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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (6 page)

Pero ¿qué podía hacer?

¿Adónde ir, aun en el caso de que el mundo se hubiera olvidado de la familia Sayah y de cuanto su padre había hecho tantos años atrás?

Fueran donde fueran seguirían siendo unos parias sin oficio ni beneficio, buenos tan sólo para cuidar ganado o cargar ladrillos, sin la más mínima preparación para abrirse camino allí donde las gentes sabían pilotar aviones, conducir vehículos que parecían volar sobre el desierto, o manejar sofisticados aparatos.

Su raza había quedado demasiado atrás en el tiempo, y ese tiempo cada día se aceleraba más y más.

El abismo que separaba al «Pueblo del Velo» de los restantes pueblos del planeta se ensanchaba por momentos, y estaba convencido de que intentar dar el salto que le condujera al otro lado significaría tanto como lanzarse de cabeza al vacío.

A la nación tuareg no le quedaba otro remedio que permanecer para siempre en la vieja orilla hasta que acabara por desaparecer como forma de entender la existencia, pero a Gacel Sayah le dolía admitir que pertenecía a una generación que se veía obligada reconocer que aquélla era una verdad incuestionable.

Gigantescos camiones malolientes atravesaban el Sahara de norte a sur y de este a oeste, y cada uno de ellos transportaba la carga de treinta camellos, por lo que las lentas caravanas comenzaban a desaparecer del horizonte de dunas.

Sorprendentes instrumentos conectados con satélites artificiales que giraban por encima de las nubes determinaban en qué punto se encontraba un vehículo con una precisión imposible de determinar ni aún para el más experimentado de los guías beduinos.

Frágiles avionetas recorrían en una hora lo que él mismo tardaría una semana en recorrer, y todo cuanto había aprendido de la experiencia de generaciones de sus antepasados cabía en cuatro páginas de cualquiera de los miles de libros que se encontraban al alcance de cualquier muchacho europeo.

En el zoco de
Al-Raia
conseguía de vez en cuando viejos libros que leía y releía con avidez, y cuantos más leía más se descorazonaba puesto que comprendía que no existía forma alguna de integrarse al nuevo mundo que se abría más allá de aquellas oscuras rocas y aquella interminable llanura pedregosa.

Y el simple hecho de aceptar que se había convertido en una especie de fósil viviente, tan inútil como los moluscos petrificados que de tanto en tanto encontraba en las montañas, le sumía en la más profunda depresión.

Veinte años atrás su padre aún era un
inmouchar
orgulloso de su estirpe y de la sangre que corría por sus venas.

En el transcurso de una única generación los Sayah se habían convertido en una diminuta familia de vagabundos andrajosos.

Al menos su padre había sabido morir en plena gloria y en el mejor momento, dejando en la memoria de todos una de las páginas más brillantes de la historia de su pueblo.

A él no le aguardaba más que un amargo silencio. Prestó atención.

Su instinto de hombre de las llanuras se mantenía por fortuna intacto.

Aguzó la vista, y allí, en el horizonte, en el punto exacto por el que había hecho su aparición la tarde anterior el coche de Marcel Charriere, pudo distinguir una diminuta columna de polvo.

El vehículo, azul y blanco, avanzaba como si quisiera comerse el mundo, siguiendo exactamente las nítidas rodadas de quienes les habían precedido.

Minutos después el rugir de su potente motor fue ya claramente audible, y cuando se aproximó al campamento, todos sus miembros aguardaban expectantes.

Se detuvo casi en el punto exacto en que lo había hecho Marcel Charriere, y el hombre que lo conducía abrió la puerta para inquirir en tono apremiante:

—¿Cuánto tiempo hace que se fueron? —masculló en un pésimo francés.

Gacel Sayah lo observó un tanto desconcertado, se volvió a sus hermanos como si alguno de ellos pudiera aclararle las razones por las que un recién llegado ni siquiera se tomaba la molestia de saludar, y por último replicó de mala gana:

—Partieron al amanecer.

El hombre salió del vehículo, se despojó del casco y lo arrojó al suelo con mal contenida rabia al tiempo que exclamaba:

—¡La puta que los parió! Nos llevan dos horas de ventaja. ¿Qué número tenía?

El targui le observó sin comprender.

—¿Cómo ha dicho? —quiso saber.

—¿Que qué número tenía el coche? ¡Como éste! ¡Aquí! ¿Qué número tenía?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Cómo que no lo sabes?

—Nunca me han importado los números.

—Entiendo… ¿Y los colores? ¿Te importan los colores?

—A veces.

—¿Y qué color tenía?

—No me acuerdo.

El copiloto, que había descendido a su vez y lo observaba todo con atención, se volvió a su compañero para indicar también en francés, pero con un marcadísimo acento extranjero:

—No te esfuerces. Sea quien sea ya está lejos, y lo mejor que podemos hacer es salir arreando. ¡Ayúdame a sacar agua!

