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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (18 page)

Al segundo día, cuando empezaba a anochecer, detuvo a su pony en la linde de un calvero e inspeccionó su nueva morada. En aquellos días sólo había un edificio en piedra, la capilla, ya que Philip construyó al año siguiente el dormitorio en piedra. Las demás construcciones, de madera, tenían un aspecto destartalado. Philip mostró su desaprobación. Se suponía que cuanto hicieran los monjes había de perdurar y aquello era válido tanto para las porquerizas como para las catedrales. Al mirar en derredor encontraba nuevas pruebas del mismo abandono que tanto le había escandalizado en Kingsbridge.

No había vallas, el heno se desbordaba por la puerta del granero y había un estercolero cerca del vivero de peces. Sintió que se le tensaban los músculos de la cara a causa de la reprensión contenida; se dijo:
Despacio, despacio
.

Al principio no vio a nadie. Y así es como debía ser porque era la hora de vísperas y la mayoría de los monjes estarían en la capilla. Dio suavemente con el látigo en el flanco del pony y atravesó el calvero hasta una cabaña que parecía un establo. Un joven con paja en el pelo y mirada vacía asomó la cabeza por encima de la puerta y miró sorprendido a Philip.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Philip, para añadir luego con un poco de timidez—: hijo mío.

—Me llaman Johnny Eightpence —contestó el jovenzuelo.

Philip desmontó y le entregó las riendas.

—Muy bien, Johnny Eightpence, puedes desensillar mi caballo.

—Sí, padre. —Sujetó las riendas en una baranda y empezó a alejarse.

—¿Adónde vas? —le interpeló rápido Philip.

—A decir a los hermanos que ha llegado un forastero.

—Debes practicar la obediencia, Johnny. Desensilla mi caballo. Yo diré a los hermanos que estoy aquí.

—Sí, padre. —Johnny le miró asustado y se dedicó a la tarea.

Philip miró a su alrededor. En el centro del calvero había un largo edificio semejante a un gran salón. Cerca de él se alzaba una construcción redonda y pequeña, de la que salía humo por un agujero en el tejado. Aquélla debía ser la cocina. Decidió ir a ver lo que había de cena. En los monasterios con reglas estrictas sólo se servía una comida diaria, el almuerzo al mediodía. Pero evidentemente aquél no era un monasterio con reglas estrictas y tendrían una cena ligera después de vísperas, algo de pan con queso o pescado en salazón.

O tal vez un bol con caldo de cebada cocinado con hierbas. Pero a medida que se acercaba a la cocina olfateó el inconfundible aroma de carne asada que hacía la boca agua. Se detuvo un instante con el ceño fruncido y luego entró.

Dos monjes y un muchacho se encontraban sentados alrededor del hogar central. Mientras Philip les observaba, uno de los monjes pasó al otro una jarra, de la que éste bebió. El muchacho daba vueltas a un espetón en el que había ensartado un pequeño cerdo.

Al entrar Philip en la zona iluminada, le miraron sorprendidos. Sin decir palabra le cogió la jarra al monje y la olfateó.

—¿Por qué bebéis vino? —preguntó.

—Porque alegra el corazón, forastero —dijo el monje—. Toma, echa un buen trago.

Era evidente que no les habían advertido de la llegada de un nuevo prior. E igualmente evidente que no le temían a las consecuencias en el caso de que un monje viajero informara en Kingsbridge sobre su comportamiento. Philip sentía deseos de romper aquella jarra de vino en la cabeza del hombre, pero respiró hondo y habló con tono apacible.

—Los hijos de los hombres pobres pasan hambre para suministrarnos a nosotros carne y bebida —dijo—. Y lo hacen por la gloria de Dios y no para alegrar nuestros corazones. Ya hay bastante vino por esta noche.

Dio media vuelta y se llevó la jarra.

—¿Quién te crees que eres? —oyó decir al monje mientras salía. No contestó. Muy pronto lo sabrían.

Dejó la jarra en el suelo, fuera de la cocina, y atravesó el calvero en dirección a la capilla, cerrando y abriendo los puños en un intento por dominar su ira.
No te precipites,
—se dijo—.
Sé prudente. Tómate tu tiempo.

Se detuvo un momento en el pequeño pórtico de la capilla para calmarse. Luego empujó con cuidado la gran puerta de roble y entró en silencio.

Había una docena aproximada de monjes y algunos novicios de pie, de espaldas a él, en filas desordenadas. Frente a ellos estaba el sacristán, leyendo de un libro abierto. Dijo el servicio rápidamente y los monjes murmuraron las respuestas a la ligera. Tres velas de distintas longitudes chisporroteaban sobre la sabanilla del altar.

En el fondo, dos monjes jóvenes mantenían una conversación, haciendo caso omiso del servicio y discutiendo sobre algo animadamente. Al llegar Philip a su altura, uno de ellos dijo algo divertido y el otro se echó a reír, ahogando las palabras parloteadas por el sacristán. Aquello fue para Philip la gota que colmó el vaso. De su mente se borró toda idea de mostrarse tranquilo.

