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Authors: Mª Ángeles López Decelis

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Los presidentes en zapatillas (11 page)

El primer Consejo de Ministros del nuevo Gobierno se celebró el día 28 de febrero y, como novedad más importante respecto a los Gabinetes anteriores, podemos destacar la ausencia de vicepresidentes. Había algunas caras nuevas, pero la mayoría, aunque bailando las carteras, eran de todos conocidas. Durante los veinte meses en que presidió el Ejecutivo, Calvo-Sotelo acometió cinco reestructuraciones y fue el primer presidente que incorporó a una mujer en el Gobierno, Soledad Becerril, que tuvo a su cargo la cartera de Cultura desde diciembre de 1981 hasta septiembre de 1982.

Parece este tan buen momento como cualquier otro para hacer un inciso relacionado con las reuniones del Consejo de Ministros, que se celebran en La Moncloa semanalmente desde hace treinta y tres años. Hasta la construcción del nuevo edificio, en 1989, bajo la presidencia de Felipe González y del que habrá ocasión de comentar más adelante, los Consejos se celebraban en el propio Palacio, en lo que se conoce ahora como «comedor de diario» y cuya peculiaridad principal es la lámpara que cuelga del techo sobre el centro de la mesa. Es una pieza única y muy valiosa. Además, funciona como reloj y horóscopo, y representa el cosmos con un intenso fondo azul y estrellas blancas simulando el firmamento. Cuelgan numerosos hilos de cristal y alrededor se distribuye un coro de pájaros que se mueven y trinan coincidiendo con las horas. Cuando Suárez era presidente, mandó enmudecer los cánticos durante las reuniones del Consejo, que distraían la atención de los presentes e interferían en los debates.

Otro dato curioso y desconocido para los ciudadanos en general es la historia del Consejo de Ministros. Su origen se remonta al 19 de noviembre de 1823, fecha en la que el rey Fernando VII dicta el decreto de su creación y del que cabe entresacar el siguiente párrafo:

En él se tratarán todos los asuntos de utilidad general. Cada ministro dará cuenta de los correspondientes a su cargo, recibirá mis resoluciones y cuidará de hacerlas ejecutar. Los acuerdos del Consejo se escribirán en un libro, explicando las razones que los motivaron.

Las reuniones tenían una periodicidad de una o dos veces a la semana y en sus comienzos no existía un lugar fijo de celebración, aunque en las convocatorias se citaba el «sitio de costumbre», que era la Secretaría de Despacho de Marina.

En ningún momento se debe olvidar el pedigrí político y empresarial de Calvo-Sotelo. Accedió a la Presidencia del Gobierno a los cincuenta y cuatro años de edad, con una larga y profunda formación y experiencia, tanto en el mundo financiero como en el político. Ingeniero de Caminos, número uno de su promoción, políglota indiscutible, dominaba el inglés, francés, italiano, alemán y portugués. Después de ocupar la presidencia de Renfe y desempeñar un alto cargo en Unión de Explosivos Río Tinto, fue elegido procurador en Cortes y formó parte en 1975 del primer Gobierno de la monarquía como ministro de Comercio, con Arias Navarro a la cabeza.

Fue Adolfo Suárez quien le mantuvo junto a él como ministro de Obras Públicas en su primer Gabinete y como pieza clave en la organización de UCD, partido que habría de llevar el peso principal de la Transición española.

Leopoldo Calvo-Sotelo nació en Madrid, pero sus padres eran gallegos; él decía sobre su origen: «Me he dicho gallego siempre que convino adjetivar mi ciudadanía española, y nunca he sentido incompatibles ambas filiaciones, tampoco después del Título VIII de la Constitución». Se crió en el seno de una familia muy conservadora y se educó en el Instituto Cervantes, centro educativo liberal, heredero de la Institución Libre de Enseñanza.

Con la que estaba cayendo y la trayectoria del nuevo presidente, la valoración de los puntos principales sobre los que haría descansar su gestión y que expuso ya desde el comienzo, en su discurso de investidura, cobran ahora una dimensión de gran trascendencia. En política exterior, acometer de inmediato la integración de España en la OTAN y restablecer un vínculo constante que asegurase la negociación definitiva para el ingreso de nuestro país en la Comunidad Económica Europea (CEE). Es decir, colocar a España como país en el lugar que le correspondía tanto en Europa como en la alineación de los bloques. El presidente citaba siempre a Ortega: «España es el problema; Europa la solución». Por tanto, en esta materia, modernidad a tope desde el punto de vista internacional.

En el plano interno, coger por los cuernos al toro que suponía la Ley de Divorcio, además de reconducir el proceso autonómico en un momento de complejidad técnica aguda; tareas ambas que encerraban una más que importante dificultad para llevar a cabo el mandato constitucional.