Se pusieron a la tarea de tirar del cabo, pero de inmediato Gacel avanzó un paso para inquirir con naturalidad aunque resultaba evidente que se esforzaba por mantener la calma:

—¿Es para beber?

El conductor le observó de reojo al tiempo que replicaba con manifiesta acritud:

—¿Para beber? ¿Esta agua? ¿Es que crees que quiero ir cagándome patas abajo el resto del viaje? No. No es para beber. Es para el radiador al que una piedra ha producido una pequeña grieta y tenemos que ir reponiéndola continuamente.

—En ese caso, es mejor que la deje donde está.

—¿Por qué?

—Porque este agua es únicamente para beber. Si pretenden echársela al coche tendrán que buscar otro pozo.

—¿Quién lo ha dicho?

—Yo.

—¿Y a mí qué me importa lo que digas? Este pozo es público.

—Se equivoca. Este pozo es privado. Lo perforamos nosotros, y por lo tanto es nuestro. El pozo público está muy lejos de aquí.

—¡Pero esto es
Sidi-Kaufa
!

—No. Esto no es
Sidi-Kaufa
.

—¡No es posible!

—Lo es. El otro coche cometió el mismo error. Al parecer mapas que les proporcionaron están equivocados.

—¡Mierda! ¡Hatajo de inútiles!

Los recién llegados se observaron y sin mediar palabra pacieron llegar a la conclusión de que se habían colocado en una situación harto delicada, por lo que el copiloto se esforzó por mostrarse conciliador.

—¡Bien! —musitó—. Supongo que tienen razón y en efecto no es
Sidi-Kaufa
, ya que según el «Libro de Rutas» allí existe un oasis con más de cincuenta palmeras… ¿Cuánto quieres por el agua?

—Para beber, nada.

—¿Y si no es para beber?

—No está en venta.

—¿Cómo que no está en venta? —se asombró el conductor. ¿Algún precio tendrá?

—Aquí el agua es la diferencia entre la vida y la muerte, y por lo tanto no tiene precio.

—¿Quinientos francos por diez litros?

—¿Realmente cree que podemos bebernos quinientos francos?

—¿Y mil?

—Tampoco quitan la sed.

—¡Pero bueno! —estalló el otro—. ¿Qué es lo que pretende? Le estoy ofreciendo una fortuna por un poco de agua.

—Yo no pretendo nada —le hizo notar Gacel—. Ni mil, ni diez mil, ni un millón de francos sirven de mucho si falta el agua. Si quieren beber, beban. En caso contrario es mejor que sigan su camino, porque ni tan siquiera han tenido la delicadeza de solicitar nuestra hospitalidad y ya es demasiado tarde para hacerlo.

—Pero es que si no le echamos agua al radiador el motor reventará en mitad del desierto —protestó su oponente.

—Ése es su problema, no el nuestro. Cuando decidieron tomar parte en una carrera tan estúpida debieron imaginar que algo así podía suceder. —El targui hizo un significativo gesto con la mano al añadir—: Y ahora es mejor que se vayan.

El conductor meditó unos instantes, asintió con la cabeza, recogió su casco y penetró en el vehículo, pero de inmediato surgió de nuevo empuñando un pesado revólver con el que apuntó directamente a la cabeza de Gacel Sayah.

—¿Y ahora qué dices, moro piojoso? —exclamó—. ¿Me vas a dar ese agua, o no me vas a dar ese agua?

—¡Pero qué coño haces! —se horrorizó su acompañante—. ¿Es que te has vuelto loco? ¡Guarda esa arma!

—¡Y una mierda! —fue la airada respuesta—. Sin ella nos quedaremos tirados en mitad del desierto.

—¡Pero eso no son maneras…! Avisaremos por radio y vendrán a buscarnos.

—¿Cuándo? ¿Dentro de seis horas, o quizá dentro de un día? Seguro que quienquiera que sea el que va por delante, les ha pagado a estos cerdos para que nos impidan alcanzarles, y no estoy dispuesto a consentirlo. ¡Saca esa agua!

—¡Pero Marc…!

—¡Calla y haz lo que te digo! Cada minuto cuenta.

—Nos pueden descalificar por esto.

—¿Y cómo van a saberlo? ¿Acaso piensas contárselo?

—No, pero…

—¡No hay peros que valgan…! —El llamado Marc era en verdad un hombre irascible al que se le advertía cada vez más nervioso puesto que agitaba el arma de tal modo que su cañón pasaba alternativamente de uno a otro de los presentes—. Son esos inútiles los que se han equivocado en los mapas, y ya nos aclararon que cuando surgiera un contratiempo nos las apañáramos como pudiéramos. Así que acabemos con esto de una vez.

El otro dudó y resultaba evidente que no deseaba involucrarse en tan desagradable incidente, pero pareció llegar a la conclusión de que no se le ofrecían demasiadas opciones, por lo que acabó por sacar agua del pozo y llenar con ella primero el radiador del automóvil y luego un pequeño bidón.