—¡GUARDAD SILENCIO! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

La risa se cortó en seco. El sacristán interrumpió la lectura. La capilla quedó en silencio y los monjes se volvieron y miraron a Philip.

Alargó el brazo hacia el monje que se había reído y le cogió de la oreja. Tenía más o menos la edad de Philip y era más alto, pero estaba demasiado sorprendido para ofrecer resistencia al hacerle Philip bajar la cabeza.

—¡De rodillas! —le gritó Philip.

Por un momento pareció como si el monje quisiera zafarse. Pero sabía que se había comportado mal, y la resistencia se rindió ante la conciencia culpable, como ya había supuesto Philip. Y, cuando Philip le tiró con más fuerza de la oreja, se arrodilló.

—Todos vosotros —ordenó Philip—. ¡De rodillas!

Todos habían hecho voto de obediencia, y la escandalosa indisciplina bajo la que a todas luces estaban viviendo recientemente no logró borrar los hábitos de años. La mitad de los monjes y todos los novicios se arrodillaron.

—Todos habéis quebrantado vuestros votos —dijo Philip dando rienda suelta a su desprecio—. Sois todos blasfemos. —Miró en derredor sosteniendo las miradas—. Vuestro arrepentimiento comienza ahora —dijo finalmente.

Uno a uno fueron arrodillándose lentamente hasta quedar solo en pie el sacristán. Era un hombre más bien grueso, de mirada soñolienta, unos veinte años mayor que Philip. Éste se acercó a él, avanzando entre los monjes arrodillados.

—Dame el libro —dijo.

El sacristán le miró desafiante sin decir palabra.

Philip alargó la mano y cogió suavemente el gran volumen. El sacristán apretó la mano que sostenía el libro. Philip vaciló. Había pasado dos días reflexionando sobre la conveniencia de mostrarse cauteloso y moverse despacio, y sin embargo allí estaba con el polvo del camino todavía en los pies, arriesgándolo todo en una confrontación violenta con un hombre del que nada sabía.

—Dame el libro y arrodíllate —repitió.

Hubo un atisbo de burla en el rostro del sacristán.

—¿Quién eres? —preguntó.

Philip vaciló de nuevo. Era evidente que se trataba de un monje, tanto por sus hábitos como por el corte de pelo; y todos ellos habrían supuesto, por su comportamiento, que ocupaba un puesto de autoridad, pero lo que todavía no estaba claro era si su rango le situaba por encima del sacristán. Todo cuanto había de decir era:
Soy vuestro nuevo prior
, pero no quería hacerlo. De repente parecía muy importante imponerse por el peso de su autoridad moral.

El sacristán se dio cuenta de su vacilación y se aprovechó de ella.

—Por favor, dinos a todos nosotros —dijo con cortesía burlona— quién es el que nos ordena arrodillarnos en su presencia.

Al instante terminaron todas las vacilaciones de Philip y se dijo:
Dios está conmigo, por lo tanto qué puedo temer
. Respiró hondo y sus palabras resonaron poderosas desde el suelo enlosado hasta el techo abovedado de piedra.

—¡Es Dios quien te ordena que te arrodilles en su presencia! —tronó.

El sacristán pareció algo menos seguro. Philip aprovechó la oportunidad y le quitó el libro. Ahora el sacristán había perdido toda autoridad, y finalmente se arrodilló aunque a disgusto.

—Soy vuestro nuevo prior —dijo Philip mirándoles y disimulando su alivio.

Hizo que siguieran arrodillados mientras él leía el servicio. Se prolongó durante mucho tiempo porque les hizo repetir las respuestas una y otra vez hasta que pudieron decirlas al unísono perfecto.

Luego les condujo en silencio fuera de la capilla, y atravesando el calvero hasta el refectorio. Hizo llevar de nuevo el cerdo a la cocina y ordenó pan y cerveza floja, designando a un monje para que leyera en voz alta mientras ellos comían. Tan pronto como hubieron terminado les condujo, siempre en silencio, hasta el dormitorio.

Ordenó que trasladaran a él el lecho del prior que se encontraba en la casa separada de éste. Dormiría en la misma habitación de los monjes. Era la manera más sencilla y efectiva de evitar pecados de impureza.

La primera noche no durmió en absoluto; permaneció sentado, a la luz de una vela, rezando en silencio hasta que a medianoche llegó el momento de despertar a los monjes para maitines. Celebró ese servicio rápidamente para que supieran que no era del todo despiadado. Luego volvieron a la cama pero Philip no durmió.

Salió con el alba, antes de que los demás se despertaran y miró en derredor suyo, reflexionando sobre el día que tenía por delante. Uno de los campos había sido arrebatado recientemente al bosque, y en el mismo centro se encontraba el inmenso tocón de un viejo roble.

Aquello le dio una idea.