Para una concepción cristiana del matrimonio y de la familia, como sin duda lo era la de Leopoldo Calvo-Sotelo, parecería lógico pensar en un conflicto personal y en una reticencia ante el decisivo paso que supondría la legalización de la disolución del sacramento, como le ocurrió a su antecesor. Desde luego, si así fue, nunca se hizo patente y el presidente manifestó una gran valentía en este espinoso tema, como también es de destacar su firme determinación de llevar a cabo el cierre del mapa autonómico, sin tener en cuenta las consideraciones de los que veían en ello el fantasma de la ruptura de la unidad de España.

Finalmente, Calvo-Sotelo se propuso llegar hasta sus últimas consecuencias en las causas iniciadas contra los militares golpistas del 23-F, recurriendo las sentencias de la justicia militar para que fuera la justicia civil la que tuviera la última palabra en la resolución de los procesos.

Ahondando en este asunto, viene al caso una anécdota que no puede ser más gráfica. A los pocos días de iniciarse el mandato de Calvo-Sotelo, se produjo un incidente que describe por sí mismo el tenso ambiente que se respiraba en aquellas primeras semanas. El presidente reunió con toda solemnidad a la cúpula militar a principios de marzo de 1981, en la sala del Consejo de Ministros, con el fin de debatir sobre el intento de golpe de Estado y su posterior enjuiciamiento. En cierto momento, uno de los generales presentes, cuyo posicionamiento es fácil de adivinar, en tono cuartelero dijo: «No estés tan serio, hombre. Sonríe, Leopoldo, que viene la tele». El presidente, sin que se le despeinara un solo pelo y sin apenas levantar la voz, respondió al militar «bromista»: «General, que yo sonría, como que usted sepa comportarse, son ambos imposibles metafísicos». Aunque no es seguro que el laureado militar entendiera el razonamiento, lo que quedó cristalino como el agua es que Calvo-Sotelo no estaba dispuesto a aceptar ni un rasguño en la dignidad de su cargo como presidente constitucional de España.

La imagen de Leopoldo Calvo-Sotelo apenas se correspondía con su auténtica personalidad. Su elevada estatura ayudaba a su apariencia seria y adusta, pero en el trato personal resultaba un hombre muy accesible, amable y dotado de un extraordinario sentido del humor. La chispa irónica con que aderezaba sus conversaciones hacía magníficas las tertulias en las que participaba. Con sus eternas gafas de montura cuadrada, en cuanto comenzaba a hablar formaba corrillo alrededor y era un placer oírle contar anécdotas de su intensa vida, en especial de su juventud. Reproduzco aquí la relativa a la forma en que conoció a Pilar Ibáñez, su esposa, y que él relataba con mucha gracia.

Ella era hija del entonces ministro de Educación Nacional en tiempos de Franco, con quien Calvo-Sotelo tuvo que entrevistarse, como líder estudiantil, más o menos revolucionario para la época. La entrevista tuvo lugar en casa del ministro y allí descubrió a la joven que le abrió la puerta y con la que después se casaría. «Imagínense la cara de José Ibáñez-Martín al saber que aquel estudiante que tanta guerra le daba iba a ser su yerno. Paradojas de la vida...». Y miraba a su esposa con picardía.

Bueno, nuevo presidente implicaba nuevo equipo de «fontaneros». Por cierto, se define «fontanero político» como «la persona especializada en la instalación, mantenimiento y reparación de las cañerías por donde circula el ejercicio de la autoridad, así como de otros servicios sanitarios en los edificios de la política, en las sedes de los partidos o en el mismo corazón del poder». En un comunicado enviado a los medios de comunicación por aquellos años, la Asociación de Empresarios de Fontanería de Madrid manifestó su protesta ante las repetidas alusiones a su profesión con carácter peyorativo. Los fontaneros, disgustados con los diferentes significados que se otorgaba a su oficio, pedían «el respeto a la honestidad y la dignidad profesional y la eliminación de las alusiones políticas». Está claro que no lo consiguieron.

A lo que íbamos. Matías Rodríguez Inciarte fue nombrado secretario de Estado adjunto al presidente, pasando a ser, pocos meses después, ministro de la Presidencia. Eugenio Galdón ocupó desde el primer momento la dirección del Gabinete, y Luis Sánchez-Merlo, la Secretaría General de la Presidencia. Ignacio Aguirre, diplomático y gran comunicador, muy apreciado por el presidente, se hizo cargo de la portavocía y, por último, se unió también al nuevo equipo Alfredo Sánchez-Bella como asesor jurídico, a quien el presidente encargó, de manera especial, el seguimiento de la Causa 2/81, que juzgaba a los militares golpistas del 23-F, así como el proceso de desarrollo autonómico, siendo yo la elegida expresamente para colaborar con él. El resto de los asesores, Eugenio Bregolat y Alberto Recarte, permanecieron en sus puestos, no así los miembros de la Secretaría, que nos separamos definitivamente. Julia y Amores se fueron con Adolfo Suárez, Marta se incorporó a la empresa privada y Pino al Ministerio de Cultura. Charo pasó a ser la mano derecha de Eugenio Galdón, por lo que ambas nos convertimos en las únicas supervivientes de la Secretaría anterior.

