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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (8 page)

Era normal. Los obispos muy raramente dejaban a los constructores que hicieran solos el trabajo. Con frecuencia uno de los problemas del maestro constructor era tener que calmar la enfebrecida imaginación de los clérigos y establecer unos límites prácticos a su desbordada fantasía. Pero el que contrataba a los hombres debía ser John de Shaftesbury.

—¿Albañil? —pregunto el carretero, indicando con la cabeza la bolsa de herramientas de Tom.

—Sí. Y en busca de trabajo.

—Es posible que lo encuentres —le dijo el carretero, sin ir más allá—. Si no en la catedral, quizás en el castillo.

—¿Quién gobierna el castillo?

—Roger es a la vez obispo y alcalde.

Claro, se dijo Tom. Había oído hablar del poderoso Roger de Salisbury, que desde tiempos inmemoriales había estado muy próximo al rey.

Atravesaron la puerta y se encontraron dentro de la ciudad. La plaza estaba abarrotada de edificios hasta el punto de que tanto la gente como los animales parecían estar en peligro de desbordar su muralla circular y desplomarse todos en el foso. Las casas de madera estaban apretadas unas contra otras, empujándose entre sí como los espectadores de un ahorcamiento. Hasta la más mínima porción de tierra estaba ocupada. Allí donde se habían construido dos casas separadas por un callejón, alguien había introducido en éste una media morada, sin ventanas, ya que la puerta ocupaba casi todo el frente; allí donde el espacio era demasiado pequeño incluso para la más angosta de las casas, en ese hueco habían instalado un puesto para la venta de cerveza, pan o manzanas. Y si ni siquiera había sitio para esto, entonces había un establo, una cochinera, un estercolero o un depósito de agua.

Y también era ruidosa. La lluvia no amortiguaba demasiado el clamor que se elevaba de los talleres de los artesanos; vendedores ambulantes voceando sus mercancías, gente que se saludaba, regateaba o discutía. Había además animales que relinchaban, ladraban o peleaban.

—¿Por qué huele tan mal? —preguntó Martha levantando la voz para hacerse oír por encima del ruido.

Tom sonrió. Hacía un par de años que Martha no había estado en la ciudad.

—Es el olor de la gente —le dijo.

La calle era poco más ancha que la carreta y su yunta de bueyes, pero el carretero no dejó pararse a sus animales, por temor a que no volvieran a ponerse en marcha. Les azuzó con el látigo, haciendo caso omiso de todo obstáculo, y los animales prosiguieron en su ciego avance a través del gentío, apartando por la fuerza, de manera indiscriminada a un caballero montado en caballo de batalla, a un guardabosque con su arco, a un monje gordo a lomos de un pony, a hombres de armas y mendigos, amas de casa y prostitutas. El carro se encontró detrás de un pastor viejo que se esforzaba por mantener unido su pequeño rebaño. Tom pensó que debía ser día de mercado.

Al paso de la carreta, una de las ovejas se lanzó por la puerta abierta de una cervecería y al instante todo el rebaño invadió el local, balando asustadas y derribando a su paso mesas, taburetes y jarras de cerveza.

La tierra bajo sus pies era un auténtico lodazal lleno de porquerías. Tom sabía calibrar bien la lluvia que podía caer sobre un tejado y el ancho del canalón capaz de aliviarlo. Y pudo darse cuenta de que toda la lluvia que caía sobre los tejados de aquella parte de la ciudad, acababa vertiéndose en esa misma calle. Se dijo que, con una fuerte tormenta, se necesitaría una embarcación para atravesarla.

La calle iba ensanchándose a medida que se acercaban al castillo que se alzaba en la cima de la colina. Allí ya había casas de piedra, una o dos de ellas necesitadas de pequeñas reparaciones. Pertenecían a artesanos y mercaderes que tenían sus tiendas y almacenes en la planta baja y arriba la vivienda. Tom pudo darse cuenta, mientras observaba con mirada conocedora cuanto se exponía a la venta, que se trataba de una ciudad próspera. Todo el mundo necesitaba cuchillos y cacerolas, pero tan sólo la gente acaudalada compraba chales bordados, cinturones con adornos y broches de plata.

Frente al castillo, el carretero dirigió los bueyes hacia la derecha y Tom y su familia lo siguieron. La calle formaba un cuarto de círculo, bordeando las murallas del castillo. Cuando hubieron atravesado otra puerta dejaron atrás el tumulto de la ciudad, con igual rapidez con la que se habían sumergido en él, y entraron en un tipo diferente de turbulencia: la de la diversidad febril, aunque ordenada, de un importante emplazamiento de construcción.