Después del servicio de prima y del desayuno los llevó a todos al campo con cuerdas y hachas, y pasaron la mañana desarraigando el formidable tocón; la mitad de ellos tiraba de las cuerdas mientras la otra mitad atacaba las raíces con las hachas, clamando al unísono

"A-a-a-hora". Cuando hubieron sacado el tocón, Philip les dio a todos cerveza, pan y una loncha del cerdo que les había negado para cenar.

Pero ése no fue el fin de sus problemas sino el comienzo de las soluciones. Desde el principio se negó a pedir a la casa matriz otra cosa que no fuera grano para pan y velas para la capilla. La certeza de que no podrían tener más carne que la que ellos mismos criaran o cazaran convirtió a los monjes en meticulosos ganaderos y tramperos de aves. Aunque con anterioridad habían considerado los servicios religiosos como una manera de eludir el trabajo, a partir de entonces se sintieron muy contentos cuando Philip redujo las horas de capilla para que pasaran más tiempo en los campos.

Al cabo de dos años se bastaban por sí mismos y transcurridos otros dos estaban aprovisionando al priorato de Kingsbridge de carne, caza y queso hecho con leche de cabra que se convirtió en un exquisito manjar muy solicitado. La celda prosperaba, los servicios religiosos eran irreprochables y los hermanos estaban saludables y eran felices.

Philip debería sentirse satisfecho, pero la casa matriz, el priorato de Kingsbridge, iba de mal en peor.

Debería ser uno de los centros religiosos en cabeza del reino, rebosante de actividad, recibiendo en su biblioteca la visita de eruditos extranjeros, con sus santuarios atrayendo a peregrinos de todo el país, los barones consultando a su prior, su hospitalidad renombrada entre la nobleza y su caridad famosa entre los pobres. Pero la iglesia se venía abajo, la mitad de los edificios monásticos estaban vacíos y el priorato estaba endeudado con los prestamistas. Philip iba a Kingsbridge al menos una vez al año y cada vez regresaba hirviéndole la sangre de ira por la forma en que estaban siendo dilapidadas las riquezas donadas por devotos fieles y acreditadas por la dedicación de algunos monjes.

Parte del problema emanaba del emplazamiento del priorato. Kingsbridge era una pequeña aldea en un camino secundario que no conducía a parte alguna. Desde la época del primer rey Guillermo, llamado el Conquistador y también el Bastardo, según quién estuviera hablando, la mayoría de las catedrales habían sido trasladadas a ciudades grandes, pero Kingsbridge había escapado a aquella reorganización. No obstante, a juicio de Philip, ése no era un problema insuperable. Un monasterio activo, con una iglesia catedral, debería ser una ciudad en sí mismo.

El problema real era el letargo del viejo prior James. Gobernado el timón por una mano floja, el barco iba a la deriva sin rumbo fijo.

Y Philip veía con amargura cómo iba declinando el priorato de Kingsbridge mientras el prior James seguía con vida.

Envolvieron al recién nacido en lienzos limpios y le acostaron en una gran cesta de pan a modo de cuna. Al punto se quedó dormido, rebosante su pequeño estómago de leche de cabra. Philip lo dejó a cargo de Johnny Eightpence que, aunque en cierto modo era corto de alcances, siempre trataba con asombrosa delicadeza a toda criatura pequeña y frágil.

Philip sentía gran curiosidad por saber a qué se debía la visita de Francis al monasterio. Durante el almuerzo hizo insinuaciones pero Francis permaneció inmutable, de modo que Philip hubo de reprimir su curiosidad.

Después del almuerzo era la hora del estudio. Allí no disponían de claustros apropiados, pero los monjes podían sentarse en el pórtico de la capilla y leer o pasearse arriba y abajo por el calvero. De vez en cuando se les permitía acudir a la cocina para calentarse junto al fuego, como era costumbre. Philip y Francis caminaban juntos por la linde del calvero como hacían frecuentemente por los claustros del monasterio de Gales. Y Francis empezó a hablar.

—El rey Henry ha tratado siempre a la Iglesia como si fuera un feudo subordinado a su reino —empezó diciendo—. Ha dado órdenes a los obispos, recaudado impuestos e impedido el ejercicio directo de la autoridad papal.

—Ya lo sé —dijo Philip—. ¿Y qué?

—El rey Henry ha muerto.

Philip se detuvo en seco. Aquello no se lo esperaba.

—Murió en su casa de caza en Lyons-la-Foret, en Normandía, después de comer lampreas, que era uno de sus bocados favoritos aunque siempre le habían sentado mal —siguió diciendo Francis.

—¿Cuando?

—Hoy es el primer día del año así que fue exactamente hace un mes.

Philip se sentía sobresaltado de veras. Henry había sido rey desde antes que él naciera. Durante su vida nunca había conocido la muerte de un rey, pero lo que sí sabía era que surgirían dificultades, y posiblemente una guerra.

—¿Y ahora qué ocurrirá? —preguntó con ansiedad.

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