Las relaciones entre jefes y subordinados se movían en otro plano y, aunque el trato era de exquisita corrección, la familiaridad y la cercanía se perdieron en gran medida. El nuevo equipo estaba compuesto por hombres de primerísima fila en sus especialidades y con un programa que realizar perfectamente elaborado y ajustado a un calendario que terminaba con lo que restaba de legislatura.

Alfredo Sánchez-Bella era abogado del Estado, número uno de su promoción, recién salido del horno. Tenía solo tres años más que yo, y pocos días después de aterrizar contrajo matrimonio. Enseguida me ofrecí a ayudarle con los preparativos de última hora y él lo agradeció sinceramente, por lo que desde el principio hubo buena sintonía entre los dos y formamos un eficaz equipo de trabajo. Recuerdo que era un gran aficionado a las motos y venía cada día en una BMW de mil centímetros cúbicos, atravesando Madrid a toda velocidad. Una leucemia fulminante acabó con su vida cuando tenía apenas cuarenta años y tres hijos de corta edad.

Fue un dato significativo que ya en el Consejo de Ministros de urgencia celebrado tras la salida del Congreso de los Diputados, el 24 de febrero y, desde luego, antes de la investidura de Calvo-Sotelo, se acordase la convocatoria de la asamblea de parlamentarios andaluces con el fin de proceder a la aprobación del Estatuto de Autonomía de Andalucía, el día 28 del mismo mes. Esto da idea de la importancia que tenía el tema autonómico, por entonces empantanado, y la imperiosa necesidad de desbloquear el proceso.

Me consta la preocupación del nuevo presidente por poner en marcha cuanto antes la iniciativa que habría de desembocar en el necesario pacto autonómico. Lo primero que hizo fue constituir una Comisión de Expertos dirigida por el prestigioso catedrático de Derecho Administrativo, Eduardo García de Enterría. Conociendo al personaje y la defensa de su independencia profesional de la que siempre hizo gala, tuvo que aceptar el encargo no solo porque se lo pidiera el presidente del Gobierno, sino porque también lo hizo el líder de la oposición, Felipe González.

El informe que se elaboró facilitó el pacto autonómico, que firmaron ambos líderes, y determinaba la existencia de diecisiete comunidades autónomas y dos ciudades autónomas. Además, se fijaban los caminos a seguir para alcanzar dicha autonomía, así como la forma de llevar a cabo la transferencia de competencias. Todo ello dio lugar a la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), que fue aprobada por las Cortes el 30 de julio de 1982.

Aunque resulte extraño, esta ley, que debió ser discutida y aprobada previamente a la puesta en marcha del proceso autonómico, se ratificó cuatro años después de haberse iniciado el mismo.

Desde una valoración puramente política y dejando a un lado sus contenidos, los pactos, aunque tardíos, se hacían imprescindibles porque aportaban al proceso la seguridad que le había faltado hasta entonces, llenaban vacíos y fijaban un calendario absolutamente necesario para que la nueva organización del Estado, tema de capital importancia, se fundamentara en un plan coherente y discurriera sin sobresaltos.

Cuando el presidente Calvo-Sotelo disolvió las Cortes, en agosto de 1982, quedaban pendientes los Estatutos de Autonomía de Baleares, Castilla-León, Extremadura y Madrid, que se aprobaron en la siguiente legislatura, en febrero de 1983. Solo restaba la regulación de Ceuta y Melilla como ciudades autónomas.

Con la perspectiva del tiempo, la conclusión que se infiere del proceso que Calvo-Sotelo puso en marcha con tanto acierto evidencia el enorme calado de la modificación descentralizadora que España ha experimentado en los últimos veinticinco años. El mecanismo que ordena y dirige la transferencia de competencias del Estado a las Comunidades funciona de arriba abajo, y el proceso, hasta la actualidad, se ha producido de manera pacífica y por consenso, además de contar con la plena aceptación popular, como en todo momento han puesto de manifiesto encuestas y sondeos de opinión.

Capítulo especial merece el proyecto de Ley de Divorcio, controvertido como pocos, que removió los cimientos de las más profundas convicciones religiosas y socavó la secular labor evangélica de la Iglesia en materia de familia, si bien permitió la resolución en derecho de muchos matrimonios, cuyo vínculo, de hecho, ya estaba roto.

El ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez, sonreía satisfecho desde el banco azul, mientras brindaba simbólicamente con los miembros socialdemócratas del Grupo Parlamentario ante la mirada seria y el gesto grave del sector democristiano y del propio portavoz del grupo centrista, José Antonio Escartín, que abandonó el cargo tras este vía crucis personal por el que se vio obligado a pasar.

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