—¡Lo siento! —murmuró al concluir.

—¿Qué es lo que sientes? —le espetó ásperamente su compañero que se iba enfureciendo más a cada minuto que pasaba—. ¿Suponías que esto iba a ser un paseo por los Campos Elíseos? Te advertí que probablemente tropezaríamos con bandidos y salteadores de caminos y aceptaste, así que no me vengas con puñetas.

—Pero es que no son bandidos.

—Quien pretende cobrar más de mil francos por diez litros de agua es un bandido aquí y en la China… ¡Sube al coche de una puta vez o te dejo en tierra!

Aguardó a que lo hubiera hecho y a continuación fue hasta la parte posterior del pesado todoterreno, abrió la puerta, extrajo una lata de aceite, y con ella en la mano se aproximó al brocal del pozo.

Sin apartar la vista del rostro de Gacel y con el arma ahora amartillada, desenroscó el tapón y comenzó a dejar caer un chorro de aceite que resonó sordamente treinta metros más abajo.

—¡Mira lo que hago con tu mierda de agua! —dijo—. Vas a estar un mes cagando aceite.

Abrió la mano para que la lata que aún se encontraba más que mediada se fuera al fondo, dedicó a los presentes un sonoro, barriobajero y expresivo «corte de mangas» y subiendo al vehículo lo puso en marcha al tiempo que gritaba:

—¡Que te jodan!

—¡Estás loco…! —musitó amargamente su copiloto, al que se le diría que estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Y más loco estoy yo por aceptar meterme en esto conociéndote como te conozco…

—¡Que te jodan a ti también!

La familia Sayah se había quedado como petrificada, asombrada e incrédula, a todas luces incapaz de aceptar que lo que acababa de ocurrir pudiera ser algo más que una amarga pesadilla, y en cuanto el coche que se había alejado siguiendo las rodadas de su predecesor desapareció de su vista, Gacel se aproximó a una de las palmeras, apoyó en ella la frente y permaneció muy quieto, esforzándose por dominar la ira que se había adueñado de su ánimo.

Invocó a Alá pidiendo templanza, consciente de que se sentía incapaz de ordenar sus pensamientos, o tal vez exigiendo que le aclarara por qué extraño capricho había permitido que algo así sucediese.

Él era un hombre justo, y su familia una familia honrada que había respetado escrupulosamente los mandatos divinos, y por lo tanto no concebía la razón por la que el destino se esforzaba en perseguirles hasta en el mismísimo corazón del desierto.

Si su padre había cometido algún pecado, bastante había hecho al pagarlo con la vida, y ellos, sus hijos, inocentes de toda culpa, habían sido acosados y escarnecidos como si de auténticos criminales se tratase.

Habían luchado con uñas y dientes para sobrevivir, habían dejado incluso parte de su sangre en aquel triste pozo que apenas les permitía subsistir, y ahora, además, les enviaba aquella nueva y desconcertante maldición en forma de hombres llegados de muy lejanos países y que nada respetaban.

—¿Qué vamos a hacer? Se volvió a observar el desencajado rostro de su hermana en cuyos enormes ojos oscuros podía leerse claramente el temor.

—No lo sé.

—¿Cómo sobreviviremos sin agua?

—Tampoco lo sé.

—Van a ser cuatro días muy duros hasta llegar a
Sidi-Kaufa
.

—¿Queda algo en las
girbas
?

—Ni una gota.

—¡Señor, Señor…! Aunque consiguiéramos llegar hasta allí la mayor parte del ganado moriría por el camino.

—¿Qué crees que pasaría si bebiéramos de ese agua?

—No tengo ni idea. Es aceite de máquina y siempre he oído decir que enferma a la gente y la deja ciega.

—¿Ciega? —repitió la muchacha horrorizada.

—Ciega o paralítica, ¿qué más da?

—Pero el aceite flota en el agua. ¡Tal vez si…!

—No podemos arriesgarnos… —le interrumpió su hermano—. No tenemos forma de saber qué cantidad de ese aceite basta para enfermar a una persona, ni qué clase de remedios existen para ese tipo de enfermedades. Quizá sea un veneno que mata en el acto, o quizá se te quede dentro para ir debilitándote poco a poco…

Laila y Suleiman, que se habían aproximado, permanecían en silencio, escuchando a Gacel y dando por sentado que debía ser él, como cabeza de familia, quien tomara una decisión de la que sin duda dependía la vida de todos.

Por su parte éste se volvió a observarlos, como si estuviera intentando leer sus pensamientos, aunque de igual modo consciente de que el peso de la responsabilidad descansaba únicamente sobre sus hombros.

Cualquiera que fuese su parecer sería aceptado, puesto que para eso se había convertido en el
inmouchar
del exiguo clan y para eso le había sido impuesto el glorioso nombre de su padre.

Tomó asiento a la sombra de la palmera, jugueteó con la arena, contempló largamente el pozo, los corrales y las
jaimas
, lanzó un hondo suspiro y por último señaló:

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