Se encontraban en el interior del recinto amurallado de la catedral que ocupaba toda la cuarta parte del círculo noroeste de la ciudad circular. Tom se detuvo un instante, tratando de absorberlo todo, sólo con verlo, escucharlo y olerlo; se sentía ilusionado como ante un día soleado. Mientras seguían al carro cargado de piedra, pudieron ver otros dos que se alejaban vacíos. En alpendes a lo largo de los muros de la iglesia, podía verse a albañiles esculpiendo los bloques de piedra con cinceles de hierro y martillos de madera, dándoles las formas que una vez unidas formarían plintos, columnas, capiteles, fustes, contrafuertes, arcos, ventanas, remates, antepechos y parapetos. En el centro del recinto, muy alejado de otros edificios, se encontraba la herrería; a través de la puerta abierta se veían los destellos del fuego. Y por todo el recinto resonaba el vigoroso tintineo del martillo sobre el yunque mientras el herrero hacía herramientas nuevas para sustituir a las que ya se estaban desgastando en manos de los albañiles. Para mucha gente aquélla sería una escena caótica, pero lo que Tom vio era un inmenso y complejo mecanismo que sentía comezón de controlar. Vio lo que cada hombre estaba haciendo y pudo darse cuenta de inmediato hasta qué punto habían avanzado los trabajos. Estaban construyendo la fachada de la parte este.

Había una serie de andamios en el extremo oriental a una altura de veinticinco o treinta pies. Los albañiles se habían refugiado en el pórtico, esperando que amainara la lluvia, pero sus peones subían y bajaban corriendo las escaleras con piedras sobre los hombros. Más arriba todavía, en la estructura de madera del tejado, se encontraban los fontaneros, semejantes a arañas deslizándose por una telaraña gigante de madera, clavando chapas de plomo en las riostras e instalando los tubos y canalones de desagüe.

Tom comprendió pesaroso que el edificio estaba prácticamente terminado. Si llegaran a contratarle, el trabajo no duraría más de un par de años, apenas el tiempo suficiente para alcanzar la posición de maestro albañil, y ni que decir tiene que de maestro constructor. No obstante, si llegaran a ofrecerle trabajo lo aceptaría teniendo en cuenta que el invierno se les venía encima. Él y su familia hubieran podido sobrevivir todo un invierno sin trabajo de haber tenido cerdo, pero sin él Tom tenía que encontrar trabajo.

Siguieron a la carreta a través del recinto hasta donde estaban amontonadas las piedras. Los bueyes hundieron agradecidos sus cabezas en el abrevadero.

—¿Dónde está el maestro constructor? —preguntó el carretero al albañil que pasaba junto a ellos.

—En el castillo —le contestó él.

—Supongo que lo encontrarás en el palacio del obispo —dijo el carretero volviéndose hacia Tom, después de agradecer con un movimiento de cabeza la información.

—Gracias.

—Gracias a ti.

Tom salió del recinto seguido de Agnes y los niños. Volvieron sobre sus pasos a través de las angostas calles atestadas de gente hasta llegar frente al castillo. Había otro foso seco y una segunda e inmensa muralla de tierra rodeando la fortaleza central. Atravesaron el puente levadizo. A un lado de la puerta había una garita y sentado en el taburete un hombre fornido con túnica de piel miraba caer la lluvia.

Iba armado.

—Buenos días. Me llamo Tom Builder. Necesito ver al maestro constructor, John de Shaftesbury —dijo Tom dirigiéndose a él.

—Está con el obispo —dijo con indiferencia el centinela.

Pasaron al interior. Al igual que la mayoría de los castillos, era una colección de construcciones diversas rodeadas todas ellas por un muro de tierra. El patio tendría unas cien yardas de parte a parte.

Frente a la puerta y en el extremo más alejado se alzaba un macizo torreón, el último reducto en caso de ataque, elevándose por encima de las murallas para que sirviera de atalaya. A su izquierda podían ver un montón de edificaciones bajas, en su mayoría de madera: un establo largo, una cocina, una panadería y diversos almacenes. En el centro había un pozo. A la derecha, ocupando la mayor parte de la mitad septentrional del recinto, había una gran casa de piedra, a todas luces el palacio. Estaba construido en el mismo estilo que la catedral nueva, con las puertas y ventanas pequeñas y la parte superior curvada. Tenía dos plantas. De hecho era nueva; los albañiles aún estaban trabajando en una de sus esquinas, al parecer construyendo una torre. Pese a la lluvia había mucha gente en el patio, saliendo y entrando, o pasando presurosos, bajo la lluvia, de un edificio a otro: hombres de armas, sacerdotes, mercaderes, trabajadores de la construcción y servidores de palacio.

Tom pudo observar varias puertas en el palacio, todas abiertas a pesar de la lluvia. No estaba del todo seguro sobre lo que debería hacer. Si el maestro constructor estaba con el obispo quizás no debiera interrumpirles. Por otra parte un obispo no era un rey, y Tom era un hombre libre y un albañil con un asunto perfectamente legal y no un siervo plañidero con una queja. Se decidió por la audacia. Dejando a Agnes y a Martha, atravesó con Alfred el embarrado patio hasta llegar al palacio, entrando por la puerta más próxima.

