ojos, olfatean un peligro vivo en el apocalipsis de su cuello tenso y ávido y en sus manos nerviosas y temblorosas. «Ésa no es una mujer». «Esa india loca terminará por matar a alguien». Llega la mañana: Mardou se encamina feliz y absorta, sumergida en su propia persona, hacia la tienda, a comprar el clip; se detiene en un
drugstore
delante del expositor rotatorio de las tarjetas postales, durante dos buenas horas, examinando las tarjetas una por una, minuciosamente, una y otra vez, porque sólo le quedan diez centavos y con ellos puede comprar solamente dos tarjetas, y estas dos tarjetas deben ser privados talismanes de su nueva e importante comprensión, emblemas personales y augurales; sus labios ávidos se curvan al advertir los pequeños significados de las sombras del funicular en los rincones, el barrio chino, las floristas, el azul, los empleados asombrados: «Hace dos horas que está aquí, sin medias, con las rodillas sucias, mirando las tarjetas, será alguna recién casada que se ha escapado de casa, una mujer de color, y viene a la gran tienda del hombre blanco, seguramente en toda su vida no ha visto una tarjeta postal en colores».

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