Se encontraron en una pequeña capilla de techo abovedado y una ventana en el extremo más alejado, sobre el altar. Cerca de la puerta estaba sentado un sacerdote ante un escritorio alto, escribiendo rápidamente sobre vitela. Alzó la vista.

—¿Dónde está maestro John? —preguntó Tom rápidamente.

—En la sacristía —repuso el sacerdote, indicando con la cabeza una puerta en la pared.

Tom no preguntó si podía ver al maestro. Pensó que si se comportaba como si le estuvieran esperando era probable que perdiera menos tiempo. Atravesó la pequeña capilla con un par de zancadas y entró en la sacristía.

Se trataba de una cámara pequeña y cuadrada iluminada por infinidad de velas. La mayor parte del suelo estaba ocupado por un arenal poco profundo. Habían alisado perfectamente la finísima arena con una regla. En la habitación había dos hombres. Ambos dirigieron una rápida mirada a Tom, volviendo luego de nuevo su atención a la arena. El obispo, un arrugado anciano de ojos negros y brillantes, dibujaba sobre la arena con un agudo puntero. El maestro constructor, con delantal de cuero, le observaba en actitud paciente y expresión escéptica.

Tom esperó con preocupado silencio. Tenía que causar una buena impresión. Mostrarse cortés aunque no servil y hacer gala de conocimientos sin ser pedante. Un maestro artesano quería que sus subordinados fueran tan obedientes como hábiles. Tom lo sabía por su propia experiencia como contratista.

El obispo Roger estaba diseñando un edificio de dos plantas con grandes ventanas en tres lados. Era buen dibujante, trazando líneas muy rectas y ángulos rectos perfectos, dibujó un plano y una lateral del edificio. Tom pudo darse cuenta de que jamás sería construido.

—Ahí está —dijo el obispo cuando hubo terminado.

—¿Qué es? —dijo John volviéndose hacia Tom.

Éste simuló creer que le preguntaba su opinión sobre el dibujo.

—No puede haber ventanas tan grandes en una planta —dijo.

El obispo le miró irritado.

—No es una planta baja, es una sala escritorio.

—Es igual. De todas formas se desplomará.

—Tiene razón —dijo John.

—Pero es que han de tener luz para escribir.

John se encogió de hombros.

—¿Quién eres tú? —preguntó volviéndose hacia Tom.

—Me llamo Tom y soy albañil.

—Lo supuse. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy buscando trabajo. —Tom contuvo el aliento.

John sacudió la cabeza con ademán negativo.

—No puedo contratarte.

Todas las esperanzas de Tom se vinieron abajo. Hubiera que dar media vuelta e irse, pero esperó cortésmente a oír los motivos.

—Hace ya diez años que estamos construyendo aquí —siguió diciendo John—. La mayoría de los albañiles tienen casa en la ciudad. Estamos terminando y ahora tengo más albañiles aquí de los que en realidad necesito.

—¿Y el palacio? —preguntó Tom aún sabiendo que sería inútil.

—Estamos en las mismas —dijo John—. Precisamente estoy utilizando en él mi excedente de hombres. De no ser por él y por los castillos del obispo Roger, estaría ya prescindiendo de albañiles.

Tom hizo un ademán de asentimiento.

—¿Sabe si hay trabajo en alguna parte? —dijo con voz natural, intentando disimular su desesperación.

—A principios de año estaban construyendo en el monasterio de Shaftesbury. Tal vez aún sigan. Está a una jornada de distancia.

—Gracias —dijo Tom dando media vuelta para marchar.

—Lo siento —dijo John detrás de él—. Pareces un buen hombre.

Tom siguió caminando sin contestar. Se sentía defraudado. Había concebido esperanzas demasiado pronto. No tenía nada de extraño el que le hubieran rechazado. Pero se había sentido sumamente eufórico ante la perspectiva de volver a trabajar en una catedral. Ahora tendría que trabajar en la aburrida muralla de una ciudad o en la detestable casa de un orfebre.

Se cuadró de hombros mientras regresaba, atravesando el patio del castillo hasta donde le esperaban Agnes y Martha. Tom jamás le expresaba su decepción. Siempre intentaba dar la impresión de que todo marchaba bien, de que dominaba la situación y que poco importaba si allí no había trabajo, porque con toda seguridad habría algo en la próxima ciudad, o en la siguiente. Sabía que si mostraba la más leve muestra de inquietud, Agnes le apremiaría a que buscara un trabajo fijo para instalarse definitivamente y él no quería eso, a menos que pudiera hacerlo en una ciudad donde hubiera que construir una catedral.

—Aquí no hay nada para mí —dijo a Agnes—. Pongámonos en marcha.

Agnes pareció alicaída.

—Se diría que con una catedral y un palacio en construcción habría puesto para otro albañil.

—Las dos construcciones están casi acabadas —le explicó Tom—. Tienen más hombres de los que necesitan.

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